El derrumbe del Palacio de Cristal. Ricardo Forster

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El derrumbe del Palacio de Cristal - Ricardo Forster Inter Pares

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y la desregulación de los mercados mientras se regocijaban en el desguace de los instrumentos estatales destinados a proteger a las mayorías abandonadas a su suerte.

      Pero es también la evidencia de individuos anestesiados y profundamente desocializados, carentes de esos mecanismos indispensables y antiquísimos que le dieron forma a las sociedades humanas. Como si el virus pusiera en evidencia lo que dejamos en el camino hacia la quimera del shopping center y de dispositivos tecnológicos capaces de resolver todos nuestros problemas. Volver a interrogarnos, auscultar lo que nos pasa, preguntarnos por la marcha demencial de un mundo capturado por la sed de ganancias inconmensurables. Preguntas que se internan, a su vez, por senderos que ya no transitábamos y que nos confrontan con la enormidad de nuestros olvidos o de nuestro vaciamiento existencial y espiritual. Una vez lanzada, no hay manera de detener la onda expansiva de la interrogación.

      Pero lo cierto, y eso tanto si abonamos la tesis žižekeana de un más allá del capitalismo como la de Byung-Chul Han de una agudización autoritaria y vigilante de ese mismo capitalismo, es que estamos en un punto de no retorno, en el corazón de la catástrofe magnificada por un sistema económico-productivo que ha recorrido el camino de la extenuación de los recursos naturales avanzando ciegamente hacia el daño creciente de la biosfera, al mismo tiempo que fue diezmando toda forma de vida no reducible a rentabilidad. El virus, su capacidad para mundializarse, no hace otra cosa que hacer evidente la composición autodestructiva del capitalismo, su persistente negociación con lo ilimitado que lo ha llevado ha transgredir absolutamente todo sin siquiera medir las consecuencias de esas acciones. Así como el Covid-19 tiene la capacidad de multiplicarse infinitamente mientras no haya algo que lo detenga, el capitalismo se ha mostrado como un sistema que se reproduce a sí mismo sin poder detenerse por cuenta propia y haciendo de esa expansión indetenible su propia esencia. ¿Acaso el Covid-19 sea lo real del capitalismo? ¿Estamos siendo testigos de la irrelevancia de un sistema que se ha reproducido a sí mismo utilizando los mecanismos de la artificialidad y la ficción? Hemos pasado de la saturación de lo irrelevante bajo la forma del llamado perpetuo al goce consumista a descubrir que en un instante lo significativo se vuelve insignificante. ¿Supone esta emergencia cruda de lo real del sistema que, una vez transcurrida la pandemia, y más allá de los daños que producirá, seremos capaces de hacer algo con la experiencia vivida? ¿Estaremos en condiciones, desmintiendo a Giorgio Agamben, de «hacer experiencia» en un mundo en el que la experiencia ya no la hacen las personas sino los medios de comunicación que les narran aquello que los individuos ya no son capaces de transformar en experiencia propia? ¿Se aprende de una travesía al filo de la muerte y capaz de dejarnos desnudos? ¿Podremos ser como el rey Lear, que comprende una vez que se encuentra desnudo y en medio de la tormenta? Si algo caracteriza a la economización de todas las esferas de la vida y su correspondiente dominio de la abstracción y de la lógica del valor, es que ha sido capaz de producir un sujeto automático que carece de reflexividad crítica y que simplemente se deja llevar por los vientos del pragmatismo productivo-consumista. ¿Tendrá, quizá, la pandemia la capacidad de despertarnos del sueño hollywoodense y sus paraísos artificiales montados bajo la forma de la mercancía? ¿Será, éste, nuestro punto de inflexión, el advenir de lo inesperado que rompe la continuidad lineal del tiempo burgués? Preguntas que se amontonan mientras el silencio atronador de la ciudad en cuarentena me recuerda la excepcionalidad de esta travesía sin brújula orientadora.

      Entre la literatura, la vida encerrada y la cuarentena de la crítica

      No tengo un plan trazado. Voy dejando que el correr de la escritura y de los días vaya eligiendo sus caminos, que pueden ir llevándome hacia distintos lugares. Hay momentos en que percibo en mí cierta euforia en medio del aislamiento, como si la apertura del tiempo tuviera sus efectos liberadores. Resulta anómalo vivir sin obligaciones, sin la necesidad de cumplir el pacto que desde siempre establecimos con la sociedad, y dejarse llevar por lo que cada instante nos demanda. Es seductor y peligroso. Me recuerda a algunas reflexiones de Boris Groys en relación al tiempo en la vieja Unión Soviética. La nostalgia que él siente al recordar sus años juveniles en los que el día se deslizaba sin apresuramientos ni exigencias vinculadas a la rentabilidad cronométrica ni a demandas de agilización y velocidad. Un tiempo sin tiempo productivo, sin tener que correr hacia una meta que siempre se aleja. Nostalgia de un ocio desmarcado de la industria del entretenimiento que también ha sabido capturar para su mercantilización el tiempo de descanso. Fluidez de una temporalidad que no diferencia entre hacer y meditar. Groys relata sus despertares en la Unión Soviética, el lento desperezarse mientras permanece sin apuro en su cama, sabiendo que no hay por delante ninguna exigencia lo suficientemente decisiva e importante como para acelerar sus movimientos. Entre nosotros, en nuestro lenguaje porteño, hay una palabra que se nos ha ido perdiendo y vaciando: la fiaca (inmediatamente

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