La barbarie que no vimos. Jorge Iván Bonilla Vélez

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La barbarie que no vimos - Jorge Iván Bonilla Vélez

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2003, p. 11). Publicada en junio de 1938, bajo el nombre de Tres guineas, las palabras de Woolf llaman la atención de Sontag, porque provienen de una intelectual que a comienzos del siglo XX creía que las fotografías crudas de una atrocidad, a pesar de no ser argumentaciones dirigidas a la mente, podían producir una reacción en contra de la guerra. Las imágenes que Woolf evocó no aludían a la guerra como una gesta heroica, un empeño de hombres valientes dispuestos a morir por la “patria”, sino a “un modo específico de comprenderla, un modo que en esa época se calificaba rutinariamente de ‘bárbaro’, y en el cual los ciudadanos son el blanco” (2003, p. 17).

      Detengámonos en Woolf:

      Aquí, sobre la mesa, tenemos las fotografías. El gobierno español nos las manda con paciente pertinacia dos veces por semana. No son fotografías de placentera contemplación. En su mayor parte, son fotografías de cuerpos muertos. En el grupo de esta mañana, hay una foto de lo que puede ser el cuerpo de un hombre o una mujer. Está tan mutilado que también pudiera ser el cuerpo de un cerdo. Pero estos cuerpos son ciertamente cadáveres de niños, y esto y otro es, sin duda, la sección vertical de una casa. Una bomba ha derribado la fachada, todavía está una jaula de un pájaro colgando en lo que seguramente fue la sala de estar, pero el resto de la casa no es más que un montón de palos y astillas suspendido en el aire. Estas fotografías no son un argumento. Son simplemente la burda expresión de un hecho, dirigida a la vista. Pero la vista está conectada con la mente, y la mente lo está con el sistema nervioso. Este sistema manda sus mensajes, en un relampagueo, a los recuerdos del pasado y a los sentimientos presentes. Cuando contemplamos esas fotografías, en nuestro interior se produce una fusión por diferente que sea nuestra educación y la tradición a nuestra espalda, tenemos las mismas sensaciones, y son sensaciones violentas. Usted, señor, dice que son sensaciones de “horror y repulsión”. También nosotras decimos horror y repulsión. Las mismas palabras se forman en nuestros labios. La guerra, dice usted, es abominable, una barbaridad, la guerra ha de evitarse a toda costa. Sí, por cuanto ahora, por fin, contemplamos las mismas imágenes, vemos los mismos cuerpos muertos, las mismas casas derruidas (Woolf, 1999, pp. 19-20).

      Mostrar los horrores de la guerra era, para Woolf, como para otros artistas, intelectuales, periodistas y fotógrafos de su tiempo, una forma de provocar el rechazo, de avivar la condena universal en contra de la misma y de redimir a la víctima anónima e inocente (Sontag, 2003; Crane, 2008; Freedberg, 2014). Ella creía que el poder de las imágenes fotográficas que retrataban escenas de dolor y sufrimiento, recaía en su capacidad de conmocionar; pero, sobre todo, en su fuerza para activar un sentimiento de repugnancia que no estaba dirigido contra la imagen como tal, sino hacia el evento que la había producido. Por tanto, “no condolerse con esas fotos, no retraerse ante ellas, no afanarse en abolir lo que causa semejante estrago”, eran, según Sontag al referirse a Woolf, “las reacciones de un monstruo moral”, la evidencia más notable de un fallo de nuestra imaginación y empatía ante el sufrimiento de los demás (Sontag, 2003, p. 16). Sus palabras eran el eco de una preocupación compartida de época, basada en la convicción de que el repudio creado por semejantes imágenes permitiría que la gente entendiese que la guerra era una atrocidad, una insensatez (2003, p. 22). Una preocupación que, por cierto, venía de más lejos: del ideal del humanitarismo liberal, surgido a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, según el cual la repugnancia moral, más que apartar a las personas del camino o de la vista de quienes sufren, se constituye en una base universal de oposición a lo que ocasiona ese sufrimiento (Halttunen, 1995; Ignatieff, 1999).

      Esta fue la creencia que llevó al Daily Worker, un diario comunista estadounidense, a publicar, el 12 de noviembre de 1936, las imágenes de varios de los setenta niños españoles muertos como consecuencia de un bombardeo, por aviones alemanes al servicio del gobierno fascista del general Francisco Franco, a una escuela cerca de Madrid. Ante la pregunta: “¿Por qué publicamos esta página?”,8 Walter Holmes, el editor del diario, aducía que “la guerra tiene abominaciones tan asquerosas que solamente existen para los que han tenido que verlas” (Daily Worker, 12 de noviembre de 1936, p. 5; traducción propia), por lo que mostrar esas imágenes servía a un gran propósito: alentar la determinación contra el fascismo y defender la democracia. Su respuesta se inscribía en la idea de que la exposición de los crímenes atroces motivaría la esperanza de una acción política eficaz y conduciría a la memoria o la justicia, a pesar de lo profundamente problemático que había en el hecho de infringir la dignidad humana, la decencia y la privacidad mediante la lente de la cámara (Linfield, 2010, p. 132).

      Esta era la misma premisa que motivó al anarquista y objetor de conciencia alemán Ernst Friedrich a publicar años antes, en 1924, ¡Guerra contra la guerra!, un foto-libro con más de 180 fotografías que mostraban los horrores producidos por el fuego, el acero, el veneno y el gas durante la Primera Guerra Mundial. Escenas ante las cuales, como el propio Friedrich lo decía en el prólogo del mencionado libro, “el tesoro de las palabras” no era suficiente para “pintar correctamente”, por lo que era necesario acudir a “las incorruptibles e inexorables lentes fotográficas”, con el fin de avivar la conciencia cosmopolita de los “seres humanos de todos los países”, de “los pueblos de todas las naciones” (Friedrich, citado en Sánchez, 2000, pp. 20-24). Aclamado por escritores, artistas, intelectuales de izquierda y ligas civiles opuestas a la guerra, este manifiesto fotográfico pronto alcanzó varias ediciones y fue traducido a varios idiomas, reafirmando así la confianza en la influencia positiva que las imágenes podrían tener en la opinión pública (Sontag, 2003, p. 24).

      O si no la confianza, por lo menos la duda con la forma en que los regímenes políticos de entonces ocultaban las atrocidades de la vista de sus poblaciones, con un velo de sombra y silencio, que fue lo que motivó a Bertold Brecht, un consumado crítico de la fotografía, a invitar a los alemanes para que consiguieran el libro de Friedrich y contrastaran en sus páginas los documentos visuales sobre la infamia que allí se mostraba, ya que al hacerlo se podría restituir la verdad que los nacionalismos y sus llamados a “la movilización total” querían encubrir. Pues, mientras, en 1926,

      […] la gente se entretenía con los estereotipos lingüísticos sobre los “horrores de la guerra” –y hacía lo posible para consolarse de inmediato, para no imaginar las cosas mismas de las que hablaba, para empobrecer de hecho toda su capacidad de contarlas– (Didi-Huberman, 2014, p. 17),

      Brecht aconsejaba ver ese montón de cadáveres y cuerpos desfigurados por la guerra, porque contradecían la grandeza de las palabras que hablaban en nombre del esplendor del “pueblo combatiente”. Como lo recuerda Didi-Huberman, lo que ¡Guerra contra la guerra! mostraba no era el triunfo de las palabras, sino su contradicción, el uso deliberado de estas para ocultar la barbarie, desnudado por las imágenes de cuerpos quebrados, mutilados y ofendidos que retaban a los discursos triunfalistas y nacionalistas de la época (2014, pp. 17-19).

      En parte, esta también era la consigna que guiaba el trabajo de ese gran reportero gráfico de origen húngaro-judío llamado Andrei Friedman, más conocido como ‘Robert Capa’. Con una aclaración: si bien Capa pensaba que la guerra era una actividad humana –no un desastre natural, ni un destino inevitable– que “debía ser visualizada en términos humanos” (Linfield, 2010, p. 198; traducción propia), tenía una aversión a fotografiar la impotencia absoluta y la humillación total de las víctimas, actitud que, entre otras cosas, lo condujo a la negativa

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