No somos niños. Catalina Donoso Pinto
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En este punto es necesario establecer un cruce con la apuesta de las corrientes realistas y su decisión de hacerse cargo responsablemente de una “realidad” extrafílmica que representar. Desde ese punto de vista, el neorrealismo italiano y los teóricos como André Bazin o Siegfried Kracauer ponen sus aproximaciones al cine al servicio de una reflexión acerca de lo real que sospecha de sus posibilidades de ilusión y espectáculo, y abren, por el contrario, un frente de lucha que se separa de la evasión como principio para inscribirse en el de un cine revelador de lo real, según palabras de Ismail Xavier. Pero aquí encontramos otro intersticio de entrada para las concepciones de la infancia: la reivindicación de una verdad fragmentaria y no totalizante descrita por Kracauer —propia del cine de posguerra que, una vez desprendido de inscripciones religiosas o ideológicas, vuelve al “pequeño hecho”, a la potencia significante de esos vestigios de realidad— permite describir la posición del espectador como profundamente infantil, pero no infantilizada (como podría ser la pantalla ilusoria) sino que retornado en la inocencia de una mirada abierta al mundo:
Es posible una experiencia reveladora dada una condición de inocencia, teniendo en cuenta que el hombre “fragmentado” —de acuerdo a una concepción clásica del infante— es todo disponibilidad para vivenciar sin los velos ideológicos aquello que le es dado percibir de su hábitat (Xavier 93).
Vemos entonces que, en la posición realista descrita, la mirada infantil aparece en la percepción no manipulada de los materiales que la realidad otorga, en el retorno a un conocimiento del mundo que valora la confianza en su referente, y que en lo específico sirvió para fundamentar corrientes como el neorrealismo. La propuesta de Gaviria puede muy bien inscribirse en esta aproximación al realismo, marcada por su “apetencia de realidad”—usando una expresión de Jorge Ruffinelli—, o por una “voluntad realista”, como el mismo Gaviria la denomina. Su estilo realista, a medio camino entre la ficción y el documental, pero definido fundamentalmente por la primera, puede conectarse así con una manera de entender el componente infantil asociado al aparato cinematográfico, totalmente alejado de estadios narcisistas o de opciones vinculadas al espectáculo, y anclado en un interés genuino por dialogar con aquello que llamamos “lo real”, y que en sus filmes se sumerge en situaciones de extrema violencia y marginalidad. Para el interés de este capítulo, esa posición que enfrenta, confronta y representa a niños y adolescentes inmersos en un contexto social desfavorable, a través de una mirada que reivindica a la infancia como espacio visual privilegiado, se inscribe a su vez en la dicotomía pasado/futuro que, como señalé al principio, puede definir conceptualmente a la infancia, justamente por situarlos en ese espacio de carencia. Veamos ahora cuál es la manera particular en que los filmes escogidos se proponen entrar a los temas que tratan.
No futuro: la muerte como clausura y como posibilidad narrativa
Tanto Jorge Ruffinelli como Carlos Jáuregui y Juana Suárez han establecido relaciones evidentes entre los filmes de Gaviria que tratan con niños —principalmente Rodrigo D. No Futuro y La vendedora de rosas— y Los olvidados de Luis Buñuel2, cinta considerada como un antecedente fundamental para todo el cine latinoamericano que de ahí en adelante abordó como tema a la infancia marginal. Tal como ocurrió con Los olvidados, gran parte de la filmografía de Gaviria ha sido rechazada por un público que la considera una imagen tergiversada y sórdida de la sociedad colombiana. El niño inconsciente, aquí extrapolado a un modo de ser social, aparece como un desborde molesto y peligroso que la misma sociedad que lo genera prefiere no hacer visible. Es anecdótico —pero a la vez elocuente— que tanto Los olvidados como Rodrigo D. hayan tenido como semilla temática para la creación del guion un hecho noticioso encontrado en la prensa: en el caso del filme buñueliano, el cuerpo de un niño encontrado en un basural, y en el de la ópera prima de Gaviria, el intento de suicidio de un adolescente marginal en Medellín.
Existe también otro punto coincidente con el director español que tiene que ver con la postura ética que ambos asumen al disponerse a trabajar el material fílmico. En los dos casos no existe una postura pedagógica o redentora desde la que se posicione la enunciación del filme: ni ellos son capaces de resolver o comprender cabalmente la complejidad de ese real al que se enfrentan, ni tampoco suponen que el discurso cinematográfico sea capaz de transformar las acciones de quienes son representados o de quienes son sus espectadores:
Gaviria intenta —si bien no siempre lo logra— una búsqueda común con el Otro, sin el paternalismo de un proyecto redentor ni disciplinario y sin la predisposición jerárquica a la traducción; asumiendo la incomprensibilidad y alteridad del Otro; en otras palabras, se trata de un tipo de representación fundada en una observación mutua, en una óptica ética (Jáuregui y Suárez 386).
La propuesta de Gaviria puede considerarse incluso más radical en ese sentido, al incorporar lo que Jáuregui y Suárez llaman “observación mutua”, y leerse como una suerte de perspectiva utópica inserta en las posibilidades dadas por el aparato cinematográfico. Pero ya volveré sobre este punto, que se vincula estrechamente a la metodología usada por Gaviria en el proceso de construcción del guion y durante el rodaje, y que me propongo confrontar con la idea de futuro comentada al inicio.
Si bien es posible establecer un nexo entre la corriente neorrealista europea de la segunda mitad del siglo xx, sugerido ya en el apartado anterior, y vinculada a una manera de entender el realismo con una propiedad “reveladora”—de ahí sus estrategias basadas en el uso del plano-secuencia y en lo que Ismail Xavier llamara “confianza en la realidad”— el cine de Gaviria, tal como el de Buñuel, realiza un giro estilístico que lo separa de este movimiento y sus postulados. Es cierto también que el título del primer largometraje del director colombiano sugiere un guiño a Umberto D., reconocida obra del director neorrealista Vittorio de Sica, con la que comparte fundamentalmente el estado emocional del protagonista, pero se distancia en su manera de presentarlo. En Rodrigo D. la realidad reveladora permanece en un estado de ambigüedad que el trabajo fílmico no es capaz de resolver —ni lo será, ni lo pretende—, y resiste en una estructura hecha de retazos que, si bien posee un hilo narrativo conductor que nos llevará hasta el desenlace predestinado, se sostiene mucho más en el ritmo caótico de la música punk que en las relaciones de coherencia entre las acciones del relato: “Las escenas son brevísimas, la agilidad de la cámara constante” (Ruffinelli 136). En el caso de La vendedora de rosas, este distanciamiento es incluso más extremo, dialogando otra vez con Los olvidados al incorporar otros estilos y romper así la relación estricta con una corriente en particular. Vimos antes que Buñuel quiso incorporar elementos irracionales e inesperados en ciertas escenas, y que su productor se lo prohibió; sin embargo, pudo insertar otras más enmarcadas en la tradición surrealista, y fundamentadas en el guion, como la inclusión del sueño de Pedro y la visión del Jaibo durante su agonía de muerte. En el caso de La vendedora…, la constante alucinación de niños que pasan gran parte de su tiempo deambulando por las calles y aspirando pegamento (cosa que, por lo demás, efectivamente hacen durante la filmación de las escenas) permite que la cámara se instale también desde una suerte de estado intermedio entre la lucidez y las visiones, dotando a toda la realidad intrafílmica de una característica de ensoñación y pesadilla.
Así como se ha intentado entender estos filmes por su inscripción en la tradición neorrealista —cuestión no errónea sino imprecisa— se los vincula también a la herencia de lo que se dio en llamar el Nuevo Cine Latinoamericano. Es indudable que el cine de Gaviria comparte con este movimiento un interés por rearticular el lenguaje cinematográfico desde lo propiamente latinoamericano, definido a partir de su situación subalterna. Pero el enfoque que sustentaba al Nuevo Cine, inserto como estuvo en un periodo de declaraciones políticas militantes y de promesas revolucionarias truncadas luego por la violencia y el fracaso, no funciona de la misma manera en una propuesta cinematográfica que, como vimos, renuncia a su función social en cualquier sentido que no sea el contenido en la misma experiencia de realización. No hay denuncia en cuanto a promover la compasión