La barbarie que no vimos. Jorge Iván Bonilla Vélez

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La barbarie que no vimos - Jorge Iván Bonilla Vélez

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lectores avisados sabrán reconocer, en esta apuesta de mirada, las huellas del denominado “método iconográfico” empleado por los investigadores de la historia del arte y, más recientemente, por los estudiosos de la cultura visual, y que en nuestro caso hemos preferido abordar desde una perspectiva menos ambiciosa, al optar por la noción del “doble régimen de la imagen” (Didi-Huberman, 2004). Un doble régimen que convida al investigador a tener en cuenta dos dimensiones: por una parte, lo invita a reconocer, como diría William J. Thomas Mitchell, que la acción de mirar es un acto profundamente impuro, y que las imágenes, como otros vehículos de comunicación, son medios mixtos que, por lo general, van acompañados de palabras, pero también de sentimientos, pensamientos, emociones y escuchas (Mitchell, 2009, pp. 11-13), cuyas interacciones desbordan las barricadas conceptuales que reducen las imágenes al prefijo de lo infra; por otra, lo convida a considerar que las imágenes son seres vivos, que están dotadas de vida propia; valga decir, no son entes pasivos aguardando nuestra interpretación, esperando que las descifremos, puesto que les hacemos algo a ellas, tanto como ellas nos hacen algo a nosotros (2009, p. 99). En nuestro caso, esto lleva a tener en cuenta que la fortaleza o la debilidad de las fotografías de atrocidades que componen este trabajo, la potencia o la fragilidad que las embarga como “vehículos” expresivos en la configuración de la memoria de un pasado reciente que buscamos interpelar a través del fotoperiodismo, no reside únicamente en su relación con la verdad, en la idea de que se trata de imágenes únicas o genuinas de las situaciones que representan. Mirar estas fotos, volver sobre ellas, significa valorar el impacto emocional que estas imágenes producen, la fuerza de su implicación, su capacidad para movilizar sentimientos morales en el investigador, que es a la vez espectador.

      Las imágenes aquí abordadas no sintetizan la totalidad de la guerra en este país. Muchas de ellas no harían parte ni siquiera de una lista de clasificación de la fotografía mejor lograda o de la imagen “correcta” sobre asuntos de dolor, muerte y esperanza por un hecho fundamental: no existe una imagen total, única, que resuma de manera plena la barbarie en Colombia. Pretender encontrarla lleva implícita la remisión a un régimen esencialista de la representación visual, según el cual bastaría una imagen rebosante para reponer cabalmente lo sucedido, como si la guerra hubiese sido una sola, como si hubiera una sola forma de mirar el horror (García y Longoni, 2013, pp. 25-44). Incluso, algunas de ellas son fotografías a las que Roland Barthes les tendría un nombre: son “fotos unarias”, puesto que revelan poco y movilizan un interés vago, ningún pinchazo, nada de sorpresa o, en palabras de este autor, “nada de punctum en esas imágenes” (Barthes, 2009, p. 59), pero cuyo valor reside en que hacen parte de acontecimientos que requieren ser mirados por segunda vez mediante un acto al que John Durham Peters (2001) denomina “atestiguamiento”, que se refiere a esa responsabilidad que tiene el analista-testigo de volver a mirar, de dejarse tocar por eventos que, en un principio, él y otros como él, pasaron de largo, con el fin de que estos reingresen en la esfera pública y sean objeto de reflexión y debate.

      Hablamos de una condición retroactiva que implica volver sobre imágenes de atrocidad, con el fin de preguntarles por un significado diferente al que alguna vez tuvieron, en un ejercicio en el que el pasado reciente y el presente se conjugan para brindar una aproximación, ojalá crítica y renovada, a los desastres humanos que en su momento no supimos, no quisimos, o no pudimos enfrentar (Lara, 2009). Un ejercicio al que Hannah Arendt llama “dominar el pasado”, y que se refiere, no al hecho de que el pasado no se repita en el presente, sino a la posibilidad de interrogar cómo fue posible que cosas como estas –los horrores de la guerra– sucedieran y de retornar a la memoria de lo que allí ocurrió, por medio de historias bien narradas (Arendt, 1990, p. 31). Solo que aquí no se trata de regresar a lo sucedido a través de las narrativas propiciadas por la literatura, el arte, la poesía o el testimonio verbal a las que aludía Arendt, sino mediante fotografías periodísticas, imágenes documentales que, como los relatos, también pueden producir sentido, revelar asuntos importantes de la vida moral de una sociedad y ayudar a construir una mirada crítica respecto a lo que nos ha ocurrido como sociedad.

      En los estudios sobre el conflicto armado y la memoria de este país, el deber de recordar, el compromiso de debatir y la necesidad de otorgarle legibilidad a aquello que nos duele, a lo que no supimos ver o no quisimos ver, a lo que hoy intentamos superar –la guerra– implica también hacerlo a través de las imágenes. No obstante, es preciso reconocer el débil interés que aún muestra la teoría social en Colombia por los dispositivos de la imagen,2 sobre todo si estos están en cabeza del periodismo o los medios de comunicación, ámbitos frente a los cuales sigue existiendo un “mal de ojo” intelectual (Martín-Barbero, 1996), que asume que toda crítica de la imagen mediatizada consiste en hacer evidente la manipulación, la sospecha y el engaño; que señala que cualquier aproximación a lo visual-masivo como medio para dar testimonio de los eventos terribles de la guerra puede terminar en una fascinación imbécil; o que juzga que el horror solo puede ser abordado desde del dogma de lo indecible, lo irrepresentable, lo inimaginable.

      Como dice Andreas Huyssen, “el terror, la degradación, la desubjetivación y la destrucción de lo humano pueden y deben ser imaginados, pueden y deben ser dichos, pueden y deben ser representados en imágenes y en palabras” (2009, p. 20). A esto apunta el epígrafe arriba mencionado a propósito del mito de la Medusa, en el que Perseo logra vencer al monstruo sin mirarlo a los ojos, viéndolo a través de su reflejo en el escudo que portaba. Agrega Siegfried Kracauer:

      Quizás el mayor logro de Perseo no fuera cortar la cabeza de la Medusa sino superar sus miedos y mirar su reflejo en el escudo. ¿Y no fue precisamente esa proeza lo que le permitió decapitar al monstruo? (1989, p. 374).

      Este libro es el resultado de un largo viaje que culminó con mi tesis doctoral.3 En él confluyen múltiples voces y variadas escuchas. Agradezco muy especialmente a mi director de tesis, el maestro Jesús Martín-Barbero, de quien he aprendido en todos estos años a mirar por los lugares del “entre” y a reconocer la fuerza del prefijo “re”. Espero que estas páginas contengan la fuerza y la generosidad de sus enseñanzas.

      Quiero agradecer también a mis profesores del doctorado en Ciencias Humanas y Sociales de la Universidad Nacional, Oscar Almario, Jorge Márquez y Álvaro Andrés Villegas, porque en sus cursos –y con sus lecturas– se cotejaron ideas precedentes y surgieron otras nuevas. Algunos de mis amigos y colegas me concedieron momentos de su tiempo para hablarles de mi trabajo, y de vuelta recibir algunas de sus sugerencias: Catalina Montoya Londoño, Camilo Tamayo Gómez y Daniel Hermelín Bravo están entre ellos. A la Universidad EAFIT le agradezco la paciencia, el apoyo y el tiempo que me otorgó para cumplir con mis deberes de investigación y escritura. A Julián Gutiérrez Ramírez le debo mi gratitud por el trabajo de recopilación de las imágenes, una tarea de archivo que llevó a cabo con criterio y eficiencia. A Myriam, quien fue lectora atenta de este trabajo, mis gracias infinitas, además de mi cariño. A Manuela y Camila, mis hijas, porque sus voces me alentaron a no desfallecer ante las escenas de dolor y de tristeza que conforman este trabajo. A ellas, estas palabras de mi afecto.

      ¡Oh sufrimiento terrible de ver para los hombres!

      ¡El más terrible de los que he conocido! ¿Qué locura te dominó, infeliz?

      ¿Qué divinidad se lanzó de un salto mayor que los más largos sobre tu triste destino? ¡Ay!, ¡ay!, ¡desgraciado!

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