La barbarie que no vimos. Jorge Iván Bonilla Vélez

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La barbarie que no vimos - Jorge Iván Bonilla Vélez

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fotografía del horror solo servía para disminuir el efecto total” (Capa, citado en Linfield, 2010, p. 185; traducción propia). Como afirma Susie Linfield, el propósito de Capa no era recabar en el sufrimiento físico, las atrocidades, las batallas; su empeño era, más bien, re-personalizar la guerra a través de la ternura, la belleza, la determinación, la dignidad, la esperanza y las relaciones personales por fuera del campo de batalla (Linfield, 2010, pp. 175-202), en lugar de deslumbrarse con el poderío de los ejércitos o la crudeza de las imágenes, como así lo pueden atestiguar buena parte de las fotos que él tomó durante la guerra civil española. No obstante, al igual que los editores del Daily Worker, o del foto-libro ¡Guerra contra la guerra!, Capa también creía que el poder de la imagen, aquella que representa las realidades prosaicas de las personas atrapadas en la guerra, sus detalles más mundanos, estaba en su capacidad para persuadir a los espectadores a tomar parte activa y apoyar las causas en contra del fascismo.

      Ahora, ¿es cierto que las fotografías que documentan la matanza de los civiles inocentes, en lugar del combate entre los heroicos ejércitos, fomentan el repudio contra la guerra?, se pregunta Sontag (2003, pp. 16-17). Al fin y al cabo, ni las fotografías recopiladas por Friedrich, ni las palabras de Woolf, ni la singularidad prosaica de Capa lograron detener la guerra por cuenta del realismo de las imágenes, de su valor testimonial, de sus gritos de denuncia y esperanza. Esta sobrevino después con más fuerza. En 1939, Europa se derrumbaba en la Segunda Guerra Mundial. Ni siquiera las fotografías que los movimientos internacionales de resistencia al fascismo difundían por el mundo “libre”, denunciando, primero, la segregación, luego, el confinamiento, y finalmente, el exterminio de la población judía europea, lograban estimular la indignación y producir un efecto de movilización.9 En la etapa previa a la liberación de los campos de concentración, estos documentos de barbarie fueron valorados por los gobiernos y la prensa occidental apenas como propaganda política no confiable, como historias imposibles de creer por lo exageradas, eventualmente relegadas a las páginas interiores de los diarios, en el marco de un clima de incredulidad atizado, además, por un antisemitismo endémico (Zelizer, 1998, pp. 38-41; Linfield, 2010, p. 72).

      En los comentarios de Sontag a la idea profesada por Woolf de que la indignación y la repugnancia producidas por el horror de las imágenes eran emociones suficientes para motivar una respuesta efectiva y universal en contra de la guerra, está entonces el comienzo de una crítica que nos invita a dilucidar por qué fracasan las imágenes. Estas fallan por algo que las desborda, por un emplazamiento que no está inmerso en ellas: las imágenes se malogran por la carencia de un contexto apropiado para mirar, por la ausencia de un espacio político adecuado para decirle no a la guerra; y ese espacio, al decir de Sontag, no lo proporciona el realismo fotográfico, ni mucho menos la conmoción que suscitan las imágenes. Para Sontag, “atribuir a las imágenes, como lo hace Woolf, solo lo que confirma la general repugnancia a la guerra es apartarse de un vínculo con España en cuanto país con historia. Es descartar la política” (2003, p. 18).

      La preocupación por la existencia de unas condiciones políticas, ideológicas y de conocimiento oportunas que hagan posible “hablar” a las imágenes es común a los dos libros aquí citados de Sontag. En Sobre la fotografía, ella sostiene que por más cruel o atroz que sea un acontecimiento “digno” de fotografiarse, no se reduce a su registro, a la evidencia de lo que allí sucedió, ni mucho menos se restringe a la conmoción propiciada por la imagen: el mérito de su existencia hay que buscarlo en aquello que antecede a la imagen, que la nombra, que permite ir más allá de la simple perturbación, ir más lejos de la sola emoción. Dice Sontag: “no puede haber pruebas, fotográficas o cualesquiera, de un acontecimiento hasta que no recibe un nombre y se lo caracteriza” (1996, p. 28). Y ese nombre lo otorga la conciencia política, porque es esta arena la que habilita la presencia del acontecimiento, no la imagen como tal, cuya función –la de esta última– es ir detrás de la denominación que ha recibido el evento que ha tenido lugar. Por eso,

      […] lo que determina la posibilidad de ser afectado moralmente por fotografías es la existencia de una conciencia política relevante. Sin política, las fotografías del matadero de la historia simplemente se vivirán, con toda probabilidad, como irreales o como golpes emocionales desmoralizadores (Sontag, 1996, p. 28).

      Para Sontag, las imágenes que logran hacer mella en la opinión pública son, entonces, aquellas que se inscriben en un contexto apropiado de disposición y actitud, donde se convenga que las cosas pueden ser de otra manera, un espacio donde lo que sabemos ayude a orientar el significado de lo que vemos. Por tanto, las imágenes que pueden llegar a significar algo más que una simple conmoción, serían las que están cobijadas bajo un ámbito propicio de conciencia política –una especie de paradigma cívico–, que no solo es preexistente al mundo de las representaciones visuales, sino que, además, sirve para encausar la imagen misma, para politizar la mirada del espectador y para intervenir decididamente sobre la realidad, lo cual implica la presencia de un sujeto activo capaz de interpretar las imágenes y ofrecerles un cauce de acción. En parte, se trata de un planteamiento que invita a que las imágenes sean incluidas en una esfera pública de deliberación, caracterizada por la existencia de sujetos cívicos capaces de interactuar con otros mediante la palabra, la conversación y la civilidad, un propósito que es esencial para que las sociedades puedan “dominar su pasado” (Arendt, 1990, p. 31), enfrentar su presente, cuestionarse sobre lo que ha ocurrido en abierto debate crítico, e identificar las circunstancias para que, por ejemplo, una narrativa tenga más peso que otra, una imagen adquiera más relevancia que otra (Lara, 2009, pp. 52-169).

      El problema es que ni en todas las guerras ni en todos los momentos históricos se presenta ese espacio de conciencia política que fomente tal disposición, esa esfera pública civilista que promueva dicha deliberación, ese uso político de la imagen que señale la línea directa entre la representación (la imagen), el saber (la conciencia política) y la intervención eficaz (la acción). Este fue el caso de las fotografías sobre la guerra de Secesión estadounidense (1861-1865) que Alexander Gardner y Timothy O’Sullivan tomaron para la casa fotográfica que dirigía Mathew Brady. El realismo con que estos incipientes fotorreporteros dejaron constancia de la crudeza de la guerra a través de escenas impactantes de soldados de ambos bandos caídos en los campos de Antietam (septiembre de 1862) y Gettysburg (julio de 1863), sirvió para quitarle la inocencia a esa mirada bucólica de los paisajes sublimes donde se libraban las batallas, propia de las guerras caballerescas (Burke, 2001; Chouliaraki, 2013); también, para darle la bienvenida a un nuevo género, el reportaje bélico, “que fomentó la contradicción típicamente moderna entre el mito de la gloria y la realidad” (Ignatieff, 1999, p. 110), pero no disuadió a los civiles, ni mucho menos a los combatientes, de continuarla. En el texto que acompaña a una de las fotografías más icónicas de esa guerra, tomada por O’Sullivan, titulada A Harvest of Death, Gardner mostraba esa esperanza vana en que la crudeza –y la repugnancia– de una imagen podía promover una reacción en contra de la guerra:

      Tal foto, escribía él, transmite una moraleja útil: muestra el horror nítido y la realidad de la guerra, en oposición a su pompa. ¡Aquí están los espantosos pormenores! Que sirvan para evitar que otra calamidad semejante se abata sobre nuestra nación (Gardner, citado en Goldberg, 1991, p. 28; citado en Sontag,

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