La barbarie que no vimos. Jorge Iván Bonilla Vélez

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La barbarie que no vimos - Jorge Iván Bonilla Vélez

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interviniera en la guerra de Corea (1950-1953) no se debió a la ausencia de imágenes que mostraran las pruebas irrefutables de su devastación, “en algunos aspectos un ecocidio y genocidio más rotundos que los infligidos en Vietnam un decenio más tarde”. “Pero la suposición es trivial”, agrega. “El público no vio esas fotografías porque no había espacio ideológico para ellas” (Sontag, 1996, pp. 27-28). Al contrario de esta situación, Sontag afirma que fue la comprensión política alcanzada en los años sesenta del siglo XX lo que permitió, a muchos estadounidenses, apreciar como un crimen de Estado las fotografías tomadas por Dorothea Lange de los centros de concentración carcelarios a donde fueron enviados millares de japonesesamericanos residentes en Estados Unidos en 1942, a quienes el Gobierno de ese país señaló como enemigos, tras el ataque japonés contra la base naval de Pearl Harbor en Hawái. En los años cuarenta, agrega, “poca gente habría tenido una reacción tan inequívoca ante esas fotografías; las bases para un juicio semejante –ver esas imágenes como un crimen– estaban cubiertas por el consenso belicista” (Sontag, 1996, p. 27).

      Aquí Sontag propicia un debate interesante: ¿es posible regresar a las imágenes que dan cuenta de una historia de atrocidad sin que esto signifique quedar condenados a reproducir el contexto originario, ser cómplices de la mirada del perpetrador, o permanecer petrificados por los consensos de la época? En la respuesta a este interrogante subyace una importante crítica contra el poder ahistórico de cualquier producción ética y estética, que no viaja únicamente en el pensamiento de Sontag. Igualmente se puede cotejar en la pregunta que se formula Susie Linfield, a propósito del debate suscitado por una corriente de pensamiento del “rechazo”, que asume como problemático volver sobre las imágenes que dan cuenta de un pasado de ignominia, como el Holocausto, por ejemplo, porque hacerlo es re-victimizar a las víctimas, perder la compasión y profanar la memoria de los vencidos. Se pregunta Linfield:

      ¿Por qué una fotografía tomada por un nazi solo puede reproducir lo que los críticos llaman la “mirada nazi”? […] ¿Acaso con el tiempo no podemos mirar esas imágenes de forma crítica y activa en lugar de quedar hechizados por los valores fascistas que había en ellas? (2010, pp. 71-72; traducción propia).

      Porque, tanto la apreciación de Sontag de que a comienzos de los años cuarenta del siglo XX pocos estadounidenses fueron sensibles a las fotografías de los japoneses-americanos encarcelados en Estados Unidos, como la afirmación de Linfield de que, por esa misma época, pocos gobiernos fueron receptivos al sufrimiento de los judíos europeos en los campos de exterminio nazi, proponen otro escenario: ambas controvierten la idea según la cual una imagen –pero al igual un texto literario, una obra de arte– es un sistema autónomo, cerrado e inmutable, una sustancia atemporal y definitiva, cuyo significado está acuñado de una vez y para siempre, al margen de la historia y la sociedad, lo que haría de la interacción entre productores, imágenes y públicos, de la oportunidad de hacerles nuevas preguntas a viejas producciones culturales, o de la posibilidad de sentir, pensar y debatir con otros, actos innecesarios o completamente pasivos.10 En otras palabras, ello conduce a reconocer que las imágenes no existen aisladas, ni viven en limbo de la eternidad. Estas no solo están disponibles por su ajuste intertextual –allí donde el título, la leyenda y el texto rodean el contenido de la imagen–, sino que son leídas de manera activa en el marco de continuidades, desplazamientos y transformaciones que tienen lugar en los procesos históricos y sociales (Campbell, 2004, p. 63).

      Una perspectiva a la que también apunta David Campbell cuando aborda el problema de la conciencia moral en situaciones de linchamiento. En su análisis sobre Without Sanctuary,11 una exposición y publicación fotográfica que tuvo lugar en Estados Unidos en los primeros años de este siglo, y que compiló 4.742 imágenes de afroamericanos sometidos a prácticas de crueldad y sevicia entre 1882 y 1968, Campbell se pregunta si es factible ensayar otras lecturas posibles de imágenes que en su momento no tenían nada de perturbador, al menos no para quienes pertenecían al bando “correcto” de los perpetradores (2004, pp. 56-58). Como en el caso de la política de exterminio adelantada por los nazis, en las fotografías de linchamiento de los negros americanos no había lugar para la congoja, tampoco para la justicia; allí el fotógrafo no era una persona distante, un fotorreportero profesional enviado a cubrir el acontecimiento, sino alguien que formaba parte del grupo que linchaba, lo que hacía más compleja su posición como espectador. Eran, además, imágenes populares. Y lo eran, porque dramatizaban la división radical –racial y de género– sobre la que se apoyaba la supremacía blanca. Hoy, dice Campbell, esas fotografías son leídas en un contexto donde el racismo ha perdido apoyo, y al menos tiene cabida la vergüenza. Son imágenes que han ingresado de nuevo a la esfera pública y, justamente por eso, podemos preguntarles por un significado diferente al que alguna vez tuvieron; lo que por cierto habilita los asuntos de la traducción y la transgresión cultural: las mismas imágenes pueden hacer un trabajo contrario, precisamente porque han cambiado sus condiciones de recepción (2004, p. 63).

      Esto es así porque la representación no llega sola. Esta hace parte de procesos de producción, circulación y consumo que afectan el contenido mismo de la imagen. El problema, para Sontag, es que ser testigo de la atrocidad en estado de ignorancia solo conmociona los sentidos. Por tanto, no es el realismo de la guerra, sino la existencia de un espacio apropiado de formación de la conciencia política lo que posibilita que una fotografía sea interpretada de una manera diferente a la de su contexto original, o tome un rumbo contrario a las intenciones de los perpetradores de la violencia. En su comentario al planteamiento de Virginia Woolf de que la crudeza de las imágenes es una razón suficiente para promover una acción, o una respuesta efectiva en contra de la guerra, Sontag señala que

      […] las fotografías de cuerpos mutilados sin duda pueden usarse del modo como lo hace Woolf, a fin de vivificar la condena a la guerra, y acaso puedan traer al país, por una temporada, parte de su realidad a quienes no la han vivido nunca (Sontag, 2003, p. 20).

      Sin embargo, agrega, “quien acepte que en un mundo dividido como el actual la guerra puede llegar a ser inevitable, incluso justa, podría responder que las fotografías no ofrecen prueba alguna, ninguna, para renunciar a la guerra” (Sontag, 2003, p. 20).

      En la respuesta de Sontag se vislumbra su posición frente a la ambivalencia de la imagen según el contexto de su recepción, esto es, respecto a esa esfera pública que propicia o inhibe la deliberación: “las fotografías de una atrocidad pueden producir reacciones opuestas. Un llamado a la paz. Un grito de venganza. O simplemente la confundida conciencia, repostada sin pausa de información fotográfica, de que suceden cosas terribles” (2003, p. 21). Porque “para los que están seguros de que lo correcto está de un lado, la opresión y la injusticia del otro, y de que la guerra debe seguir, lo que importa es quién muere y a manos de quién”. Para estos, “la identidad lo es todo” (2003, p. 18). De ahí que, para Sontag,

      […] la índole destructiva de la guerra –salvo la destrucción total, que no es guerra sino suicidio– no es en sí misma un argumento en contra de la acción bélica, a menos que se crea (y en efecto pocas personas lo creen en verdad) que la violencia siempre es injustificable, que la fuerza está mal siempre y en toda circunstancia; mal porque, como afirma Simone Weil en un ensayo sublime sobre la guerra, La “Ilíada” o el poema de la fuerza (1940), la violencia convierte en cosa a quien está sujeto a ella. No –replican quienes en una situación dada no ven alternativa al conflicto armado–, la violencia puede exaltar a alguien subyugado y convertirlo en mártir o en héroe (2003, pp. 20-21).

      Al fin y al cabo, el largo camino recorrido por las imágenes fotográficas no solo las ha puesto en la ruta de los movimientos pacifistas, como pensaba Woolf, sino también al servicio de la propaganda, a la servidumbre de un amplio abanico de operaciones políticas y militares que han

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