Dioses del fuego. Fabio Martinez

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Dioses del fuego - Fabio Martinez

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La noche había llegado. Un reflector alumbraba dos latas de durazno vacías, colgadas del alambrado. Con el caño marcó en la tierra una línea a unos diez metros y nos prestó el arma.

      Disparen, dijo.

      En mi vida había tenido una escopeta en las manos. Era pesada y me costó levantarla.

      Apuntá con la mirilla, me dijo Franki.

      Disparé y la escopeta me tiró para atrás. La explosión me hizo cerrar los ojos. Un ardor me quedó en el hombro. Salía humo de los caños. Los balines pasaron lejos del blanco. Franki me sacó el arma y la cargó en dos movimientos. Apuntó y de un solo tiro hizo volar las latas.

      Ese día, antes de irme, Franki me contó un segundo secreto: algunas noches soñaba con tres personas que quemaban autos y casas en la ciudad. Uno de ellos era un gordo que tenía las palmas llenas de fuego. Corrían por el medio de la calle y se escondían en el bosquecito, atrás de su casa. Se reían y parecían payasos malditos. Me dijo que de a poco sus rostros se desfiguraban, se convertían en tres demonios.

      Franki se despertaba traspirado y gritaba.

      A veces lloraba.

       * * *

      Después de las vacaciones de julio, Franki empezó a faltar y a llegar tarde a la escuela. Grandes ojeras se le formaron alrededor de los ojos y siempre andaba con sueño. Para que se le pasara se mojaba el pelo en el baño, entraba al curso chorreando agua y muerto de frío. Los profesores lo miraban con mala cara y según mi tía, que se enteraba de los chismeríos del pueblo, lo acusaban de drogadicto, porque solo un chico con esos problemas se moja la cabeza en pleno invierno.

      No pasó mucho tiempo hasta que Musso lo llevó a la dirección por primera vez. En la hora de Historia oímos que se acercaba y el silencio fue absoluto. Entró sin pedir permiso y dijo:

      Porta, venga conmigo.

      Un murmullo inquietante creció de a poco hasta que Musso, con solo la mirada, lo aplacó.

      En el recreo fui hasta la dirección. La puerta estaba cerrada. Simulé arreglar la cadena de una de las bicis al borde de la ventana. Escuché la voz de Musso. Gritaba.

      En mi escuela no acepto vagos, decía. Acá formamos personas para el trabajo. Gente como uno. ¿Qué cree, Porta? ¿Que llegando tarde y faltando, el día de mañana le va a durar algún trabajo? Y eso de andarse mojando la cabeza, ¿qué le pasa, Porta? ¿Qué mierda le pasa?

      La puerta de la secretaría se abrió y la vieja Olga me encaró.

      Rajá de acá, Pastore, me dijo. No hizo falta que lo repitiera.

      Ese día teníamos contraturno y Franki fue a almorzar a casa. En el camino me contó que la cosa se había puesto peor. Las pesadillas eran más seguidas y tan reales que a veces pensaba que los demonios existían de verdad y que lo que vivía cuando estaba despierto era solo un sueño.

      En casa le dije a mi tía que Franki andaba mal. Después de levantar la mesa ella lo invitó a la primera pieza. Se sentaron enfrentados. Le acarició las manos y con las uñas recorrió las líneas de las palmas.

      Contame, dijo.

      Y Franki habló de los susurros, las voces y los gritos. De la casa abandonada y las pesadillas. De los hombres con las manos llenas de fuego y los demonios, los malditos demonios y el bosquecito atrás de su casa.

      Tenés que ir a verlo al Pelado, dijo mi tía y se puso de pie.

      El Pelado vivía en medio del campo. Yendo al norte. Tiempo atrás, colectivos repletos venían desde la capital a verlo. Las personas hacían cola afuera de su casa. No sé en qué época hablaron de que experimentaba con magia negra y lo acusaron de realizar un trabajo sobre una chica de los barrios bajos, llamada Leonor. Después de eso la cosa se puso fea. El cura de la Parroquia fue a buscarlo varias veces y algunos fieles organizaron una marcha en su contra. Una mañana se levantó y tenía la pared escrita con insultos. Basura en la vereda, botellas rotas y vidrios desparramados. Lo acusaban de haber hecho un pacto con el diablo, de tener a la Virgen en una licuadora con la cabeza para abajo y cubierta de manchas de sangre. Fue en ese tiempo que el Pelado pasó unos días en casa porque era amigo de mi tía. A mí me daba mucho miedo. Yo era chico y para mí el Pelado jamás dormía. Se pasaba el día entero acostado en el sillón, veía partidos de fútbol de la liga italiana y española. Andaba siempre con un cigarrillo en la boca y el olor a tabaco negro quedó impregnado en los ambientes por varios meses, aun mucho tiempo después de que se fuera.

      Algunas madrugadas me levantaba e iba a la primera pieza y mi tía y el Pelado estaban enfrentados, con una vela en el medio. Hablaban en voz baja, casi a los susurros.

      Al final el Pelado consiguió una casa en el medio del campo y se fue. Dejó de atender de manera masiva. Según se cuenta, ahora hace ceremonias con plantas medicinales y de eso vive.

      Mi tía habló con el Pelado y nos arregló una cita.

      El colectivo nos dejó frente al cementerio, sobre la ruta. En un papel llevaba un croquis con las indicaciones de mi tía. Caminamos y para pasar el rato levantamos piedras y se las tiramos a los árboles. La puntería de Franki era impresionante como un francotirador, donde apuntaba, pegaba.

      La entrada de la casa del Pelado tenía los yuyos crecidos. Tocamos las palmas, lo llamamos a los gritos, nadie atendió. Saltamos el portón. Una antena de Direc TV relucía en la parte más alta de la casa. Hicimos un par de pasos y de un costado salió un rottweiler negro. Se nos vino al humo. Ladraba como si nos quisiera comer de un solo bocado. Di la vuelta y corrí. Franki alzó piedras. Escuché los ladridos tan cerca y las patas raspando el piso que pensé que el perro ya me mordía. En un solo movimiento saltamos el portón y caímos del otro lado. Levantamos tierra. El perro chocó contra la madera varias veces y parecía que la rompía. De su hocico caía saliva. Nos pusimos de pie y recién en ese momento escuchamos la voz del Pelado.

      ¡Negro, Negro! son amigos, dijo. El perro dejó de ladrar y movió la cola.

      El Pelado abrió el portón y pasamos. Estaba descalzo. Saludó a Franki y a mí me dio un fuerte abrazo.

      Luchito querido, dijo. Qué grande que estás.

      Tardó un largo rato en soltarme.

      En el living la televisión estaba encendida. Un partido del Brasilerao se jugaba con comentarios en portugués.

      Esto es fútbol, dijo el Pelado. Acá se juegan la vida en cada cruce, no como esos gallegos que ni se tocan los tobillos.

      Nos sentamos en un sillón y el Pelado nos cebó mate. La yerba que usaba era orgánica pero el gusto era el mismo.

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