Desafío. Ricardo Forster
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Pero el capitalismo es también un sistema que se sostiene por la alienación. El coloso textil Inditex no tardó en anunciar un ERTE a los pocos días del Estado de alarma. Como la decisión era muy poco presentable, Inditex tuvo que recular. A pesar de lo cuestionable de querer cargar los costos de los casi 48.000 trabajadores que tiene en territorio español a las arcas públicas por parte de una gran empresa que facturó sólo en España 1.650 millones de euros en 2019, hubo gente que salió a los balcones a aplaudir el día del cumpleaños de Amancio Ortega, agradecida por, suponemos, su «generosidad» (léase, caridad). Una imagen que recordaba la de los trabajadores de una de sus fábricas que, no sabemos si por voluntad propia o por presiones, le hicieron hace años un túnel de aplausos interminable mientras su hija lo paseaba dándole una sorpresa que grabó en vídeo y difundió en redes.
La visibilización de la clase trabajadora es también la visibilización de nuestras contradicciones. Esta crisis está dejando al descubierto la moral de esclavo de algunos, pero también la hegemonía que el discurso empresarial tiene en nuestros medios. Una lógica que se presenta como universal cuando responde solamente a los intereses de una de las partes y, dentro de esa parte, a un segmento minoritario de ella, porque entre las empresas también hay diferencias sustanciales. La equiparación de la realidad e intereses de pequeñas y medianas empresas con los de las grandes empresas pertenecientes al IBEX-35 es una de las estrategias en las que se sostiene esta lectura unívoca de cómo salir de la crisis económica en la que se ha montado el coronavirus. Una manipulación interesada que nos presenta a los trabajadores autónomos –muchos de ellos falsos autónomos, otros autoexplotados y precarios que dependen de los ingresos del día para subsistir– como empresarios. Su situación se pone encima de la mesa para evitar el debate de fondo sobre esos grandes empresarios que podrían estar haciendo mucho más esfuerzo del que hacen y tapan su codicia mostrándose ofendidos por televisión. No nos referimos a los pequeños empresarios que no tienen más remedio que cerrar temporalmente para garantizar que sus trabajadores cobren. Nos referimos a los listos que se montan en la ola y han optado por minimizar sus costos y cargárselos a otros, sea a sus trabajadores obligándoles a tomarse vacaciones o despidiéndolos, sea al Estado acogiéndose a ERTEs cuando con sus ganancias acumuladas podrían perfectamente asumir el costo salarial de sus trabajadores durante dos o tres meses. Si a una familia trabajadora se le cuestiona que no tenga ahorros para afrontar el descenso de su poder adquisitivo para afrontar estos meses, ¿por qué no se le exige lo mismo, públicamente, a las empresas?
Destino de empresas y trabajadores va de la mano, nos dirán. Ciertamente, sobre todo cuando hay problemas. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) anunció hace días que 25 millones de trabajadores podrían perder su empleo, a escala global, debido a la crisis del coronavirus. Pero, ¿y qué hay de los trabajadores que ni siquiera tienen un contrato, es decir, un empleo formal que perder? Esos también existen en nuestro país. Y son mayoría en otras latitudes. En México, se calcula que 6 de cada 10 trabajadores pertenecen al sector informal. En Argentina, esta cifra es del 30 por 100. Si miramos a América Latina y el Caribe, el impacto del coronavirus puede ser todavía más brutal en sociedades con precarios sistemas de salud pública (con excepciones como la de Cuba), protección social o derechos laborales. Si en las supuestas sociedades avanzadas de Europa y EEUU se prevé una crisis económica que hará palidecer la de 2008, con graves impactos sociales y políticos, en sociedades dependientes de dichas economías, y con menores recursos propios para atajar sus consecuencias sanitarias, sociales y económicas, podemos prever una auténtica hecatombe. A su favor juega una pirámide demográfica no tan envejecida como la de los países europeos, lo que podría evitar un desarrollo fatal del COVID-19 en muchos de los infectados. Buena parte de los pobres del mundo temen más al hambre que al coronavirus, con razón, lo que hace difícil garantizar las medidas de confinamiento en sociedades donde los trabajadores no se pueden permitir no trabajar siquiera un día.
Entre lo poco que desde Europa podemos atisbar nítidamente de la sociedad que vendrá una vez acabe el confinamiento, el incremento de la brecha de la desigualdad parece un elemento que no está sujeto a discusión. Ya tenemos desigualdad en el contagio del coronavirus, desigualdad entre los que pueden teletrabajar y los que no, desigualdad entre los que pueden permitirse no trabajar y los que no, desigualdad a la hora de afrontar el confinamiento, desigualdad a la hora de salir de él. En definitiva, desigualdad entre clases que se verá acrecentada tras la pandemia, pero también desigualdad entre los países del mundo. Una profundización de la brecha Norte-Sur, aunque quizá con un nuevo reparto del poder en el sistema internacional, que permita que distintos centros establezcan unas nuevas reglas del juego que ayuden a la humanidad a trascender el capitalismo. Suena utópico, pero veremos muchas cosas en los años y décadas por venir. Cosas que quizá no hubiéramos imaginado, como esta combinación de pandemia y crisis.
Sin embargo, si algo no ha cambiado ni se ha extinguido en estos tiempos aciagos es la lucha de clases, que en estos momentos se agudiza en la boca de quienes optan por salvar la economía por delante de las personas y piden sacrificios colectivos mientras son otros los que se sacrifican, nunca ellos. ¿Será el coronavirus la chispa que encienda la pradera, el elemento necesario para que se transforme la cantidad en calidad, aquello que provocará el cambio cuando, aparentemente, nada se movía? Difícil es saberlo. A veces, en momentos convulsos, el crecimiento de la conciencia es exponencial. Me aventuro a decir que así será con esta crisis para la clase trabajadora, y creo que este elemento sí puede tener un impacto político no esperado. Nunca más evidente esa frase de «a tu jefe no le importas» al ver imágenes de trabajadores hacinados, como animales camino del matadero, en el primer lunes de la semana de confinamiento. Toda una lección para la conciencia política. Si verte expuesto al contagio personal, y posteriormente familiar, en medio de un paisaje propio de una película distópica no impacta en la conciencia, que venga Marx y lo vea. Por cierto, algún día deberíamos hacer un recuento del número de grandes empresas, de esas que no necesitan seguir produciendo para pagar al siguiente mes ni se dedican a sectores imprescindibles para la lucha contra el COVID-19, que han obligado a sus trabajadores a continuar con la cadena de producción, incluso teniendo casos positivos de coronavirus entre ellos. Seguramente no han sido casos aislados, porque responden a la lógica natural de comportamiento del sistema capitalista: un sistema en el que los beneficios están por delante de las personas, pero que, como dijo algún barbudo antes, cava su propia tumba con las contradicciones que alimenta a diario.
Mas ya nada volverá a ser como antes. Estamos viviendo un acontecimiento histórico de una magnitud tal que, aunque no podamos comprenderlo ni aprehenderlo por completo todavía, va a tener sin duda un fuerte impacto en la psicología de las masas, un impacto que será a escala global. Esto no significa que salgamos del coronavirus con una respuesta revolucionaria; puede que sea reaccionaria. Pero parece evidente que el coronavirus está resultando una bomba que ha hecho estallar los parámetros de comprensión del mundo… y al propio mundo. Sus jerarquías sociales, asociadas a una determinada escala de valores, están explotando y, con ellas, puede hacerlo también el sistema.
Seamos realistas, soñemos lo imposible, rezaba algún lema de hace décadas. El coronavirus ha llegado para decirnos que muchas de las cosas que nos vendieron como imposibles se pueden hacer si hay voluntad política para ello. Entonces, ¿qué nos impide hacerlo? El poder económico que impone su ley por encima de cualquier consideración humanitaria. Si, ni siquiera en estos tiempos que parecen apocalípticos, quienes mandan en el mundo son capaces de ver a la humanidad en su conjunto como un conglomerado de seres que deberían coexistir en igualdad, armonía y respeto, ¿por qué hemos de verlos a ellos como humanos? Quizá no lo son y es hora de señalarlos en su inhumanidad. En términos evolutivos, son un estorbo para la especie. Porque el coronavirus nos está mandando un mensaje, en luces de neón, pero no queremos verlo: para salvar a la humanidad y al planeta, hay que cuidar a los más débiles, colaborar entre países y vivir más armónicamente con el resto de las especies, animales y vegetales. Y eso pasa por cambiar