La Reina Roja. Victoria Aveyard
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Lo que más me preocupa son las negras cámaras de video ocultas en las copas de los árboles o en los callejones. En la aldea hay unas cuantas, en el puesto de Seguridad o en el ruedo, pero aquí cubren todo el mercado. Puedo oírlas zumbar, como para recordarme que alguien vigila.
La marea de la multitud me lleva por la avenida principal, frente a tabernas y cafeterías. Algunos Plateados están reunidos en un bar al aire libre, en donde miran pasar a la gente mientras disfrutan de sus bebidas matutinas. Un puñado de ellos ven pantallas fijas en las paredes u otras que cuelgan de los arcos. Cada una proyecta algo distinto, desde viejos combates hasta noticias y programas vistosos que yo no entiendo; todo se confunde en mi cabeza. El agudo silbido de las pantallas y el ruido distante de la energía estática zumba en mis oídos. No sé cómo pueden soportarlo. Pero los Plateados ni se inmutan, e ignoran los videos casi por completo.
La Mansión proyecta sobre mí una sombra tenue y me descubro mirándola otra vez con ridícula veneración. Justo en este instante, un zumbido me hace reaccionar. Al principio parece el timbre del ruedo, el que usan para dar por iniciada una Gesta, pero éste es diferente. Grave, y en cierto modo más sonoro. Sin pensarlo, me vuelvo hacia él.
En el bar que hay junto a mí, todas las pantallas pasan ahora el mismo programa. No es un discurso del rey, sino un anuncio informativo. Hasta los Plateados se detienen a mirar, en absorto silencio. Cuando el zumbido termina, comienza el reporte. Una mujer rubia y regordeta, Plateada sin duda, emerge en la pantalla. Lee un escrito y parece intranquila.
“Plateados de Norta, ofrecemos una disculpa por la interrupción. Hace trece minutos se produjo un ataque terrorista en la capital”.
Los Plateados que me rodean lanzan exclamaciones que desencadenan murmullos de temor.
Yo sólo atino a parpadear, incrédula. ¿Un ataque terrorista? ¿Contra los Plateados?
¿Acaso es posible?
“Se trata de un ataque coordinado contra edificios gubernamentales en Arcón oeste. Según los primeros informes, se reportan daños en el Tribunal del Reino, en el Arca del Tesoro y en el Palacio del Fuego Blanco, aunque ni el Tribunal ni el Tesoro estaban en funciones esta mañana”.
La locutora da paso a imágenes de un edificio en llamas. Agentes de seguridad desalojan a los ocupantes mientras ninfos combaten las llamas con agua. Sanadores, a los que se distingue por una cruz roja y negra en el brazo, corren para todos lados entre ellos.
“La familia real no se encontraba en su residencia de Fuego Blanco, y no se reportan víctimas hasta el momento. Se espera que el rey Tiberias dirija un mensaje a la nación en el curso de la próxima hora”.
Un Plateado que está junto a mí aprieta el puño y golpea la barra; deja rajaduras como de telaraña en el tablero de roca sólida.
—¡Son los lacustres! ¡Están perdiendo en el norte y por eso bajan al sur a atemorizarnos!
Algunos se unen al comentario, maldicen a la comarca de los Lagos.
—¡Deberíamos acabar con ellos, y avanzar hasta las Praderas! —agrega otro.
Muchos expresan su acuerdo con aplausos. Yo tengo que hacer un esfuerzo para no poner en su sitio a estos cobardes, que nunca verán el frente ni enviarán a pelear a sus hijos. Su guerra plateada se paga con sangre roja.
Mientras las imágenes continúan mostrando el momento en que la fachada de mármol del Tribunal se hace añicos o cómo un muro de cristal de diamante resiste una bola de fuego, una parte de mí se siente contenta. Los Plateados no son invencibles. Tienen enemigos que pueden lastimarlos, y por una vez, no se esconden detrás de un escudo rojo.
La locutora regresa, más pálida que nunca. Alguien le indica algo fuera de pantalla, y ella revuelve sus apuntes con manos temblorosas.
“Parece que una organización se ha atribuido la responsabilidad del atentado en Arcón”, tartamudea. Los alborotadores callan al instante, ansiosos de oír el mensaje en la pantalla. “Un grupo terrorista que se hace llamar la Guardia Escarlata dio a conocer hace unos momentos este video”.
“¿La Guardia Escarlata?”, “¿Quién diablos…?”, “¿Es una broma…?” y otras preguntas de asombro surgen en la taberna. Nadie había oído hablar hasta ahora de la Guardia Escarlata.
Pero yo sí.
Así llamó Farley a su organización. Suya y de Will. Pero ellos son contrabandistas, los dos, no terroristas, dinamiteros ni cualquier otra cosa que la televisión pueda decir. Es una coincidencia, no pueden ser ellos.
La pantalla ofrece entonces una visión aterradora. Una mujer aparece frente a una cámara temblorosa, lleva la cara cubierta con una pañoleta escarlata que sólo deja ver sus vivaces ojos azules. En una mano sostiene un arma y en la otra, una raída bandera roja. En su pecho hay una insignia de bronce con la forma de un sol dividido.
“¡Somos la Guardia Escarlata y abogamos por la libertad e igualdad de todos los hombres…!”, dice la mujer.
Reconozco su voz.
Farley.
“¡…comenzando por los Rojos!”
No necesito ser un genio para saber que un bar lleno de Plateados frenéticos y violentos es el último sitio en el que una chica Roja querría estar. Pero no puedo moverme. No puedo dejar de mirar la cara de Farley.
“¡Ustedes se creen los amos del universo, pero su imperio como reyes y dioses está llegando a su fin! Mientras no nos reconozcan como seres humanos, como sus iguales, la guerra estará en su puerta. No en un campo de batalla, sino en sus ciudades. En sus calles. En sus casas. Ustedes no nos ven, pero estamos en todas partes”. Su voz resuena con autoridad y aplomo. “¡Y nos levantaremos, Rojos como el amanecer!”
Rojos como el amanecer.
Terminan las imágenes y la rubia retorna, boquiabierta. Los clamores ahogan el resto del programa mientras los Plateados que hay en el bar recuperan su voz. Berrean contra Farley, la llaman terrorista, asesina, diablo rojo. Antes de que sus miradas caigan sobre mí, salgo a la calle.
Pero a lo largo de la avenida, desde la plaza hasta la Mansión, desde cada bar y cada cafetería, hay Plateados iracundos que van saliendo. Yo intento arrancar la cinta roja de mi muñeca, pero la maldita cosa no cede. Los Rojos desaparecen entre los callejones y las entradas, en un intento por huir, y yo tengo la cordura de