No somos niños. Catalina Donoso Pinto
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El propósito central de este capítulo es examinar uno de los documentales menos difundidos de Sarmiento, El planeta de los niños, cruzándolo con algunos hallazgos provenientes de una investigación sobre la representación de la infancia en la literatura y el cine chilenos contemporáneos a la que me dediqué en los últimos años. Este no pretende ser un análisis exhaustivo de la cinta, ni agotar sus alcances en cuanto a la perspectiva que adopto para hacerlo, sino que se propone como una primera aproximación a este material de la mano de algunas reflexiones en torno a la mirada de y desde la infancia que el cine ha propuesto.
Es lamentable que tantos trabajos de la primera etapa de Valeria estén, o bien inencontrables, o difícilmente rastreables. Para el análisis de El planeta de los niños podría recurrir a un antecedente de otra aproximación a la infancia dentro de la filmografía de Sarmiento, en una obra comisionada por Naciones Unidas que abordaba la experiencia de niños exiliados (La nostalgia, de 1979), a la que no podemos tener acceso5. De algún modo, esta ausencia da cuenta también de la importancia de no considerar nunca a la obra un objeto aislado, sino que uno que se relaciona con un contexto al que alude, pero también con uno que la alberga. Así, es preciso comenzar este trabajo reconociendo que hay elementos relevantes que no están disponibles, y por eso cualquier aproximación a este documental es uno falible e incompleto. Georges Didi-Huberman hace referencia a la porosidad de todo archivo por medio de la metáfora de una imagen en llamas, cuyo fuego encarna, por una parte, su contacto con la “realidad”, y por otra, su referencia a otras imágenes, otros fuegos extinguidos o silenciados:
Porque la imagen es otra cosa que un simple corte practicado en el mundo de los aspectos visibles. Es una huella, un rastro, una traza visual del tiempo que quiso tocar, pero también de otros tiempos suplementarios —fatalmente anacrónicos, heterogéneos entre ellos— que no puede, como arte de la memoria, aglutinar. Es ceniza mezclada de varios braseros, más o menos caliente (35).
En ese sentido, una imagen presente es también la huella de una ausencia, de manera que aun cuando este discurso que construimos para indagar en lo conocido da cuenta de lo que no puede ser dicho, al mismo tiempo dialoga de manera activa con lo que se encuentra desaparecido. De algún modo, las películas que sí hemos podido rescatar se hacen cargo de rescatar del olvido a aquellas que siguen inencontrables.
Institucionalizando a la infancia
Antes de entrar al análisis del documental que aquí me ocupa, me gustaría hacer algunos alcances en torno a la idea de infancia y de su normativización a través de la escuela como institución, objeto principal de la mirada de Sarmiento en esta pieza audiovisual.
Uno de los principales problemas con que se encuentra el estudio de la infancia es que su abordaje parte siempre de la construcción que se hace de ella desde una perspectiva adulta. Así, tanto su observación como su resguardo, e incluso las estrategias de visibilización del sujeto infantil, están organizados, definidos y puestos en práctica desde una lógica adultocéntrica. Esto funciona también a un nivel simbólico en lo que distintos autores, que desde diversas disciplinas se han dedicado al estudio de la problemática infantil, sintetizan desde la noción de human becoming —individuo en construcción— en lugar del human being o sujeto de pleno derecho en el que debe llegar a convertirse. Desde esta perspectiva, el niño y la niña no tienen un valor en sí mismos, sino que son vistos como procesos destinados a cumplir un fin que está puesto fuera o más allá de ellos.
Claudia Castañeda es una de las investigadoras que analiza críticamente este fenómeno, indagando distintas figuraciones que se construyen en torno a la infancia y que se fundan en su carácter de potencialidad, más que en el de un sujeto efectivo. Ese sujeto de pleno derecho es siempre un adulto, en el que el niño o niña debe convertirse. La infancia, en ese sentido, es pura transformación, pura incompletitud (2), un estado intermedio en busca de su definición. Para Castañeda, incluso las teorías contrahegemónicas que cuestionan un modelo de sujeto estable e independiente no se han interesado en construir una teoría de la infancia que se haga cargo de esta desigualdad y que reconozca las particularidades inabordables de la infancia centradas en una visión universalista de la misma y siempre abarcada desde la perspectiva adulta. En el último capítulo de Figurations. Child, Bodies, Worlds, la autora disecciona escritos de la teoría crítica posestructuralista (Foucault, Deleuze, Guattari, Lyotard, entre otros) para encontrar en ellos una definición de infancia que encarna la posibilidad de cambio y transformación, pero siempre al servicio de una necesidad adulta, donde esa energía transformadora no se alimenta a sí misma, sino que se instituye como promesa para el universo de los mayores. Si bien en el caso de Deleuze podría intentarse un paralelo entre su proposición del “devenir niño” y el human becoming comentado por Castañeda, el principal cuestionamiento de la autora es que aunque una aproximación como esta pone de relieve la figura infantil, su valorización está al servicio de un modo de ser adulto que se beneficia de ese “devenir niño” en la comprensión o construcción del sí mismo adulto.
Algo similar propone la socióloga española Lourdes Gaitán en su Sociología de la infancia. Nuevas perspectivas:
Puesto que la infancia es entendida principalmente como “aún no ser” adulto, su definición se obtiene por sustracción, deviniendo en una categoría residual cuya verdadera importancia está en función de su potencial futuro, no de su ser presente (22).
Siguiendo esta reflexión, Gaitán desarrolla un pensamiento en torno a la invisibilidad de la infancia, que permanece confiscada por la vida familiar a menos que algo inusual rompa esta lógica de funcionamiento y la vuelva manifiesta ante la mirada pública. La familia aparece entonces como una entidad fundamental para entender la construcción cultural del universo infantil, pero no la única. Diversas instituciones, creadas y consolidadas desde la lógica adulta, se proponen facilitar y promover que ese proceso de convertirse en otra cosa se desarrolle de la mejor manera posible y llegue a su término con éxito, produciendo un adulto acorde con la sociedad en la que se inserta y que aquello llamado infancia quede por fin atrás. Así, junto con la familia, la escuela se erige como espacio social y cultural donde el infante encuentra un hábitat diseñado especialmente para su desarrollo, de acuerdo a lo que se espera de él. Esta inscripción institucional está por cierto llena de conflictos, de exclusiones y normativizaciones que niños y niñas viven y padecen. Ya en su famoso estudio El niño y la vida familiar en el Antiguo Régimen, Philippe Ariès, desde una óptica muy foucaultiana, advertía sobre cómo la creciente preocupación en torno a la infancia y la creación de instancias que cimentaran dicha preocupación han traído aparejadas también la pérdida de libertades y la restricción de la autonomía de los infantes a través de la vigilancia y el control.
La escuela, según la entienden y definen Narodowski y Brailovsky, encarna tradicionalmente una utopía. Su búsqueda es “la promesa de arribar, por medio de la escuela, a un mundo mejor” (23), con espacios definidos y jerarquías bien delimitadas a través de “una asimetría fundante que constituye un “lugar de docente” y un lugar —infantil o infantilizado— que se define en oposición y reciprocidad al primero” (22). Para velar por el respeto irrestricto a esta estructura, durante el siglo xix, el Estado se compromete a organizar, coordinar y fiscalizar las escuelas, además de asegurar el derecho a la educación de manera universal. En su trabajo sobre la estatización de la educación, Mariela A. Carassai da cuenta de este