La barbarie que no vimos. Jorge Iván Bonilla Vélez

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La barbarie que no vimos - Jorge Iván Bonilla Vélez

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a la fascinación, luego al acostumbramiento y finalmente a la indiferencia o la impotencia. Un problema que apunta a la “apariencia de participación” que fomenta la fotografía, situación que, por una parte, posibilita que un acontecimiento conocido mediante imágenes adquiera más realidad de la que jamás hubiera soñado; pero, por otra, produce un efecto contrario: de tanto reiterarse, ese acontecimiento se desgasta, pierde realidad, deja de ser auténtico (1996, pp. 20-21). Así, Sontag señala que “el vasto catálogo fotográfico de la miseria y la injusticia”, las fotografías tantas veces repetidas de los campos de exterminio –esas que ella vio por primera vez en 1945, cuando el mundo apenas despertaba a las atrocidades cometidas por los verdugos de la Alemania de Hitler– terminaron por anestesiar la experiencia de la atrocidad, porque normalizaron lo terrible y pusieron el horror en los límites de la comprensión, “volviendo más ordinario lo horrible, haciéndolo familiar, remoto” (1996, p. 30). De modo que si en “la época de las primeras fotografías de los campos de concentración nazis, esas imágenes no eran triviales en absoluto”, décadas después “quizá se haya llegado a un punto de saturación” (1996, p. 30). Lejos de cambiar el mundo, son imágenes que han trabajado en un sentido contrario: estas han adormecido la capacidad emocional de los pasivos espectadores frente a las catástrofes humanas, en una mezcla de exceso y entumecimiento que ha dado lugar a una “fatiga de la compasión”, un término que más adelante retomamos.

      Este capítulo afronta las anteriores preocupaciones, pero inscribiéndolas en un debate más amplio sobre la imagen. Se inicia con un breve recorrido que plantea que la tesis del efecto analgésico de las imágenes a la que Sontag se refiere no es un tema nuevo; esta es una idea de más larga duración, que es preciso examinar en una doble dirección: por un lado, hace parte de un pensamiento que ha asociado la repetición de las formas simbólicas de la experiencia humana con el declive de la acción colectiva o, en todo caso, con la insensibilización de nuestra capacidad de reacción cuando el placer se apodera de la contemplación y la distancia se adueña de la realidad; y, por otro, es una tesis que ha estado vinculada a un litigio más complejo sobre cómo y desde dónde asumir la autenticidad, la originalidad y la respuesta correcta del espectador en una cultura moderna circundada por imágenes. Posteriormente, se propone una sucinta discusión sobre algunos de los temores más frecuentes en torno a la demasía de las imágenes, esto es, al hecho de que la repetición sea asumida, por algunos críticos de la cultura visual, tanto como un menoscabo de la autenticidad, como una partera del vicio, la indiferencia y la corrupción de la mirada, que es otro modo de encarar la discusión sobre el efecto narcotizante de la imagen. Por último, se aborda la autocrítica de Sontag respecto a sus planteamientos iniciales acerca de la pérdida de poder de la imagen fotográfica debido a su saturación, una reconsideración que algunos de los teóricos de la imagen que frecuentan citar a Sontag no se percataron, o no leyeron con cuidado.

      En la crítica inicial de Sontag al modo en que las fotografías del Holocausto normalizaron lo terrible subyace la tesis del efecto analgésico de las imágenes. Según esto, la repetición constante de fotografías de sufrimiento no necesariamente fortalece la conciencia o la compasión del espectador, sino que, por el contrario, pueden llevarlo a la corrupción de la mirada, al consumismo inocuo y, por aún, a una adicción pasiva de las imágenes (Sontag, 1996, p. 29). Algo que, por cierto, nos recuerda la larga marcha del ilusionismo, esa experiencia fundacional con lo sensible y lo intangible, a la que nos remite la “Alegoría de la caverna” de Platón: dejarse engañar por medio de las imágenes o, en cualquier caso, narcotizarse con ellas (Huyssen, 2009; Machado, 2009). Y cuyas causas se pueden cotejar en varias afirmaciones que recorren Sobre la fotografía: por ejemplo, en la compulsión al exceso, las apariencias y la curiosidad sin consecuencias, que son comunes al capitalismo contemporáneo (Sontag, 1996, p. 33); en “la supresión gradual de los escrúpulos” y la disminución de la tolerancia a lo grotesco, propia del arte moderno, lo que “refuerza la alienación” e “incapacita las reacciones de la vida” (1996, p. 48); en la confusión de la realidad producida por el realismo fotográfico, “que resulta (a largo plazo) moralmente analgésica y además (a corto plazo) sensorialmente estimulante” (1996, p. 112); en fin, en el “consumismo estético al que hoy todos son adictos” (1996, p. 33).

      Esta es una ansiedad que tiene una larga historia. En su lomo cabalga la idea de que la sobrecarga de imágenes y la normalización del evento perturbador por cuenta de la visión reiterada de este conducen a la insensibilización del espectador (Cohen, 2005, pp. 204-211). Susan Sontag ha sido una de las intelectuales más acuciosas para alertar sobre esta situación, pero no la única. A finales de la década de los cuarenta del siglo anterior, dos reconocidos investigadores de la tradición funcionalista liberal, Paul Lazarsfeld y Robert Merton, ya habían incursionado en las mismas preocupaciones de Sontag. En un texto clásico, dedicado a estudiar las funciones de los medios de comunicación en la integración social y en el establecimiento del consenso a favor del cambio social dirigido, ambos aludían a un efecto no estimado de la información masificada, a una consecuencia social de los mass-media que, en su entender, había pasado hasta entonces desapercibida; o “al menos, ha recibido muy pocos comentarios explícitos y, al parecer, no ha sido sistemáticamente utilizada para promover objetivos planificados. Cabe darle la denominación de disfunción narcotizante de los mass-media” (Lazarsfeld y Merton, 1985, p. 35). Con este nombre, los autores se referían a los desarreglos producidos por el constante suministro de información que “puede suscitar tan solo una preocupación superficial por los problemas de la sociedad” y, en consecuencia, “servir para narcotizar más bien que para dinamizar al lector o al oyente medio”, puesto que “a medida que aumenta el tiempo dedicado a la lectura y a la escucha, decrece el disponible para la acción organizada” (1985, p. 35). Según esta perspectiva,

      El ciudadano interesado e informado puede felicitarse a sí mismo por su alto nivel de interés e información, y dejar de ver que se ha abstenido en lo referente a decisión y acción […] Llega a confundir el saber acerca de los problemas del día con el hacer algo al respecto. Su conciencia social se mantiene impoluta. Se preocupa. Está informado, y tiene toda clase de ideas acerca de lo que se debiera hacerse, pero después de haber cenado, después de haber escuchado sus programas favoritos de la radio y tras haber leído el segundo periódico del día, es hora ya de acostarse (Lazarsfeld y Merton, 1985, pp. 35-36).

      Años antes, a principios del siglo XX, el sociólogo alemán Georg Simmel ya había alertado sobre algo parecido cuando se refería a tres dimensiones básicas que la vida moderna había desatado. Una de ellas era el anonimato, o esa pérdida del vínculo social y de las creencias compartidas, resultado de los procesos de urbanización y masificación de la existencia; la otra era el aumento en la libertad, que comenzaban a experimentar de un modo más abstracto los individuos de las grandes ciudades, lo que, entre otras cosas, les permitía a estos recurrir a distinciones cualitativas para llamar la atención, distinguirse y diferenciarse de los demás, ya fuera por las vías de la educación, el gusto, el refinamiento, la clase o la excentricidad; y la tercera era lo que Simmel denominaba la actitud blasé: esa “disposición desatenta” del citadino para sobrevivir en medio de la sobreinformación que la ciudad produce; esa “actitud de reserva”, indiferencia y hartazgo propia del espíritu moderno que, al decir de Simmel, arrastra a los ciudadanos de las urbes a vivir en una especie de “trance urbano”, esto es, a ser selectivos, a prestar atención a aquellas cosas que tienen un interés particular para la construcción de su personalidad individual, luego de ser bombardeados por una cantidad de estímulos visuales y auditivos provenientes de la vida urbana (Simmel, 1986, pp. 5-10).

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