El derrumbe del Palacio de Cristal. Ricardo Forster
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Pero es también la evidencia de individuos anestesiados y profundamente desocializados, carentes de esos mecanismos indispensables y antiquísimos que le dieron forma a las sociedades humanas. Como si el virus pusiera en evidencia lo que dejamos en el camino hacia la quimera del shopping center y de dispositivos tecnológicos capaces de resolver todos nuestros problemas. Volver a interrogarnos, auscultar lo que nos pasa, preguntarnos por la marcha demencial de un mundo capturado por la sed de ganancias inconmensurables. Preguntas que se internan, a su vez, por senderos que ya no transitábamos y que nos confrontan con la enormidad de nuestros olvidos o de nuestro vaciamiento existencial y espiritual. Una vez lanzada, no hay manera de detener la onda expansiva de la interrogación.
Hay voces que se alzan imaginando que la pandemia global va a poner en jaque al capitalismo (Žižek, por ejemplo; menos enfático, Bifo Berardi); otras que conciben una salida China articulada como Estado autoritario-policial y dominada por el big data como el gran instrumento que ha permitido a países como Corea del Sur, Japón y China atacar con mayor éxito la expansión del Covid-19, una alternativa focalizada en la mayor disponibilidad de esas sociedades a las acciones colectivas y a aceptar los controles y la dirección de un poder unificado (Byung-Chul Han y, en parte, Naomi Klein abonan este desemboque[1]). Estaríamos asistiendo a la brutal crisis del «modelo occidental de libertades individuales y públicas» que se demostró incapaz de enfrentarse al desafío del virus. Sin embargo, de esta crisis, eso sostiene Han, no deberíamos esperar un más allá del capitalismo sino una salida bajo la forma del maridaje entre más economía de mercado y más vigilancia social. Incluso las decisiones de radicalizar las cuarentenas y, por lo tanto, las de ampliar el aislamiento social suponen, en el fondo, una mayor amplitud de los vicios del individuo solipsista que sólo tiene tiempo y humor para pensar en sí mismo mientras sigue encadenado a la cárcel de su propia libertad de autoexplotarse bajo la forma del teletrabajo, que, eso nos dicen, llegó para quedarse y como una de las consecuencias de la peste. El escepticismo agudo y corrosivo que suele recorrer toda la obra del filósofo coreano-alemán se vuelve más explícito todavía frente a la pandemia. Para él, sólo un abstracto replanteo de las formas de producción, de consumo y de vida podrá contribuir a sobrellevar las consecuencias de un sistema que arruina al planeta y a nosotros con él. Tiende a pensar que, otra vez más, de las crisis el capitalismo sale fortalecido en su tendencia a la concentración y a la imposición social de sus premisas organizacionales.
Pero lo cierto, y eso tanto si abonamos la tesis žižekeana de un más allá del capitalismo como la de Byung-Chul Han de una agudización autoritaria y vigilante de ese mismo capitalismo, es que estamos en un punto de no retorno, en el corazón de la catástrofe magnificada por un sistema económico-productivo que ha recorrido el camino de la extenuación de los recursos naturales avanzando ciegamente hacia el daño creciente de la biosfera, al mismo tiempo que fue diezmando toda forma de vida no reducible a rentabilidad. El virus, su capacidad para mundializarse, no hace otra cosa que hacer evidente la composición autodestructiva del capitalismo, su persistente negociación con lo ilimitado que lo ha llevado ha transgredir absolutamente todo sin siquiera medir las consecuencias de esas acciones. Así como el Covid-19 tiene la capacidad de multiplicarse infinitamente mientras no haya algo que lo detenga, el capitalismo se ha mostrado como un sistema que se reproduce a sí mismo sin poder detenerse por cuenta propia y haciendo de esa expansión indetenible su propia esencia. ¿Acaso el Covid-19 sea lo real del capitalismo? ¿Estamos siendo testigos de la irrelevancia de un sistema que se ha reproducido a sí mismo utilizando los mecanismos de la artificialidad y la ficción? Hemos pasado de la saturación de lo irrelevante bajo la forma del llamado perpetuo al goce consumista a descubrir que en un instante lo significativo se vuelve insignificante. ¿Supone esta emergencia cruda de lo real del sistema que, una vez transcurrida la pandemia, y más allá de los daños que producirá, seremos capaces de hacer algo con la experiencia vivida? ¿Estaremos en condiciones, desmintiendo a Giorgio Agamben, de «hacer experiencia» en un mundo en el que la experiencia ya no la hacen las personas sino los medios de comunicación que les narran aquello que los individuos ya no son capaces de transformar en experiencia propia? ¿Se aprende de una travesía al filo de la muerte y capaz de dejarnos desnudos? ¿Podremos ser como el rey Lear, que comprende una vez que se encuentra desnudo y en medio de la tormenta? Si algo caracteriza a la economización de todas las esferas de la vida y su correspondiente dominio de la abstracción y de la lógica del valor, es que ha sido capaz de producir un sujeto automático que carece de reflexividad crítica y que simplemente se deja llevar por los vientos del pragmatismo productivo-consumista. ¿Tendrá, quizá, la pandemia la capacidad de despertarnos del sueño hollywoodense y sus paraísos artificiales montados bajo la forma de la mercancía? ¿Será, éste, nuestro punto de inflexión, el advenir de lo inesperado que rompe la continuidad lineal del tiempo burgués? Preguntas que se amontonan mientras el silencio atronador de la ciudad en cuarentena me recuerda la excepcionalidad de esta travesía sin brújula orientadora.
[1] Franco Bifo Berardi cita largamente a Srecko Horvat, quien en la revista Internazionale publica un artículo que radicaliza hacia el lado del capitalismo y de su continuidad lo planteado por Byung-Chul Han. Según Horvat, «el coronavirus no es una amenaza para la economía neoliberal, sino que crea el ambiente perfecto para esa ideología. Pero, desde un punto de vista político, el virus es un peligro, porque una crisis sanitaria podría favorecer el objetivo etnonacionalista de reforzar las fronteras y esgrimir la exclusividad racial, de interrumpir la libre circulación de personas (especialmente si provienen de países en vías de desarrollo) pero asegurando una circulación incontrolada de bienes y capitales. El miedo a una pandemia es más peligroso que el propio virus. Las imágenes apocalípticas de los medios de comunicación ocultan un vínculo profundo entre la extrema derecha y la economía capitalista. Como un virus que necesita una célula viva para reproducirse, el capitalismo también se adaptará a la nueva biopolítica del siglo XXI». «El nuevo coronavirus ya ha afectado a la economía global, pero no detendrá la circulación y la acumulación de capital. En todo caso, pronto nacerá una forma más peligrosa de capitalismo, que contará con un mayor control y una mayor purificación de las poblaciones» (véase Franco Bifo Berardi, «Crónica de la psicodeflación», Caja Negra editora, en la web). Han señalaba la tendencia a orientalizar la salida de la pandemia; Horvat va mucho más allá y vislumbra una plena utilización de parte del capital para profundizar su dominio incluso en alianza con la extrema derecha. Sin caer en una perspectiva ingenua o en un optimismo permisivo, me permito desconfiar de estas alertas que nos ofrecen un futuro sombrío y brutal como única resolución de la pandemia.
Entre la literatura, la vida encerrada y la cuarentena de la crítica
No tengo un plan trazado. Voy dejando que el correr de la escritura y de los días vaya eligiendo sus caminos, que pueden ir llevándome hacia distintos lugares. Hay momentos en que percibo en mí cierta euforia en medio del aislamiento, como si la apertura del tiempo tuviera sus efectos liberadores. Resulta anómalo vivir sin obligaciones, sin la necesidad de cumplir el pacto que desde siempre establecimos con la sociedad, y dejarse llevar por lo que cada instante nos demanda. Es seductor y peligroso. Me recuerda a algunas reflexiones de Boris Groys en relación al tiempo en la vieja Unión Soviética. La nostalgia que él siente al recordar sus años juveniles en los que el día se deslizaba sin apresuramientos ni exigencias vinculadas a la rentabilidad cronométrica ni a demandas de agilización y velocidad. Un tiempo sin tiempo productivo, sin tener que correr hacia una meta que siempre se aleja. Nostalgia de un ocio desmarcado de la industria del entretenimiento que también ha sabido capturar para su mercantilización el tiempo de descanso. Fluidez de una temporalidad que no diferencia entre hacer y meditar. Groys relata sus despertares en la Unión Soviética, el lento desperezarse mientras permanece sin apuro en su cama, sabiendo que no hay por delante ninguna exigencia lo suficientemente decisiva e importante como para acelerar sus movimientos. Entre nosotros, en nuestro lenguaje porteño, hay una palabra que se nos ha ido perdiendo y vaciando: la fiaca (inmediatamente