Presidente. Katy Evans

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Presidente - Katy Evans La Casa Blanca

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más sexy según la revista People… —señala Kayla—. ¿Cómo te sientes al tener que competir con él?

      Alan le lanza a Sam una mirada que definitivamente dice: «Sí, está lista para irse a casa, tío».

      —Está superborracha —me disculpo con Alan por ella—. Ven aquí, Kay —digo mientras le rodeo la cintura con un brazo y Sam deja que se incline sobre su hombro. Juntos, la ayudamos a salir del local y la metemos en un taxi que Alan ha llamado; Sam y ella se van juntos.

      Alan y yo nos subimos al siguiente taxi. Él le dice al conductor mi dirección y se gira hacia mí.

      —¿A qué se refería Kayla?

      —A nada. —Miro por la ventanilla mientras se me hunden las entrañas. Intento reírme de ello, pero el estómago se me revuelve solo de pensar en que la gente se entere de lo colada que estaba por Matt Hamilton—. Tengo veintidós años y eso pasó hace diez u once. Un enamoramiento infantil.

      —Un enamoramiento del pasado, ¿no?

      Sonrío.

      —Claro —le aseguro. Después me giro para contemplar las luces brillantes de la ciudad mientras cruzamos las calles en dirección a mi casa.

      Un enamoramiento del pasado, claro. No te puedes enamorar de verdad de alguien que has visto solo… ¿qué? ¿Dos veces? La segunda vez fue tan fugaz y en un momento tan abrumador… y la primera… bueno.

      Fue hace once años y, de alguna forma, lo recuerdo todo. Todavía es el día más emocionante que recuerdo, a pesar de que no me guste el efecto que tuvo en mis años adolescentes haber conocido al hijo del presidente Hamilton.

      Tenía once años. Mi padre, mi madre, un gato atigrado llamado Percy y yo vivíamos en una casa de dos plantas al este de Capitol Hill en Washington D. C. Cada uno de nosotros tenía una rutina diaria; yo iba a la escuela, mi madre acudía a las oficinas de Mujeres del Mundo, mi padre iba al Senado y Percy nos castigaba con la ley del silencio cuando todos llegábamos a casa.

      No nos desviábamos mucho de esa rutina, tal y como a mis padres les gustaba, pero ese día sucedió algo emocionante.

      Percy tenía que quedarse en mi habitación, lo que significaba que mi madre no quería que hiciera travesuras. Se echó a los pies de mi cama y se puso a lamerse las patas, sin ningún interés en los ruidos del piso de abajo. Solo se detenía de vez en cuando para observarme fijamente al tiempo que yo miraba a través de una pequeña ranura en la puerta de mi cuarto. Me había pasado ahí sentada los últimos diez minutos, viendo al Servicio Secreto entrar y salir de mi casa.

      Hablaban en susurros por sus auriculares.

      —¿Robert? Una última vez. ¿Este? ¿O… este? —la voz de mi madre se filtró en mi habitación desde el otro lado del pasillo.

      —Este. —Mi padre sonaba distraído. Probablemente se estaba vistiendo.

      Hubo una pausa incómoda y casi pude sentir la decepción de mi madre.

      —Creo que me voy a poner este —anunció.

      Mi madre siempre pedía consejo a mi padre sobre qué llevar en ocasiones especiales, pero si alguna vez no señalaba el vestido que ella quería, se ponía el que había confiado en que él eligiera.

      Me imaginaba a mi madre guardando el vestido negro y colocando el rojo con cuidado sobre la cama.

      A mi padre no le gustaba que mi madre atrajera demasiada atención, pero a ella le encantaba. ¿Y por qué no? Tiene unos ojos verdes impresionantes y una melena rubia y espesa. Aunque mi padre es veinte años mayor, y además lo aparenta, mi madre parece más joven a medida que pasa el tiempo. Yo soñaba con ser tan guapa y elegante como ella de mayor.

      Me preguntaba qué hora era. El estómago me gruñía con el aroma de las especias, que se filtraba en mis fosas nasales. ¿Romero? ¿Albahaca? Las confundía sin importar las veces que Jessa, nuestra ama de llaves, me explicara cuál era cuál.

      En el piso de abajo, el chef de algún restaurante de lujo se encargaba de la cena en nuestra cocina.

      El Servicio Secreto llevaba horas preparando la casa. Me enteré de que alguien probaría la comida del presidente antes de que se le sirviera.

      La comida tenía un aspecto tan delicioso que habría probado cada bocado encantada, pero mi padre le pidió a Jessa que me llevara al piso de arriba. No quería que estuviera presente porque era «demasiado joven».

      «¿Y qué?», pensé. La gente antes se casaba a mi edad. Era lo bastante mayor como para quedarme en casa sola. Querían que me comportara con madurez, como una señorita, pero ¿qué sentido tenía si nunca se me brindaba la oportunidad de desempeñar el papel para el que me estaban educando?

      —Es una cena de negocios, no una fiesta, y Dios sabe que necesitamos que las cosas vayan bien —refunfuñó mi padre cuando intenté defender mi participación.

      —Papá —me quejé—, sé cómo comportarme.

      —¿Crees que Charlotte sabrá comportarse? —Miró a mi madre y ella sonrió en mi dirección—. No cumplirás los once hasta la semana que viene, eres demasiado pequeña para estos eventos y solo hablaremos de política. Mejor quédate en tu cuarto.

      —Pero es el presidente —insistí con tanta convicción que me tembló la voz.

      Mi madre salió de su dormitorio con ese glorioso vestido rojo que le abrazaba la figura con elegancia y me vio mirar ansiosamente hacia el ajetreo de abajo.

      —Charlotte —profirió con un suspiro.

      Dejé de estar en cuclillas y me enderecé.

      Ella suspiró de nuevo y luego se dirigió hacia su dormitorio, cogió el teléfono de su mesilla de noche, marcó un número y dijo:

      —Jessa, ¿puedes ayudar a Charlotte a vestirse?

      Abrí mucho los ojos y, milagrosamente, Jessa entró en un santiamén en mi habitación, sonriendo alegremente y sacudiendo la cabeza.

      —¡Chica, persuadirías a un rey para que abdicara!

      —Juro que no he hecho nada. Es que mi madre me ha visto espiando y ha debido de darse cuenta de que esta es una oportunidad única en la vida.

      —De acuerdo entonces, te voy a hacer una bonita y larga trenza —anunció la mujer mientras abría los cajones de mi tocador—. ¿Qué vestido vas a ponerte?

      —Solo tengo una opción. —Le enseñé el único vestido que todavía me iba bien y ella me ayudó a ponérmelo con cuidado.

      —Estás creciendo demasiado rápido —señaló con cariño mientras me acompañaba al espejo. Luego se colocó detrás de mí y me peinó el cabello.

      Contemplé mi reflejo y admiré el vestido; me encantaba el azul del satén. Me imaginaba de pie junto a mi madre con su vestido rojo y a mi padre con su traje a medida. Entrar en el misterioso y prohibido mundo de mis padres era emocionante, pero nada era tan emocionante como conocer al presidente.

      Cuando el presidente

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