No somos niños. Catalina Donoso Pinto
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He mencionado anteriormente que la opción del director de negarnos la visión de la ciudad moderna (a no ser por escasas excepciones) tiene su correlato en la analogía modernización/adultez–subdesarrollo/infancia. Así, el contrapunto entre las imágenes de los hitos urbanísticos de las grandes metrópolis que dan inicio a la cinta y las barriadas que dominan el paisaje en el resto del filme, a mi entender privilegia la concepción del infante como cohabitante del adulto —niño inconsciente— y reivindica, como acto político, la presencia de aquello que se quiere clausurar u olvidar, reprimir. En este apartado pretendo desarrollar el análisis circunscribiéndolo a ciertas escenas en las que, como adelanté, se representan aquellas zonas residuales en su cualidad de sobrante o desecho.
La casa en ruinas en la que vive el ciego —y a la que luego se suma el Ojitos— está ubicada en un área que se separa del resto de la barriada por unos muros de ladrillo. Vemos esta separación claramente cuando Jaibo es llevado por un amigo a su escondite luego de haber cometido el crimen, es decir, el terreno en el que se esconde el Jaibo es el mismo que aquel en que viven el ciego y el Ojitos. Ya entraré en el estudio de los alcances metafóricos acerca de la visión, pero por ahora me interesan dos asuntos: el primero, la morfología del territorio, y el segundo, los intercambios furtivos que ahí se producen. Sobre el primer aspecto, la zona se ubica dentro del barrio y está limitada por un muro. Cuando el Jaibo ingresa, la muralla imprime la sensación de que entraremos a un espacio restringido, acotado, diferenciable del espacio abierto que acabamos de abandonar. Sin embargo, una vez adentro, lo que hay es otro afuera, pero habitado por una ruina mayor. Si en el barrio encontramos precariedad, casuchas improvisadas de materiales frágiles, un mercado que se asienta en su nomadismo (un mercado puede cambiar de lugar en la medida que su edificación es pasajera), en la zona que describo lo que hay es un terreno baldío que alberga deterioro. Todo allí parece a medio terminar —o a medio empezar—, bombardeado o destruido. No hay sino construcciones habitadas por la destrucción, valga la paradoja. Este sería, entonces, el niño permanente, pero esquivado, que habita dentro del propio niño clausurado de la gran ciudad. Con esta descripción quiero poner en evidencia una complejización que Buñuel despliega en relación a su crítica de la sociedad moderna/adulta. No solo hay un niño/desecho que permanece, que cohabita, sino que dentro del propio espacio de lo desechado supervive también su correspondiente sumidero9, como si incluso en el resto, en el exceso, habitara también otro residuo en un espiral de exclusiones sin fin.
Hay dos escenas que quiero destacar para ilustrar qué tipo de relaciones se dan en ese territorio. Cuando el Jaibo se encuentra con el Ojitos, que va camino a la casa del ciego, lo interpela violentamente y lo amenaza: “Como sueltes la lengua de que me viste por aquí, te mueres. A mí el que me la hace, me la paga”. Ya en la casa del ciego, adonde lleva agua, el hombre lo interroga acerca de con quién ha estado hablando. Ojitos, al principio, no dice la verdad e intenta ocultar lo que ha pasado, pero ante la insistencia del ciego, quien lo maltrata tirándolo de las orejas, le confiesa que se ha encontrado con el Jaibo. En ambas situaciones el Ojitos es violentado, y en ambas está la presencia de un secreto, el cual, si revelado, generará venganza, y si guardado, traerá igualmente violencia. Cuando el ciego por fin lo suelta, y mientras lo regaña, el Ojitos, lleno de rabia, toma una gran piedra y hace el gesto sin resolución de darle con ella al ciego en la cabeza, pero no lo hace. Hay otra escena, hacia el final de la película, que se sitúa en este mismo territorio. En ella, Pedro —que quiere esconderse luego de haber delatado al Jaibo— busca refugio en la casa donde vive su amigo, el Ojitos. Aquí también hay un secreto, pero mucho más velado que el escondite del Jaibo, y es el intento de abuso que el ciego emprende contra Merceditas. Otra vez el Ojitos debe ser mudo testigo y otra vez el impulso de herir mortalmente al ciego (Merceditas saca una tijera de entre su ropa y hace como que se la entierra) es contenido y aplazado. Este nudo ciego de no poder hablar / no poder callar se desarrolla en el espacio que, como dije, representa la zona marginal dentro de lo que ya es el residuo del diseño urbano. El ciego le pregunta al Ojitos con quién habla y este le responde: “Con uno que pasaba”. El ciego sabe que el niño miente porque “por aquí no pasa nadie”. Es el territorio abandonado, donde nadie pasa.
En la investigación que aquí me ocupa, diré que por los términos en los que lo he descrito, el niño, el subdesarrollo, es el Unheimliche del adulto, de la modernidad, en cuanto su presencia, siempre oculta pero a la vez siempre presente, amenaza con surgir y horrorizar. Y en las escenas que acabo de analizar hay incluso, dentro del territorio de lo siniestro, otro secreto aún más condenado, donde se guarecen los impulsos que, en el campo de lo residual, son marginados y relegados allí: el asesino de Julián, los deseos de matar al ciego, el Ojitos. Así también, el “pueblo que falta” de la concepción deleuziana no es una falta absoluta: los conflictos y tensiones de ese grupo humano se convierten en una presencia imposible de normar o catalogar. Es lo que se esconde tras una palabra (el “pueblo”, la “gente”, la “masa”, la “multitud”), pero que eventualmente amenaza con salir a la luz y desprenderse de su nomenclatura para desbordarla.
Un último cruce que me parece interesante abordar aquí es el que se da entre el personaje del Ojitos y el texto de Freud. El relato que este escoge para hacer su análisis del Unheimliche es “El hombre de arena” de E. T. A. Hoffmann. En él, un personaje de la tradición popular entra a las piezas de los niños y les arranca los ojos. El miedo a la castración, según Freud, está encarnado en este cuento y se acopla muy bien con la definición de lo siniestro que ha elaborado en su artículo. En las escenas que he detallado en esta parte, el Ojitos pierde sus ojos, no puede hablar de lo que ve. Es la víctima del hombre de arena materializado en las dinámicas de relaciones que se establecen en el territorio de la destrucción que rodea su casa. En Los olvidados, el Ojitos representa al recién llegado de la provincia, un “juereño” abandonado por sus padres debido a razones económicas, que se suma al grupo de niños de la calle, pero que obtiene un estatus menor por su origen. Es además, de los personajes principales, el único con rasgos indígenas, una característica claramente observable no tanto por el color de su piel sino por la forma de sus ojos. Es el Ojitos como ausencia de visión, como ojos arrebatados por la urbe (el nombre no surge sino a partir de su llegada a la barriada), como señal étnica que lo condena a la marginalidad dentro de un grupo ya de por sí marginal, como símbolo de la castración en cuanto pérdida y carencia.
El niño, como unheimlich, no puede tener identidad, concebida esta como sentido, y el sentido como dirección, destino, futuro. El niño como unheimlich es ausencia de destino, ausencia de futuro, es promiscuidad de lo pasado y lo presente/futuro. En este sentido, el niño, como unheimlich, vuelve a la ciudad porque es allí donde vive, aunque relegado a sus márgenes, pero que aparece y horroriza a un público tomado por sorpresa en una sala de cine.
1 En The elusive child, Lesley Caldwell considera a la infancia (como entidad ideal) como uno de los mitos fundamentales que sustentan la época moderna. Sostiene también que el niño es una de las figuras más recurridas para representar al/lo “primitivo”, consideración que ha tenido numerosos alcances en la elaboración de la infancia como concepto instituido.
2 También es cierto que el neorrealismo italiano se caracterizó por dotar de cualidades de inocencia y bondad a sus personajes marginales, creando en el espectador una vinculación empática con ellos, recurso que Buñuel por cierto no utilizó en su película; por el contrario, hallar empatía con sus protagonistas es una tarea más bien difícil.
3 André Bazin puntualiza en The Cinema of Cruelty. From Buñuel to Hitchcock que el gusto por lo horrible, el sentido de la crueldad, la búsqueda de los aspectos extremos de la vida, son todos herencia de Goya, Zurbarán y Ribera.
4 Según relata Bernardo Bolaños, la imagen que Breton escogió para ilustrar su texto “Souvenirs