La barbarie que no vimos. Jorge Iván Bonilla Vélez

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La barbarie que no vimos - Jorge Iván Bonilla Vélez

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que perciben en el constante suministro de información de los mass-media la causa de la inmovilidad social, Simmel advierte en la actitud blasé una forma de disposición necesaria que emana del sujeto moderno –no únicamente de la imagen, ni de los mass-media– frente a la sobrecarga de nuevas excitaciones y promiscuidades físicas propias de la emergente vida en las sociedades de masas.

      Parte de este trayecto se puede cotejar también en los planteamientos de Adam Smith, uno de los primeros filósofos morales en abordar la cuestión de la experiencia visual como factor clave en la formación de la conciencia cívica del espectador moderno (Wilkinson, 2013). En La teoría de los sentimientos morales, un libro cuya primera edición data de 1759, Smith indaga por el tipo de actitud que podría asumir el hombre humanitario de Europa cuando se entera, tal vez por los periódicos de la época, quizá por las voces que le llegan del puerto de la ciudad donde vive, que hubo un enorme terremoto en la China, una región con la que no tiene vínculo alguno. Y agrega: “Creo que ante todo expresaría una honda pena por la tragedia de ese pueblo infeliz, haría numerosas reflexiones sobre la precariedad de la vida humana”, pero “una vez manifestados estos filantrópicos sentimientos, continuaría con su trabajo o su recreo, su reposo o su diversión, con el mismo sosiego y tranquilidad como si ningún incidente hubiese ocurrido”. En cambio, “si fuese a perder su dedo meñique al día siguiente, no podría dormir” (Smith, 1997, p. 252).

      Smith se ocupaba con este ejemplo de la figura del “espectador imparcial”,14 ese observador no involucrado que contempla desde la distancia el sufrimiento de personas, grupos y culturas con las cuales no tiene filiación alguna, ya sea porque habita otros territorios, porque no participa de sus creencias, no comparte su identidad, o simplemente porque le son desconocidos, pero cuya naturaleza compasiva le puede llevar a simpatizar con las desgracias de los infortunados lejanos, esto es, ponerse en su lugar por el hecho de advertir su semejanza, aunque esto no siempre ocurra. Un espectador que, al salir a la calle, se cruza, además, con un hombre que camina afligido porque ha perdido a su padre, y ante quien se muestra indiferente, pues tanto él, como su progenitor fallecido, le son por completo extraños (Smith, 1997, pp. 17-18). ¿Debería ese espectador imparcial sentirse avergonzado por su falta de involucramiento con la escena que observa? Para Smith, más que renegar de su incapacidad humana de identificarse totalmente con las desdichas de un tercero, o repudiar la felicidad que lo habita porque esas cosas no le suceden a él, el problema que tendría que superar ese observador desapasionado, ese hombre europeo que disfruta de los beneficios plenos de la civilización, es su desatención para simpatizar imaginativamente con las circunstancias relevantes de aflicción del sufriente, una simpatía que, sin embargo, es sumamente imperfecta, puesto que jamás dicho espectador podrá sentir lo suficiente por quienes han sufrido las calamidades de la vida, a pesar de que busque, mediante el viaje de la imaginación, ponerse en su lugar. El remedio, entonces, para esta falta de preocupación hacia el prójimo distante sería, según Smith, la disposición de prestar atención, de estar atento a los sentimientos de los infortunados, puesto que este es un hábito que requiere de la voluntad del espectador para darse tiempo y ponerse honestamente en el lugar del otro, lo que, entre otras cosas, constituye el cimiento de la mirada humanitaria (1997, p. 35).

      La época de Smith no era propiamente de una sobreabundancia de información, por lo que sería inapropiado afirmar que el hombre humanitario de su tiempo estaba condenado a la indolencia debido a una sobreproducción de imágenes y noticias. La suya era una época en que el periodismo, como hoy lo conocemos, apenas insinuaba su largo camino en procura de domesticar la realidad bajo los valores noticiosos de la actualidad, la novedad, la controversia y la prominencia (Abril, 1997; Ortega y Humanes, 2000). Que esto haya sido así, no impide constatar que durante la segunda mitad del siglo que a Smith le correspondió vivir, y en la primera parte del siglo siguiente, una gama creciente de expresiones populares y literarias abrieron el camino a una poderosa fascinación por el dolor y a una creciente predilección por escenarios ficcionales de sufrimiento que no estaban necesariamente circunscritos a la simpatía ilustrada del espectador imparcial smithiano, dispuesto a simpatizar con los sentimientos de su semejante y a dejarse conmover por el espectáculo del dolor humano y la miseria con fines altruistas (Halttunen, 1995). Aludimos a una serie de géneros literarios que, como la llamada “novela gótica”15 y los relatos populares, comenzaron a mostrar gran predilección por las historias de crueldad, tortura y terror, así como por escenas de violaciones sexuales, que invitaban al espectador a imaginar, por medio de detalladas descripciones, la carnicería macabra de las historias relatadas, las heridas infligidas, el sufrimiento de las víctimas, y, por lo mismo, a dirigir su atención hacia el placer por la sangre derramada (Halttunen, 1995, pp. 311-312).

      Denominadas bajo el término de sensationalism,16 dichas manifestaciones literarias fueron tratadas por algunos críticos de la época no solo como un síntoma del envilecimiento de la sensibilidad y, por tanto, como una forma de incubación del “vicio” popular, sino también como una fuerza implicada en los levantamientos sociales indeseables contra el orden establecido (Wilkinson, 2013). Con el tiempo, estas fueron definidas como “una tendencia comercial degradante dirigida a complacer la excitación de los lectores ante acontecimientos particularmente terribles o eventos impactantes” (Halttunen, 1995, p. 312), que es a lo que el poeta británico William Wordsworth apelaba cuando en 1801 caracterizaba a la ficción gótica y los relatos populares como ejemplos de un “anhelo por los incidentes extraordinarios” y de una “degradante sed después de una estimulación escandalosa” (Wordsworth, citado en Halttunen, 1995, p. 312). Un fenómeno que, para Wordsworth, era el resultado de la creciente urbanización de la sociedad y de la capacidad de la moderna tecnología de la impresión –ese lenguaje de lo visible– no solamente de intensificar el deseo popular, de impactarlo y sorprenderlo, sino además de atentar contra lo más sublime de la meditación silenciosa, de atacar esa idea sostenida por escritores y pensadores como él, según la cual “la verdad profunda no tiene imagen” (Wordsworth, citado en Mitchell, 2009, p. 106).

      Como Karen Halttunen ha señalado, estas expresiones hicieron parte de un proceso más complejo, asociado a una nueva “cultura de la sensibilidad” que, a partir del siglo XVIII, marcó el inicio de la transición de ver el dolor como algo inevitable, o como una cuestión asociada a una experiencia trascendental suscitada por el sufrimiento de los mártires con el fin de mantener viva la fe y la pasión de los creyentes, que fue una característica de la representación del dolor durante la Edad Media (Freedberg, 1992; Moscoso, 2011), a considerarlo como un sentimiento moderno repugnante e inaceptable, indignante y reprochable, necesario de ser eliminado o, al menos, apenas insinuado, reservado y callado. Solo que esta nueva cultura de la sensibilidad, al decir de Halttunen (1995, pp. 320-324), hizo algo más que confinar el espectáculo del dolor a los ámbitos privados (por ejemplo, las decapitaciones, las torturas, los linchamientos, las lapidaciones o los ahorcamientos comenzaron a ser expulsados del dominio público). Esta igualmente intervino en la imaginación del naciente ciudadano, a través de los géneros literarios y populares antes mencionados y de una literatura testimonial, que, en nombre de despertar la repugnancia contra la tortura y el castigo mediante representaciones que fueran suficientemente gráficas para motivar la compasión humanitaria, no solo embotaron la sensibilidad de los lectores, sino que sus consecuencias fueron mayores: estas expresiones avivaron, en los públicos expuestos, un gusto por la crueldad, al habituarlos a lo grotesco y endurecerlos con el placer generado por el “vicio” (1995, pp. 320-324).

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