El derrumbe del Palacio de Cristal. Ricardo Forster
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Como esa película de un viejo Robert Redford, contumaz ladrón de bancos, que me hizo ver mi hijo en una de estas noches intercambiables de la cuarentena. Una historia bien norteamericana que nos habla del espíritu de la libertad como alfa y omega de una vida que no puede ni quiere aceptar la normalidad de la rutina, el ejercicio acomodaticio de la normalidad. Ante la seguridad, la calma y el amor otoñal, Redford sigue optando por la aventura de vivir más allá de las reglas y del dinero. Algo de eso va sucediendo mientras la vida de todos los días ha sido interrumpida y no tenemos seguridad alguna de que, al acabar esta bendita pandemia, todo vuelva a su curso normal e insulso, bajo el manto protector de la repetición. Una suspensión inesperada, casi un acontecimiento que anticipa la ruptura de lo establecido. Quizás una quimera como la que lleva al viejo ladrón a perseguir lo que nunca alcanza a colmarlo. La cuarentena es anticapitalista incluso allí donde no suponga el fin del sistema. Lo es porque interrumpe el flujo de las mercancías y del dinero, porque vuelve improductivas a las personas que se dedican a no hacer nada que se parezca al trabajo porque no hace del tiempo oro ni reduce cada acción a rentabilidad. Extraña paradoja en la que estamos situados y de la que, al salir, no sabremos, tal vez, hasta qué punto saldremos transformados.
Después del libro de Feiling se me impuso ir hacia La montaña mágica, reabrir sus páginas reactualizando un ritual que no he dejado de cumplir cada cierta cantidad de años y como tributo a una lectura para mí iniciática, insustituible y transformadora. Seguir a Hans Castorp mientras se aleja de su Hamburgo natal e inicia el ascenso serpenteante hacia el Berghof, el sanatorio para tuberculosos emplazado en el alto Engadina, muy cerca de las comarcas alpinas recorridas una y otra vez por Friedrich Nietzsche, otro de los personajes que uno no debería dejar de evocar cuando trata de iniciar una reflexión a contracorriente respecto al tiempo en la modernidad burguesa. El filósofo que rompió el mito positivista de la verdad y que resquebrajó la idea y la supuesta experiencia del tiempo como proyección lineal y homogénea. Con él regresó el mito arcaico del eterno retorno de lo mismo, la estructura cíclica de la temporalidad. No casualmente Thomas Mann eligió ese paisaje tan caro al autor del Zaratustra para construir la gran novela de ideas del siglo XX o, mejor dicho, la novela que cerró el siglo XIX dejando al lector abrumado por la entrada a un siglo caracterizado por la aceleración de todos los factores de la vida moderna: la extracción de riquezas del vientre de la tierra hasta su agotamiento cada día más próximo, la maquinización del trabajo, la masificación urbana, la industrialización de la muerte, la cultura como mercancía, la desposesión de pueblos enteros por obra de la mundialización del capital llevada a sus extremos, los fascismos, la racionalización burocrática de la sociedad, la expansión irrefrenable de los medios de comunicación capaces de expropiar la experiencia del hombre y la mujer modernos al punto de dejarlos sin palabras para narrar sus propias vidas, la entronización y la destrucción del Estado de bienestar, el aceleramiento híper-productivista y el desenfreno del consumo, la mitologización de la velocidad y la juventud, el reinado del automóvil, la economización de todas las esferas de la vida, el calentamiento global y, ahora, la pandemia que nos abruma y atemoriza. Thomas Mann escribe la historia de Hans Castorp como un modo de narrar el final de una época y la entrada a un tiempo completamente distinto. Un libro melancólico que anticipa las catástrofes por venir. Pero también una aventura que se sustrae al impulso maníaco que atraviesa al capitalismo; una peripecia de la lentitud en la que el tiempo se estira para dejar lugar a meditaciones sobre la vida y la muerte, la salud y la enfermedad, el amor y el erotismo, la verdad y la mentira, la racionalidad y el inconsciente, la reacción y la revolución. Todo está en esa novela magnífica que, sin embargo, se sustrae conscientemente a las exigencias de un sistema que privilegia la aceleración, lo fugaz e inmediato, el tiempo devorándose al tiempo. Me convenzo de que no hubo azar en el momento en que tomé La montaña mágica del estante de la biblioteca y, casi sin darme cuenta, recomencé una nueva lectura. Acaso una fuga hacia otra época, un intento de salirme de las demandas de un presente caótico. O, por qué no, una estrategia para pensar mejor lo que nos está sucediendo, un libro que se corresponde, en su deslizarse a lo largo de más de 800 páginas, con la apertura de una temporalidad sin apresuramientos.
Así como Thomas Mann hace de una novela la oportunidad para despellejar a fondo el cuerpo de una civilización agotada y mortecina, nosotros, en medio de esta otra morbilidad exuberante, nos sentimos impelidos a revisar nuestros supuestos y nuestros paradigmas. La peste no sólo deja desnuda la vida humana, sino que abre la posibilidad de someter a crítica lo que hasta ahora parecía intocable, propio de la órbita de lo sagrado y eterno. El capitalismo cruje bajo el manto de una pandemia, y la desaceleración de casi todas las actividades productivas cuestiona el frenesí de un sistema incapaz de limitarse. Si bien los habitantes del Berghof pertenecen a una clase acomodada en un tiempo de decadencia y el propio Thomas Mann deja que su pluma exprese la nostalgia por un mundo ido, su lectura en medio de la cuarentena tiene algo de gesto mimético, de viaje hacia otro época en la que el tiempo –también dominado por la enfermedad– transcurre de otro modo y se opone a la marcha ineluctable del progreso que desembocará, como todo lector de La montaña mágica sabe, en la muerte industrializada que se devoró a millones de seres humanos en las trincheras de la Gran Guerra, cuando el viejo mundo decimonónico estalló en mil pedazos junto al cuerpo despedazado de Hans Castorp. ¿Estamos también nosotros, contemporáneos de una suerte de pacto suicida de los poderes de turno, contemplando el final de un sistema que se creyó inmortal? ¿Quiénes son nuestros Settembrinis y nuestros Naphtas capaces de disputarse el alma del joven Castorp? ¿Quiénes defienden la apertura del horizonte bajo la lógica del dispositivo tecno-científico que se ofrece como la única garantía para sacarnos de este pantano mórbido y angustiante? ¿Quiénes otros alzan sus voces para denunciar la monstruosidad del sistema y ofrecer, a cambio, la perspectiva de otra sociedad como consecuencia de la pandemia arrasadora? Thomas Mann confrontó, a través del ilustrado y progresista Settembrini y el reaccionario y jesuita mesiánico Naphta, lo que para él, hombre de un tiempo extinguido y habitante de una época de guerras, revoluciones y cambios tecnológicos, expresaba la disputa central de un mundo en crisis. Paradójicamente, el resultado del duelo entre ambos terminará con el enmudecimiento y la parálisis de los dos contendientes. El suicidio de Naphta deja inhabilitado y mudo a Settembrini. El progreso y la revolución se devoran mutuamente. ¿Qué otras instancias se abren para nosotros? ¿Cómo salir de la trampa del binarismo que nos paraliza al sellar cualquier otra oportunidad que no responda a esa lógica? Una lectura ociosa que me permite ir hacia la suavidad de la nostalgia mientras me aguijonea para seguir descifrando nuestras encrucijadas. Tendríamos que hacer, con el cuidado del caso, el elogio de la cuarentena. Seguramente volveré más adelante a darle vueltas a esta sensación.
Pandemia y capitalismo: el círculo vicioso
Leo a mi amigo Jorge Alemán que escribe desde un Madrid fantasmal, desolado no sólo por la invasión de lo invisible sino por la oscura percepción de un real que ha dejado de ser una amenaza metafórica para convertirse en una presencia absolutamente extraña, eso que siempre estuvo pero que tratábamos de no ver ni convocar. Esperábamos a Godot con complacencia intelectual, como quien sabe lo que la mayoría desconoce o no quiere conocer, pero que lo ha confinado, a su vez, al buen resguardo de las teorías capaces de explicar lo inexplicable sin, por eso, tener que hacerse cargo de la llegada