Dioses del fuego. Fabio Martinez

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Dioses del fuego - Fabio Martinez

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le podía creer nada. Lo cierto era que estábamos en tercero y entre los compañeros teníamos nuestros mejores amigos. Pero el mío estaba súper enamorado de la Flaca Acosta.

      Ese mismo año Franki Porta llegó al pueblo y a la escuela. Venía de la ciudad. Por lo general los pibes que llegaban de la Capital traían el pelo largo, piercings en las cejas y pantalones anchos que se les caían y tenían que levantarlos a cada rato. Pero Franki usaba el pelo corto y su vestimenta era discreta. Lo que me llamó la atención fueron sus grandes ojos marrones claros, bien claros, tanto que parecían transparentes.

      Franki se sentó conmigo. Creo que los primeros días apenas abrió la boca para saludar a la entrada y despedirse a la salida. Según Tyson y los vagos del fondo, era maricón. Porque cuando el director Musso caminaba por los pasillos o entraba al curso y el silencio se adueñaba del lugar, Franki temblaba, cerraba los ojos y se llevaba las manos a los oídos.

      La verdad es que el director era un hijo de puta. Su nombre verdadero era Rivas y le decíamos Musso por Mussolini, ya que manejaba la escuela como si fuera un cuartel o, en el peor de los casos, una cárcel. Según los de quinto, a un compañero que tiró una bombita de olor en la cantina, Musso lo encerró en la dirección y le metió una piña en la boca del estómago que lo dejó sin aire, de rodillas en el suelo. También se decía que en su oficina había fotos de Menéndez y Videla, y que tomaba café en una taza que tenía impresa la esvástica. El alumno que pisaba por segunda vez la dirección era expulsado.

      Yo también creía que había algo raro en Franki. Cada vez que pasaba el avión fumigador de los Romero y corríamos al medio del patio para saludar al piloto, Franki era otro. A pesar de ser callado y tímido, saltaba con nosotros, levantaba los brazos y gritaba de manera desaforada hasta que el avión se perdía en el horizonte.

      Recuerdo que fue un lunes, en el recreo de las diez, que me animé a preguntarle a Franki por qué le tenía tanto miedo a Musso. Dio muchas vueltas y tanto le insistí que me contó. Me dijo que tenía que ser un secreto y me hizo jurar por mi familia entera que no me iba a reír.

      No es Musso, es el silencio. Eso me da miedo, dijo. Trató de explicarme que cuando nos quedábamos callados escuchaba susurros, voces, gritos, y sentía que de las paredes y rincones surgían formas extrañas.

      Pensé en contárselo a Tyson, para que nos burláramos un rato, pero me di cuenta de que era mala idea. Franki era el único que me acompañaba a la cantina y se pasaba los recreos a mi lado mirando a las chicas de quinto «A», mientras los pibes del fondo jugaban a los luchadores libres como si tuvieran cinco años.

      Creo que después de ese recreo y gracias a mi discreción, Franki y yo dejamos de ser solo compañeros para convertirnos en amigos. Un par de veces lo llevé a casa y comimos junto a mi tía, que lo miraba de manera rara. Para mí que le quería preguntar algo y no se animaba.

      En otoño ya éramos inseparables.

      Los del fondo decían que éramos pareja.

      Unos días antes de que empezaran las vacaciones de invierno, Franki me invitó a almorzar a su casa. Fuimos después de la escuela. El colectivo nos dejó sobre la ruta. La cruzamos y nos adentramos por un camino de tierra. Los árboles tenían las hojas secas. Avanzábamos y los vehículos que pasaban por la ruta sonaban como bólidos metálicos cada vez más lejanos. A mitad de camino había una casa destruida. Sólo quedaba el marco de la puerta y un pedazo de pared. En la parte de adelante, un aljibe viejo emanaba olor a agua podrida. Miré el cielo y las nubes se volvieron más grises y más grandes y el día se oscureció. Un viento frío nos despeinó y los ojos de Franki cambiaron de color. Se lo notaba agitado y traspiraba. Le pregunté si se sentía bien, no contestó. Observó la casa, el aljibe, el piso y caminó más rápido. Se adelantó y justo al frente de los escombros corrió. Sus zapatillas levantaron una pequeña polvareda y lo vi alejarse. No sé si fueron minutos o apenas segundos los que permanecí paralizado sin saber qué hacer. Otra vez miré la casa y sentí que había alguien más. Que alguien estaba escondido detrás de esa pared semidestruida, agazapado, vigilando, esperando. Creí ver una sombra que se formaba en el piso y un escalofrío me recorrió la espalda entera. Recién en ese momento reaccioné y corrí. Corrí lo más rápido que pude.

      Llegué agitado. Franki estaba en la puerta.

      ¿Qué pasó?, le pregunté.

      No quiero hablar, dijo y entró.

      La casa de Franki era vieja y por mucho tiempo nadie la había habitado. Los techos eran altos y las habitaciones y puertas, inmensas. La madre me saludó de manera efusiva. Me dio un beso en cada mejilla. Estaba recién bañada y su pelo olía a manzanilla. Todavía estaba asustado pero la madre tenía una sonrisa tan espléndida e irradiaba tanta calidez que de a poco el miedo se me fue yendo y pensé que había sido otra de las locuras de Franki.

      Antes de almorzar pasamos a la pieza y escuchamos a volumen alto un Cd de Ataque 77. Me recosté en la cama y revisé la mesa de luz. Había un par de revistas Muy interesante que hablaban sobre casos de telequinesis y otra sobre portales místicos. En el cajón encontré varias cajas de pastillas.

      ¿Y esto?, grité.

      Franki bajó un poco el volumen y dijo:

      Me las dio el psiquiatra. Por las voces y las sombras. Te conté ya.

      ¿Y sirven?

      Me adormecen la boca y hay días que tengo mucho sueño, dijo y volvió a subirle al equipo.

      Almorzamos milanesas con puré. La madre nos sirvió, se sentó junto a nosotros y no comió nada. Ella solo hablaba y tejía. Sobre un sillón dejaba las prendas terminadas. Había varios pulóveres y bufandas. Los hacía para una señora que los fines de semana los vendía en una feria.

      Levantamos la mesa y nos fuimos al fondo. El patio era inmenso. Jugamos un rato con la pelota, nos dimos unos cuantos pases hasta que la cosa se puso aburrida y le dije a Franki que fuéramos al bosque.

      Nos metimos por un sendero angosto. En el camino, Franki me contó que la casa donde vivían era de su tío y que se la había prestado a su madre. Que el padre se quedó sin trabajo y no conseguía nada. Entonces vinieron a este pueblo y alquilaron la casa de la ciudad.

      Después de varios minutos escuchamos algunas voces y nos detuvimos. A unos cien metros cinco hombres rodeaban un árbol. Nos sentamos en unas rocas y Franki me señaló a su tío. Era un tipo alto y flaco. Llevaba una gorra roja, daba las órdenes. Los otros tenían cascos amarillos y uno de ellos encendió la motosierra. El ruido se volvió ensordecedor. Varios pájaros levantaron vuelo desde las ramas y cruzaron el cielo. Tardaron varios minutos en cortar el primer árbol. Intentaban con la motosierra, se detenían y sacaban pequeños troncos. Volvían a intentar y, otra vez, se detenían para repetir la acción. El tronco parecía resistirse con gran dignidad pero al final alguien gritó, los hombres corrieron hacia atrás y el árbol cayó. Era imponente ese momento. La madera se partía, las ramas se quebraban. El árbol, un gigante herido, se derrumbaba de lleno sobre el bosque. El sonido adquiría cada vez más intensidad, como si fuera una implosión que quedaba latente por varios segundos.

      Pasamos la tarde entera en esas rocas. Nos fuimos cuando el viento se volvió helado. Un pequeño claro se formó alrededor de los leñadores.

      En la casa de Franki, el padre había llegado. Estaba en el patio, limpiaba una escopeta. Me estrechó la mano sin fuerzas. Parecía ido o demasiado concentrado en los caños del arma.

      Entramos y tomamos mate cocido con pan casero. Vimos

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