No somos niños. Catalina Donoso Pinto
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En un segundo aspecto, la película de Buñuel se puede inscribir también en lo que Gilles Deleuze describió como “cine político” en La imagen-tiempo. Según su definición, lo que caracteriza al cine verdaderamente político es que en estas películas “el pueblo es lo que falta” (287). Quisiera convocar distintas concepciones de esta supuesta ausencia. En primer término, una de las concepciones del niño que lo vincula a la noción de inocencia y virtud es considerarlo una tabula rasa, un vacío al cual llenar con educación y normas beneficiosas que hagan de él un sujeto social. Esta ausencia podría, a su vez, contraponerse a la noción psicoanalítica que acabamos de revisar, la cual, en oposición al vacío, es un receptáculo de tensiones y conflictos psíquicos desde la más temprana edad. Sin embargo, según la proposición de Deleuze, el rol del cine político es justamente hacerse cargo de esa ausencia, pero no como la falta de individuos, no como el sujeto en cuanto negación política de su condición, sino como la falta del “pueblo”, de un todo organizado y coherente, épico tal vez, cuya epopeya anule la exposición de sus conflictos y contradicciones. Y también en ese sentido, “la nada” de la que habla Paz se desmarca de esta ausencia deleuziana, política y traumática, en la medida que Paz describe una negación definida como “pasividad” que no está en la mirada deleuziana. Muy por el contrario, se trata de una ausencia activa, aunque innombrable, que solo no está porque se la ha confinado, pero cuya movilidad es la de salir a la luz5.
El encadenamiento entre lo planteado al inicio —la amenaza que el filme de Buñuel significó para la unificación de una idea de nación en el México posrevolucionario— y la proposición de Deleuze —en cuanto Los olvidados sería un filme político— surge al tratarse de un filme en el que lo que falta es lo mexicano como esencia aglutinadora — “lo que falta es el pueblo”—, pero esta ausencia, como dije, no implica un vacío, sino que la presencia de un continente de tensiones en conflicto (la ausencia es la de un nombre para dicha presencia). Mi interés es analizar de qué manera la película se desarrolla como una propuesta política en este sentido y cómo eso se vincula a la noción de infancia, y así proponer que lo que llamo “adultez remedada” se siente amenazada por esta visión infantil, caótica e impredecible del conglomerado al que intenta representar, con la infancia no como una etapa a superar, sino que como la reserva, el sumidero de los conflictos internos del adulto. Quiero plantear un “lenguaje de la infancia” desarrollado por Buñuel en el filme, que corre en paralelo con la noción del niño inconsciente que he descrito, y que desafía o amenaza al proyecto de “adultez” que la instauración de una identidad nacional coherente, cohesionada, moderna y unívoca, intenta exponer.
La ficción del documental
La presentación de la película incluye una voz en off que imposta la de un documental. “Esta película está basada íntegramente en hechos de la vida real y todos sus personajes son auténticos” es el texto previo que refuerza la promesa de encontrarnos con un extracto de la realidad, y al mismo tiempo toma la posición de una voz autorizada y experta que se distancia —porque no se inserta dentro de la realidad que retrata— y emite juicio. El primer indicio se inscribe dentro del ámbito de lo particular — “esta historia es real”— y el segundo nos sitúa en un marco más general, el del estadio sociocultural en el que la historia tiene lugar. Este segmento muestra vistas panorámicas de grandes ciudades europeas para luego hacer una analogía con México, “la gran ciudad moderna”. ¿Cuánto de pedagogía y cuánto de ironía contienen estas declaraciones? Es necesario remitirse aquí a Las Hurdes (1933), el único documental que filmara Buñuel y que, en su tono didáctico y objetivo, trabaja con los elementos de la ironía y la parodia. El tratamiento que se da por igual a escenas costumbristas y a la muerte de un niño, por ejemplo (todo instalado en el contexto de la más dura miseria), remite a un tono de mordacidad no solo hacia los hechos que retrata, sino hacia el mismo registro de enunciación que emplea. Bazin señala que, aun en la más descarnada atrocidad, Buñuel refleja la nobleza humana (58); sin embargo, aquello que podríamos reconocer como nobleza en la degradación aparece gracias a que toma prestado un lenguaje (que objetiviza lo que representa) para burlarlo y, con ello, devolver cierta dignidad a lo retratado. En este sentido, debemos recurrir a lo llevado a cabo por Buñuel en su falso documental Las Hurdes (no falso porque no sea un documental, sino porque falsifica los procedimientos del documental etnográfico para subvertirlos) y ver cómo este gesto podría funcionar en Los olvidados. El tono que toma prestado de los noticieros cinematográficos de la época, y que hoy podemos confrontar con el de los reportajes televisivos, está ahí para desmoronarse en su objetividad y distancia frente a una realidad de extremos: muerte, miseria, carencia, son tratados del mismo modo que una postal turística de un lugar exótico.
Quiero entrar aquí en uno de los puntos que me interesa destacar. Se trata del paralelo que intento proponer entre una sociedad moderna y desarrollada, y el estadio de adultez en el desarrollo del individuo. Si bien el concepto de desarrollo utilizado muy comúnmente en sociología y que permite clasificar los países en desarrollados, en vías de desarrollo o subdesarrollados, cobró mayor notoriedad después de la década del cincuenta, me atrevo a señalar que esta noción ya formaba parte del imaginario cultural en la época en que se realizó el filme. Volviendo a la cita de Paz en El laberinto de la soledad, vimos que su concepción de una sociedad que reflexiona sobre sí misma y se pregunta “¿qué somos y cómo realizaremos eso que somos?” (144) es argumentada a partir de la analogía con el ser humano en crecimiento. Entonces, si una sociedad en desarrollo puede identificarse con un adolescente, una sociedad desarrollada debiera hacerlo con un adulto. Esta es, antes de iniciar el análisis de la cinta propiamente tal, la primera problemática que quiero establecer en la lectura que de ella hago como lenguaje de reivindicación de la infancia. Los olvidados se situaría entonces en un contexto social que se considera a sí mismo un adulto en ciernes y al que la película cuestiona y ridiculiza. Ya el tono neutral documental, que como vimos se parodia a sí mismo y que es el que pone atención sobre la “modernidad” de México, quiebra la continuidad del discurso desarrollado/adulto de prosperidad, más allá de la exposición concreta de la marginalidad. Es destacable, por ejemplo, que mientras se describe en detalle la vida en los sectores periféricos, el resto de las imágenes nos muestren la grandiosidad de los hitos más reconocibles de las grandes urbes: la torre Eiffel, el distrito financiero de Nueva York, el Big Ben de Londres, y por supuesto, el Zócalo en el Distrito Federal. En un periodo en que la noción de modernidad todavía no concebía la convivencia de múltiples modernidades, y más bien “las primeras teorías de la modernización insistían en la unicidad de la modernidad y en su raigambre europea o norteamericana” (Larraín 13-14), es también posible leer este gesto irónico de la voz documental impostada como un cuestionamiento a la propia concepción unívoca de modernidad.
Jorge