La barbarie que no vimos. Jorge Iván Bonilla Vélez

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La barbarie que no vimos - Jorge Iván Bonilla Vélez

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durante las dos últimas décadas del siglo XX y la primera del XXI, que corresponden a los años del mayor envilecimiento y degradación de la guerra en Colombia. Con una aclaración: el propósito de este texto no es analizar cómo informó y con qué imágenes lo hizo cada uno de los medios que aquí confluyen, ni tampoco elaborar un análisis comparativo de sus fotos, sino encontrar esas señales, singularidades, síntomas, encuadres, convenciones que están presentes o ausentes de dichas fotografías, en un ejercicio analítico que, siguiendo a Georges Didi-Huberman (2008, p. 26), implica ejercitar un “arte de equilibrista”, que consiste en transitar por el espacio intersticial de sus singularidades, movimientos e intermitencias.

      El resultado de este interés es un trabajo que transcurre en dos apartados de cinco capítulos cada uno. En la “Parte 1” se problematiza el lugar de la imagen fotográfica en el marco de las continuidades, transformaciones y rupturas que se han producido en el campo visual de las sociedades modernas y en los procesos de mediatización de los horrores contemporáneos. Los capítulos que conforman este apartado traspasan las fronteras de la atrocidad en Colombia, puesto que se inscriben en una discusión conceptual no solo sobre la cobertura fotográfica de las guerras, sino también acerca de las consecuencias que tienen las imágenes para propiciar la actuación colectiva o el adormecimiento moral, de sus capacidades para alentar una acción política eficaz o para anestesiar las conciencias; aludimos a un debate que nos transporta a una larga tradición teórica relacionada con el lugar que ocupa lo visual y la llamada “cultura de masas” en el pensamiento crítico y con el modo en que la modernidad nos ha convertido en espectadores a distancia del sufrimiento ajeno.

      Susan Sontag, una de las intelectuales más acuciosas en alertar sobre el dominio de las imágenes en las sociedades que vivimos, es nuestra guía en este trayecto. Acudir a Sontag permite situar los primeros cinco capítulos del libro en una vieja, pero siempre renovada disputa entre palabra e imagen, pensamiento y visión, narración y mirada, acción y distancia, que ha prevalecido en la cultura occidental y en la teoría crítica de la sociedad. Retomar sus planteamientos posibilita ofrecer algunas claves de interpretación para enfrentar el interrogante de por qué en este país no vimos la barbarie; y es también la oportunidad para entablar un diálogo crítico y fructífero con ella.

      La “Parte 2” tiene la intención de regresar sobre algunos acontecimientos de la barbarie nacional, vistos a la luz del fotoperiodismo, con el fin de que estos ingresen de nuevo en el dominio público y, por esta vía, preguntarles por derechos, memorias, reclamos, lamentos, duelos, relaciones o huellas que vuelvan a interpelar nuestra atención. Para esto, los capítulos que conforman esta parte recorren varias direcciones: por un lado, se trata de examinar si el meollo del problema, la crítica a las fotografías que allí comparecieron, descansaría en la idea del exceso o la repetición, como en el caso de las masacres de civiles, o en los modos en que estas imágenes prestaron atención, esto es, la manera en que estas configuraron una política visual acerca de las “víctimas no identificadas” de los masacrados en Colombia; por otro, el interés es problematizar algunas atrocidades cuya violencia no hay que buscarla en el centro de la fotografía, sino por fuera de ella, una situación que le exige al investigador hacer un viaje por fuera del marco de la imagen para luego regresar, que es lo que ocurre, por ejemplo, con algunas fotografías que muestran a los perpetradores en situaciones cotidianas, o con algunos momentos que presentan el antes de las víctimas o el después de horror. Así mismo, se cotejan algunas representaciones visuales de la barbarie nacional que tomaron otros caminos: o bien el de la connotación icónica, porque se trata de imágenes –símbolos de la crueldad de la guerra– que nos obligan a pensar con qué frecuencia las hemos visto antes en la memoria visual de la cultura occidental, como es el caso de las fotografías de Ingrid Betancourt o de los policías y soldados en cautiverio a manos de las FARC en las selvas del sur del país; o el camino de la euforia tecnológica producida por las máquinas “inteligentes” de matar y su lógica visual asociada a un triple ahorro: los cuerpos muertos, las imágenes de sufrimiento y la complejidad moral hacia los caídos, que es a lo que apuntan las imágenes operacionales que muestran los “triunfos” del Estado contra el enemigo; o aquel que sigue la ruta de la opacidad y el ocultamiento de los horrores de la guerra, por cuanto la “verdad” revelada por las imágenes que conforman este trayecto está sujeta a las trampas del mimetismo, a la sustracción o el trucaje de hechos, identidades, cuerpos y circunstancias, que es a lo que se refieren las fotografías de la desaparición forzada y de las ejecuciones extrajudiciales en el país, conocidas como los “falsos positivos”. Retornar a estos hechos de un pasado reciente de atrocidad tiene el propósito de regresar a ellos, pero “con otros ojos” (Lara, 2009).

      ¿Cómo interrogar a estas imágenes? Dos precisiones metodológicas antes de continuar. Este trabajo aborda reportajes gráficos e imágenes de prensa tomadas por fotorreporteros cuyas producciones asumen pocas veces la paciencia, el tiempo o la creatividad de la imagen en su relación con el sujeto, el objeto o la situación fotografiada. Las fotografías que aquí concurren no han traspasado, en su mayoría, las fronteras de la prensa diaria para recaer en los circuitos del arte, en los modos en que el arte interpela –v. g. con los usos documentales de la fotografía– al espectador en asuntos de dolor, barbarie y sufrimiento desde perspectivas más sensibles, pausadas o de ruptura. Nuestra pretensión es más prosaica, si se quiere, y el desafío acaso más provocador, pues estamos sumergidos en un terreno donde acecha el riesgo del exceso y la repetición: vista una foto, vistas todas. Que las imágenes de las que está hecho este trabajo no sean imágenes artísticas no significa, sin embargo, que no podamos dialogar con el arte, dejarnos interrogar por este, pues también en el fotoperiodismo se pueden vislumbrar la historia de las formas, los problemas de lo estético, las prácticas de la cultura, la densidad de lo simbólico, no solo la inmediatez de lo real.

      La otra decisión tiene que ver con algo que plantea la crítica cultural Mieke Bal sobre los estudios que se centran en las intencionalidades del artista o del creador, para entender el significado de sus obras, como si hablar de la “intención” fuera la culminación de cualquier estudio que examina lo visual, como si hacerlo garantizara la explicación plena, la narración exacta, la autoridad del argumento contra cualquier posibilidad de distracción del espectador (Bal, 2009, pp. 323-364). Como dice Bal, la agencia de las imágenes, su capacidad para “hacerle” algo a alguien, es un asunto que supera, pero no anula, la tarea dirigida a proporcionar datos sobre las intencionalidades del artista o, en nuestro caso, del fotógrafo, lo cual invita a asumir sus producciones como objetos que “ocurren” cuando son observados, en un proceso que implica narrativamente al espectador con el acto de ver las imágenes (2009, pp. 353-358).

      Afirma Didi-Huberman que saber mirar una imagen no es algo dado. Una manera –un método, quizá– para hacerlo lleva a reconocer el doble régimen del que están hechas las imágenes, pues estas no son ni ilusión pura, ni toda la verdad, sino espacios de cruce, zonas de litigio, lugares de intermitencias, territorios inestables (Didi-Huberman, 2004, pp. 83-135). Intersticios que invitan a trasladarse hacia la superficie de su “marco”, con el fin de identificar los objetos, las situaciones, los temas, las personas que comparecen en el episodio de una foto, de prestar atención a los pequeños detalles que aparecen en su cuadro o que se excluyen del mismo –esos puntos ciegos que develan sus silencios o sus significados ocultos (Burke, 2008)– para luego desplazarse en otras direcciones. ¿En cuáles? Por ejemplo, en la ruta de sus convenciones narrativas, de sus gestos, planos, encuadres, movimientos, fórmulas dramáticas y prácticas de composición; en los trayectos que nos lleva ya sea hacia su vecindad con otras imágenes con las cuales estas dialogan, se superponen o discuten, o hacia su cercanía con las palabras (títulos, subtítulos, pies de foto); o en la dirección de sus contextos, esto es, de las circunstancias bajo las cuales ellas se producen,

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