Lady Felicity y el canalla. Sarah MacLean

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Lady Felicity y el canalla - Sarah MacLean Romantica

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      Se abs­tu­vo de se­ña­lar que los ve­ci­nos iban a es­can­da­li­zar­se de to­dos mo­dos a la ma­ña­na si­guien­te, cuan­do todo Lon­dres su­pie­ra que ha­bía men­ti­do.

      Aun­que él pa­re­ció adi­vi­nar lo que es­ta­ba pen­san­do.

      —¿Por qué ha men­ti­do?

      Ella hizo caso omi­so a la pre­gun­ta.

      —No ha­blo con ex­tra­ños en mi al­co­ba.

      —Pero no so­mos ex­tra­ños, que­ri­da.

      El ex­tre­mo pla­tea­do del bas­tón gol­peó la pun­ta de su bota con un rit­mo len­to y uni­for­me.

      Ella tor­ció los la­bios.

      —No ten­go tiem­po para gen­te de poca im­por­tan­cia.

      Aun­que él se­guía en la os­cu­ri­dad, casi po­día ver­le son­reír.

      —Y esta no­che lo ha de­mos­tra­do, ¿ver­dad, Fe­li­city Fair­cloth?

      —No soy la úni­ca que ha men­ti­do. —En­tre­ce­rró los ojos para ob­ser­var en la os­cu­ri­dad—. Sa­bía quién era yo.

      —Pero sí es la úni­ca cuya men­ti­ra es tan gran­de que po­dría aca­bar con esta casa.

      Ella frun­ció el ceño.

      —Me ha ven­ci­do, se­ñor. ¿Con qué fin? ¿Quie­re asus­tar­me?

      —No. No de­seo asus­tar­la.

      La voz del hom­bre era pe­sa­da como la os­cu­ri­dad en la que es­ta­ba en­vuel­to. Gra­ve, cal­ma­da y, de al­gu­na ma­ne­ra, tan ní­ti­da como un dis­pa­ro.

      El co­ra­zón de Fe­li­city re­tum­ba­ba.

      —Creo que eso es pre­ci­sa­men­te lo que pre­ten­de ha­cer. —El ex­tre­mo pla­tea­do vol­vió a gol­pe­tear y ella di­ri­gió su mi­ra­da irri­ta­da ha­cia él—. Tam­bién creo que de­be­ría mar­char­se an­tes de que de­ci­da que, en vez de asus­ta­da, de­be­ría es­tar en­fa­da­da.

      Una pau­sa. Más gol­pe­teo.

      Y en­ton­ces, él se mo­vió: se in­cli­nó ha­cia el círcu­lo de luz has­ta que ella pudo ver­le las pier­nas y la chis­te­ra ne­gra que re­po­sa­ba en su mus­lo. Te­nía las ma­nos des­nu­das, y tres ani­llos de pla­ta bri­lla­ban a la luz de las ve­las —en el dedo pul­gar, ín­di­ce y anu­lar de la de­re­cha. En sus ma­nos aca­ba­ban las man­gas ne­gras de un abri­go que se ajus­ta­ba a la per­fec­ción a sus bra­zos y hom­bros. El ani­llo de luz ter­mi­na­ba en una man­dí­bu­la afi­la­da re­cién afei­ta­da. Le­van­tó la vela un poco más, y allí es­ta­ba él.

      In­ha­ló brus­ca­men­te; y pen­sar que an­tes ha­bía te­ni­do la ri­dí­cu­la sen­sa­ción de que el du­que de Mar­wick era apues­to.

      Pues ya no.

      Por­que se­gu­ra­men­te no ha­bía hom­bre en la tie­rra que fue­ra más apues­to que este. Su as­pec­to acom­pa­ña­ba por com­ple­to al so­ni­do de su voz: como un mur­mu­llo gra­ve, lí­qui­do. Como la ten­ta­ción. «Como el pe­ca­do».

      Un lado de su cara per­ma­ne­cía en la som­bra, pero el que po­día ver… era glo­rio­so. Un ros­tro lar­go y del­ga­do, de án­gu­los afi­la­dos y hue­cos som­brea­dos, de ce­jas os­cu­ras y ar­quea­das y la­bios lle­nos, con unos ojos que bri­lla­ban re­ple­tos de co­no­ci­mien­to, algo que su­po­nía que no com­par­ti­ría, y una na­riz que aver­gon­za­ría a la reale­za, per­fec­ta­men­te rec­ta, como si hu­bie­ra sido es­cul­pi­da por una hoja afi­la­da y de­ci­di­da.

      Te­nía el pelo os­cu­ro y bas­tan­te cor­to, su­fi­cien­te como para po­der apre­ciar la re­don­da for­ma de su ca­be­za.

      —Su ca­be­za es per­fec­ta.

      Él son­rió.

      —Siem­pre lo he pen­sa­do.

      Ella dejó caer la vela y lo de­vol­vió a las som­bras.

      —Quie­ro de­cir que tie­ne una for­ma per­fec­ta. ¿Cómo con­si­gue cor­tar­se el pelo tan cer­ca del cue­ro ca­be­llu­do?

      Él dudó an­tes de con­tes­tar.

      —Lo hace una mu­jer en la que con­fío.

      Ella ar­queó las ce­jas ante la ines­pe­ra­da res­pues­ta.

      —¿Sabe ella que está aquí?

      —No, no lo sabe.

      —Bueno, ya que ella sue­le acer­car una cu­chi­lla a su ca­be­za, será me­jor que se mar­che an­tes de que se lle­ve un dis­gus­to.

      Se oyó un ru­mor gra­ve, y se le cor­tó la res­pi­ra­ción. ¿Era risa?

      —No an­tes de que me diga por qué min­tió.

      Fe­li­city sa­cu­dió la ca­be­za.

      —Como ya he di­cho, se­ñor, no ten­go la cos­tum­bre de con­ver­sar con ex­tra­ños. Por fa­vor, vá­ya­se. Sal­ga del mis­mo modo que ha en­tra­do. —Hizo una pau­sa—. Por cier­to, ¿cómo ha en­tra­do?

      —Tie­ne un bal­cón, Ju­lie­ta.

      —Tam­bién ten­go una ha­bi­ta­ción en el ter­cer piso, no Romeo.

      —Y una ro­bus­ta ce­lo­sía.

      Per­ci­bió una chis­pa de pe­re­zo­sa di­ver­sión en sus pa­la­bras.

      —Subió por la ce­lo­sía.

      —En efec­to, lo hice.

      Siem­pre se ha­bía ima­gi­na­do que al­guien tre­pa­ra por esa ce­lo­sía. Pero no que fue­ra un cri­mi­nal que vi­nie­ra a… ¿A qué ha­bía ve­ni­do?

      —En­ton­ces su­pon­go que el bas­tón no le sir­ve de apo­yo.

      —No es ese tipo de apo­yo, no.

      —¿Es un arma?

      —Todo es un arma si uno sabe usar­la.

      —Ex­ce­len­te con­se­jo, ya que pa­re­ce que hay un in­tru­so en mi ha­bi­ta­ción.

      Él chas­queó la len­gua.

      —Pero uno amis­to­so.

      —Oh,

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