La barbarie que no vimos. Jorge Iván Bonilla Vélez

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La barbarie que no vimos - Jorge Iván Bonilla Vélez

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del “marco” nacional, con la esperanza, luego, de regresar.

      ¿Cómo podemos mostrarles el Napalm en acción? ¿Y cómo podemos mostrarles el daño causado por el Napalm? Si les mostramos fotos del daño causado por el Napalm cerrarán los ojos; luego cerrarán los ojos a la memoria; luego cerrarán los ojos a los hechos, luego cerrarán los ojos a las relaciones que hay entre ellos. Si les mostramos una persona herida con quemaduras del Napalm, herimos sus sentimientos. Si herimos sus sentimientos sentirán como si hubiéramos probado el Napalm sobre ustedes, a sus expensas. Solo podemos darles una débil demostración de cómo funciona el Napalm

      Harun Farocki, del documental Fuego inextinguible

      En Sobre la fotografía, Susan Sontag dibuja su primer malestar con el realismo de la imagen fija, con la idea de que la fotografía puede acortar la distancia con la realidad, al ponerla a nuestro alcance, al hacer de lo real un acto de no intervención por cuenta del registro fiel e inmediato de los hechos. Es un malestar que viene desde lejos. Como se sabe, la tecnología de la fotografía nació en un siglo, el XIX, en el que el mandato del realismo y el naturalismo en las ciencias y las artes comenzó a imperar como ruta privilegiada para acceder a la “verdad” a través del frenesí de lo visible, de aquello que pudiera ser comprobado mediante la observación empírica (Freedberg, 1992; Burke, 2001; Jay, 2007). La cámara fotográfica respondió a este mandato, al sueño de que una invención tecnológica condujera a una verosimilitud mayor del mundo, debido a su habilidad para “registrar un instante de la realidad tal como realmente sucedió”, de ser un “espejo” de la naturaleza (Jay, 2007, p. 101) y de ponerla “al alcance de cualquier ser humano” (Carey, 2009, p. 36). Desde temprano, esta se ofreció como un medio conveniente, económico y de fácil acceso, que las personas podían usar para participar en la ampliación de los campos visual y civil de la sociedad (Azoulay, 2008, pp. 85-93), para alimentar la complacencia por lo verdadero; lo que, por cierto, también despertó la prematura desconfianza de los críticos que, como el poeta Charles Baudelaire, veía en la obsesión por lo “real” de la fotografía el emblema de la decadencia estética, de la corrupción de la belleza, la sospecha de que, a diferencia del arte, esta estuviera al alcance de cualquiera, de gente ordinaria que además podía desplazar su posición: a veces ser el fotógrafo, otras veces lo fotografiado, en el marco de una movilidad igualadora que no estaba permitida en el arte, en donde no cualquiera podía llegar a ser pintor, escritor o poeta (Berman, 1988, pp. 129-173).

      A su manera, Sontag se inscribe en esta indisposición. Por eso su molestia alude a una tensión mayor que ella encuentra en la naturaleza misma de la imagen fotográfica, en su capacidad para congelar un momento preciso de una acción: la de ser apariencia, pero a la vez ausencia; la de ofrecernos la realidad tal cual es, pero no su comprensión; la de mostrarnos una imagen del mundo, pero sin una narración que explique su funcionamiento (Sontag, 1996, p. 33). Una molestia que ya había sido anticipada por Siegfried Kracauer al referirse al impacto espacializador de la fotografía como “una barrera para la auténtica memoria, por más que pareciera servirle de ayuda” (Kracauer, citado en Jay, 2007, p. 108). Hablamos de la tensión entre saber y emoción, entre lo que sabemos y lo que vemos, cuyo preámbulo se puede rastrear a propósito de un comentario de Sontag a las imágenes que el fotógrafo ruso Roman Vishniac hizo de la vida diaria de los judíos en los guetos de las ciudades polacas de Lodz y Varsovia en 1938. Para ella, la reacción ante estos documentos fotográficos, “se ve abrumadoramente afectada por el conocimiento de que esa gente no tardaría en perecer” (Sontag, 1996, p. 75). Es un saber que se asienta en el hecho de que el horror y el dolor de las fotografías de Vishniac, y de tantos otros fotógrafos (algunos de ellos al servicio de los perpetradores) y fotorreporteros que capturaron escenas sobrecogedoras de personas en situaciones cotidianas, en lo que el escritor austriaco-judío Hans Maier, más conocido como ‘Jean Améry’, llamaba la “sala de espera de la muerte” (Améry, 1984, p. 36), no hay que buscarlos en el marco mismo de la imagen, sino por fuera de él.

      Este capítulo pretende aclimatar un primer debate en torno al poder de las imágenes fotográficas, concretamente alrededor de la idea de que mostrar las atrocidades de la guerra, hacer evidente su realismo y su crueldad, lleva a conocer mejor nuestra historia, a luchar contra el olvido y generar mayores niveles de crítica democrática, ya que cuando el horror es lo bastante vívido, conduce a las personas a entender que la guerra es una estupidez. Un planteamiento con el que Sontag no está de acuerdo. Para esto, partimos de un breve recorrido por las motivaciones que llevaron a intelectuales, escritores y periodistas de una época anterior a la de Sontag a considerar que mostrar los horrores de la guerra era una razón más que suficiente para movilizarse en contra de la misma. ¿Estaban realmente equivocados? Luego, se pone en juego la crítica de Sontag, para quien las imágenes por sí solas no bastan para motivar una acción y un discurso político eficaz frente a la guerra, a no ser que estas cuenten con un espacio político e ideológico propicio que las haga hablar, que les otorgue un nombre; un anhelo que no ha sido posible ni en todas las épocas, ni en todos los lugares. El capítulo cierra con la inquietud de qué pudo sucederles a esos espacios que en otros momentos dieron lugar al vínculo entre la imagen intolerable y la conciencia de la realidad, y que fundaron la confianza en ese uso militante de la imagen política, que nos advierte que primero hay que “darse cuenta” para después “actuar” o, mejor, que el conocimiento es una condición anterior a la acción. La epifanía negativa de Sontag sobre un antes y un después de nuestras relaciones con la imagen se vislumbra clave para esto.

      Veinticinco años más tarde de haber elaborado sus primeros planteamientos sobre la naturaleza realista de la fotografía, Sontag vuelve sobre estos. En Ante el dolor de los demás, un libro que surgió luego de que la escritora fuera invitada a impartir la cátedra Amnesty, de la Universidad de Oxford, en febrero de 2001, la inquietud inicial sobre el realismo de la imagen fotográfica para mostrar hechos crueles y desagradables reaparece en los pensamientos de Sontag, esta vez al comparar dos instancias de “verdad”: la pintura y la fotografía. Con este propósito, ella hace un largo viaje que la lleva hasta Los desastres de la guerra, la serie numerada de 83 grabados realizados por Francisco de Goya entre 1810 y 1820, que evoca las barbaridades que cometieron los soldados de Napoleón al invadir España en 1808. Para Sontag, el hecho de que las atrocidades representadas por Goya “no hayan sucedido exactamente como se muestra –digamos que la víctima no quedara exactamente así, que no ocurriera junto a un árbol– no desacredita en absoluto Los desastres de la guerra” (2003, p. 58). Esto es así porque la pintura busca evocar, su pretensión es sugerir “que sucedieron cosas como estas”, pero su cometido no es ofrecer evidencias de lo que allí sucedió. Esto último es lo que se supone hace la fotografía, que no evoca, sino que muestra, porque las suyas, “a diferencia de las imágenes hechas a mano, se pueden tener por pruebas. Pero, ¿pruebas de qué?” (2003, p. 58).

      La travesía que motiva a Sontag a responder este interrogante y, por lo mismo, a cuestionar más fuertemente el realismo de la imagen, a tomar partido en la tensión entre lo que sabemos y lo que vemos, es otra distinta a la anterior. Es aquella que la instala en un debate con la escritora Virginia Woolf. En el primer capítulo de Ante el dolor de los demás, Sontag formula algunos comentarios a las

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