La barbarie que no vimos. Jorge Iván Bonilla Vélez

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу La barbarie que no vimos - Jorge Iván Bonilla Vélez страница 18

La barbarie que no vimos - Jorge Iván Bonilla Vélez

Скачать книгу

del mundo y la administración de los Estados Unidos cambiaron este clima de confianza” (Goldberg, citada en Zelizer, 1998, p. 214; traducción propia): las imágenes se volvieron más sofisticadas, más mediatizadas, más frecuentes y su poder creció, con lo que los valores de verdad de la fotografía se tornaron más difusos, y el público comenzó a reconocer la existencia de formas alternativas de no verdad en el fotoperiodismo, facilitadas por el retoque, el montaje y, más tarde, por la edición digital, lo que no solo ha aumentado la incredulidad en la imagen, sino también la dificultad para que esta sirva de catalizadora de un acontecimiento verdadero.

      Este reproche a la demasía de las imágenes encuentra un punto de vista diferente en el filósofo francés Jacques Rancière. Según este autor, el argumento contra el exceso de imágenes –“y de imágenes de horror en particular”– que nos sumerge en un torrente visual capaz de volvernos insensibles a la realidad banalizada de esos horrores, confirma la tesis tradicional que reclama que el mal de las imágenes radica en su número, en su proliferación cuantitativa, “dado que su profusión invade inapelablemente la mirada fascinada y el cerebro reblandecido de la multitud de consumidores democráticos de mercancías y de imágenes” (Rancière, 2010, p. 96). Nos referimos a una crítica que suele adoptar dos formas aparentemente contradictorias: “algunas veces acusa a las imágenes de ahogarnos con su poder sensible, otras les reprocha por anestesiarnos con su desfile indiferente” (Rancière, 2008, p. 69). ¿Es esta una visión acertada? Rancière considera que no. Para él, “no es cierto que quienes dominan el mundo nos engañen o nos cieguen mostrándonos imágenes en demasía. Su poder se ejerce antes que nada por el hecho de descartarlas” (2008, p. 71). No es el exceso, sino la regulación lo que caracteriza el sistema de información dominante.20 Por tanto, es un poder que consiste en ordenar la puesta en escena visual y verbal de las imágenes, en reducirlas a “una función estrictamente deíctica”, dirigida a señalar lugares, personas y situaciones, en advertirnos quiénes están habilitados para escoger las imágenes que merecen ser retenidas, y en imponer las voces autorizadas para hablar de ellas. De manera que, incluso hoy, “son pocos los cuerpos violados, mutilados o dolientes”, pues “lo que vemos, esencialmente, son los rostros de quienes ‘hacen’ la información, los hablantes autorizados: presentadores, editorialistas, políticos, expertos, especialistas de la explicación o del debate” (2008, p. 75).

      ¿De dónde viene el pensamiento de que la demasía le quita el poder a la fotografía, de que con la repetición se disminuye el impacto de la imagen? En páginas anteriores habíamos ensayado algunas respuestas a este interrogante. En las que siguen, vienen otras. Así, parte de este razonamiento se encuentra asociado al estatuto de autenticidad y originalidad, que ha demarcado la larga discusión entre lo irrepetible, perdurable y singular que es un atributo de la obra original, y lo repetible, fugaz y corriente que caracteriza la reproductibilidad técnica de la copia en las sociedades cada vez más mediatizadas que vivimos, esto es, con una idea ya explorada por Walter Benjamin de que la máquina fotográfica “sustituye la singularidad de la existencia por la pluralidad de la copia”, y hace que el “valor de culto” de la imagen se convierta en “valor de exhibición” (Benjamin, citado en Burke, 2001, p. 22). Esta discusión lleva dentro una preocupación en torno a la pérdida del carácter único de la obra de arte, a la que Benjamin se refería en su ensayo dedicado a “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, publicado inicialmente en 1936:

      “Acercar” las cosas, en términos espaciales y humanos, es precisamente un deseo tan apasionado de las masas actuales como lo es su tendencia a una superación del carácter único de cada acontecimiento mediante la acogida de su reproducción. Cada día, adquiere una vigencia más irrecusable la necesidad de adueñarse del objeto desde la mayor cercanía, en la imagen, más bien, en la copia, en la reproducción. Y la reproducción, tal y como la ponen a disposición el periódico ilustrado y el semanario, se distingue inconfundiblemente de la imagen original. En esta, el carácter irrepetible y la perduración se entrecruzan tan estrechamente como en aquella la fugacidad y la repetibilidad (Benjamin, 2009, p. 94).

      Para Rancière, “en el corazón mismo de la doxa que denuncia el ‘exceso de imágenes’”, persiste “la antigua división que separaba a las elites, abocadas al trabajo del pensamiento, y la multitud, virtualmente hundida en la inmediatez sensible”, la misma que ha dado forma a la vieja oposición “entre los pocos y el gran número”, entre “el cielo de las ideas” y la excitación producida por la “demasía de las imágenes” (Rancière, 2008, pp. 72-73). Una división responsable, además, de expandir el angustiado rumor de la existencia de abundantes imágenes amontonadas y desmedidos estímulos desencadenados en los frágiles cerebros de las mentes menos preparadas para ordenar y apreciar correctamente su multiplicidad ilusoria: las masas, los pobres, el pueblo (2008, p. 73), y cuyo

      […] lamento por el exceso de mercancías y de imágenes consumibles fue parte, de entrada, de la descripción de la sociedad democrática como sociedad en la que hay demasiados individuos capaces de apropiarse de palabras, imágenes y formas de experiencia vivida (Rancière, 2010, pp. 49-50).

      Hablamos de un debate asociado a la corrupción de la sensibilidad del hombre moderno y a la crisis de la atención (como pérdida de la cavilación) en las sociedades de masas, cuyos alcances negativos han sido denunciados tanto por las elites intelectuales de la primera modernidad, al estilo de Graham J. Barker-Benfield, William Wordsworth o James Turner (Halttunen, 1995), como por los críticos sociales que les sucedieron cien años después (Georg Simmel, Henry Bergson, Siegfried Kracauer, Theodor Adorno, entre otros); y, de igual forma, por una corriente de pensadores más contemporáneos, que han relacionado los problemas de la insensibilidad y la desatención con el auge de los modernos “dispositivos” ideológicos de la visión –el televisor, al cámara de video y el computador–, los cuales han contribuido a la configuración de sociedades de la vigilancia (Foucault), el espectáculo (Debord), o del simulacro (Baudrillard), al producir cuerpos dóciles, controlables y útiles a los mecanismos de poder difuso del statu quo (Crary, 2008, pp. 22-83).

      Una crisis de la atención que, como lo recuerda Jonathan Crary, se puede apreciar en el pensamiento predominante de no pocos comentaristas de finales del siglo XIX y principios del XX, para quienes “la distracción era producto de una ‘decadencia’ o ‘atrofia’ de la percepción, parte de un deterioro generalizado de la experiencia” (Crary, 2008, p. 55), una respuesta “regresiva” a la sobrecarga de estímulos sensoriales,21 que “contrastaban con ‘el ritmo más lento, habitual y de flujo más suave de la fase sensoria-mental’ de la vida social premoderna” (2008, p. 55), ajena a los avatares de la estimulación nerviosa proporcionada por las máquinas, las mercancías y el consumo al servicio de la llamada “sociedad de masas”. O también en las ideas de críticos más recientes, como Guy Debord, para quien los asuntos del control de la atención y la normalización de las imágenes hay que buscarlos en la “restructuración de la sociedad sin comunidad” propia del capitalismo, esto es, en el advenimiento de una “sociedad del espectáculo”, orientada al exceso, al despilfarro y a la administración unilateral de existencia producida por la comunicación instantánea (Debord, 1999, pp. 37-60), y donde el “espectáculo” alude a un modo de relación social entre personas mediatizado por las imágenes (1999, p. 43), a un instrumento de unificación social, pero a la vez de separación del tejido colectivo, gobernando por el prefijo del engaño, lo fraudulento, la apariencia: es el seudogoce, la seudonaturaleza, la seudo-cultura, la seudorrealidad,

Скачать книгу