Los films de Almodóvar. Liliana Shulman

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Los films de Almodóvar - Liliana Shulman

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narra la gloriosa historia de una pobre gitana que vaticina la corona a la futura emperatriz de Francia; El último cuplé –personificada por Sara Montiel, a quien Almodóvar homenajea en La mala educación– cuenta la historia de la cantante que, tras muchas tribulaciones, llega a la fama tanto en España como en las Américas; María de la O es una audaz versión (para la época) de un amor imposible, que atraviesa clases sociales, con el agregado de un colorido despliegue de flamenco. También de aquella época de cine en el pueblo fueron, por ejemplo, el relato sobre el huerfanito amorosamente criado por los curas en Marcelino, pan y vino (Ladislao Vadja, 1955) –un film ciertamente desafiante para quien, como Almodóvar, había padecido en aquella misma época la educación religiosa que narrará en La mala educación–, o las idílicas imágenes de un pueblo español, unido y confabulado para instituir la tradición turística de un milagro inventado, como en Los jueves, milagro (Luis García Berlanga, 1957).

      No obstante, aún en plena dictadura se rodaban films que revelaban la asfixiante falta de medios y la credulidad de los españoles. Así, revelan los esfuerzos de los habitantes de un pueblo para recibir con bombos y platillos la visita redentora de una delegación económica estadounidense que jamás arribará, en Bienvenido míster Marshall (Luis García Berlanga, 1953), o el desasosiego transmitido por la espera de una joven pareja y su bebé enfermo en una habitación insalubre, aguardando (infructuosamente) acceder a una vivienda decente en El pisito (Marco Ferreri e Isidoro M. Ferry, 1959). En un estudio sobre cinéfilos y cinéfagos del cine español, Cristina Pujol Ozonas reproduce el análisis de Ramón Buckley acerca del cine “transgresor” durante la dictadura. Este, como la literatura del momento, estaba paradójicamente apoyado por el sistema franquista, interesado en exportar al mundo de la década de 1960 la imagen de una España tolerante y liberalizada. El ambiente intelectual de la época, conocedor de las reglas del juego y avalado por la política gubernamental, dosificó entonces concienzudamente sus mensajes adoptando una “reclusión” autoimpuesta que Buckley calificó metafóricamente como “cárcel de papel” (Pujol Ozonas, 2011: 168).5

      Una década más tarde, y acompañando la liberación personal de Almodóvar ya llegando a la gran ciudad, se proyectaban películas como La caza (Carlos Saura, 1966), donde un hombre organiza una cacería para sus amigos en un caluroso día de verano, con la intención de obtener un préstamo de uno de ellos. El calor, la exaltación de la actividad y el fracaso de quien esperaba recibir el deseado apoyo económico los trastornan y, lo que había comenzado como el pasatiempo masculino por antonomasia de la época, se transforma en un tiroteo mortal. El valor de las cacerías durante la dictadura es de interés. Esas cacerías tenían un valor simbólico importante, tal como revela el documental La caza en España, un fragmento del NO-DO6 de 1957. La caza es presentada aquí como un esparcimiento esencialmente machista; actividad de hombres fuertes, vencedores y dominantes, que luego de sacar temerosos conejos ocultos en sus madrigueras o de matar bandadas de pájaros en pleno vuelo –alegoría de izquierdistas clandestinos y homosexuales– se solazan con apetitosas comidas bajo los árboles, en un merecido descanso “luego de tanta actividad física”.7 Una vez muerto Franco, el tópico de la caza fue irónicamente retomado en La escopeta nacional (Luis García Berlanga, 1978), una ácida sátira social que apunta a exponer la corrupción generalizada del tardofranquismo. El film acompaña la visita de un empresario a una finca en la que se llevará a cabo una cacería aparentemente costeada por un aristócrata español aunque, en realidad, es solventada por él mismo, por conveniencia. La cacería –otro descarado despliegue de banquetes al aire libre, ahora también con mujeres en abrigos de piel– fue ideada por el acaudalado comerciante para tener la oportunidad de codearse con (y sobornar a) los participantes, para que instalen sus “novísimos” porteros eléctricos automáticos en nuevas urbanizaciones, con la anuencia del ministro de Industria también presente en el evento.

      La percepción franquista de los opositores al sistema como animales –iniciada ya en Raza con la representación de republicanos de rasgos simiescos (Fernández-Mayoralas, 1997)– es retomada con sutil ironía en El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973). El film, rodado aún durante la mencionada “cárcel de papel” de la dictadura, se las ingenia para reproducir y simultáneamente condenar la imagen monstruosa del soldado republicano, tal como ha pretendido instaurar el franquismo en la “colmena” española. Allí, Ana, una niña de seis años, tiene oportunidad de ver Frankenstein (James Whale, 1931) en el cine improvisado de un pueblo de principios de la dictadura. Su hermana mayor la convence de que el monstruo ideado por Frankenstein no ha muerto, sino que se oculta en alguna parte. Ana descubre a un soldado republicano en una barraca cerca de su casa y desde su perspectiva infantil identifica al harapiento prófugo como el monstruo. En su ingenua compasión, la niña lo alimenta y lo protege hasta que el soldado es descubierto y –como corresponde a un monstruo republicano– es liquidado por soldados franquistas. Más de treinta años después –ya lejos del franquismo y a punto de sancionarse en 2007 la Ley de Memoria Histórica en España, por la que se reconocen las víctimas de la guerra civil y la dictadura–, El laberinto del fauno (Guillermo del Toro, 2006) recrea, esta vez de modo abiertamente irónico, la aberrante imagen del republicano como monstruo. También la protagonista de El laberinto del fauno es una niña. La pequeña está aterrorizada por su padrastro, un militar franquista que somete con sadismo tanto a ella como a su madre nuevamente embarazada. Tratando de huir de la cruel realidad, la niña se refugia en el mundo de la fantasía. Allí encontrará amparo, en compañía de un monstruo bonachón oculto hace años en una cueva del jardín.8

      Acercándose el final del período franquista, la relajación de la estricta censura permitió, no solo en el cine, la emergencia de un nuevo tipo de vida y un nuevo orden económico que facilitaban “lo que a menudo se denomina eufemísticamente modernización” (Jameson, 2002: 18). Nunca mejor aplicado el concepto de eufemismo a lo denominado “modernización”: en realidad, el período de “modernización” de España implicaba el rebelarse contra sus propios “modernismos”, es decir, rebelarse contra la subordinación a las verdades incuestionables impuestas por el mensaje centralizado y oscurantista del gobierno fascista-clerical. Con el atraso que da la incapacidad de absorber incluso “la cultura del Reader’s Digest” (18) por el difundido analfabetismo reinante, el posmodernismo, si bien se infiltraba en los círculos artísticos e intelectuales de Barcelona y Madrid, cundió tarde en España. Comenzaban a desvanecerse límites y separaciones sociales, se iniciaba la erosión de la antigua distinción entre la cultura superior y la así llamada cultura de masas o cultura popular (18). Y allí estaba Almodóvar, preparado para emular a Max, el poeta ciego de Luces de bohemia, y “transformar con matemática de espejo cóncavo las normas clásicas” (Valle-Inclán, 1975 [1924]: 84)9 de la cultura hegemónica franquista.

      Los primeros films de Almodóvar evocan abiertamente la estética del esperpento empleada por Ramón del Valle-Inclán en Luces de bohemia. Como su notable precursor, el director creó situaciones y personajes extravagantemente grotescos, para mediante ellos caricaturizar y deformar intencionadamente la realidad, con el objetivo de criticarla satíricamente. Sus personajes, desenfundados de miramientos timoratos, son gente que habla un español coloquial y hasta soez y festeja la homosexualidad que debió otrora encubrirse.10 Como él mismo describiera a Marsha Kinder (1997: 5) en 1987, “[sus] films representan [la] nueva mentalidad que aparece en España después de que Franco muere”. Pepi, Luci, Bom y Laberinto de pasiones (1982) –ambas reflejo de la movida madrileña en la que Almodóvar tuvo parte activa– fueron rústicos intentos de dar por tierra con la mojigatería de la España tradicional mediante la estética del esperpento. Almodóvar refleja en sus primeros films lo que Ramón del Valle-Inclán (1975 [1924]: 83) denominara –parafraseando a Miguel de Unamuno (1966 [1912]) y su “sentimiento trágico de la vida”–11 ese “sentido trágico de la vida española” (las cursivas son nuestras) que solo puede manifestarse con una estética “sistemáticamente deformada” (Valle-Inclán, 1975 [1924]: 83). Pepi, Luci, Bom, aunque filmada con una cámara primitiva, logró poner de manifiesto,

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