Don Lorenzo Milani. Michele Gesualdi
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Don Lorenzo Milani - Michele Gesualdi страница 10
Animados por su vicario, se comprometen para ayudar a un orfanato existente en su territorio. Luchan por eliminar la costumbre de hacer participar a los huérfanos en los cortejos fúnebres a cambio de una compensación económica al colegio por parte de los parientes del difunto. Sostienen que el lugar que corresponde a los chicos es la escuela, la vida social con sus coetáneos, no los funerales. Los liberan también de la humillación de ir por las casas pidiendo limosna. Cogen el carrito de tracción humana que utilizaban los huérfanos y ellos mismos van periódicamente casa por casa a reunir alimentos y donaciones para el sostenimiento del colegio. En estas salidas, los jóvenes notan un hecho curioso: cuando está con ellos Don Lorenzo, las familias católicas más conocidas son generosas a la hora de donar y hacen todo lo posible por ser notadas por el sacerdote. Por el contrario, cuando van solos, no dan nada, diciendo que ya han donado en abundancia la vez anterior. Una hipocresía que Don Lorenzo no renunció a remarcar cuando le fue referida.
El vicario dedica sus cuidados a los huérfanos también como sacerdote y maestro, pasa a ser su confidente y confesor. Les ayuda en las tareas escolares, escribe farsas divertidas para recitar en común. Juega también al fútbol con ellos y las risas de los chicos son incontenibles cuando, al correr torpemente a causa de la sotana, cae a veces y rueda por tierra.
Aparte de ayudar al colegio vemos a esos jóvenes empeñados en el río junto a Don Lorenzo, tamizando la arena para los trabajos de recuperación de una capilla en desuso y, más tarde, para construirle la casa a una viuda y a sus hijos, que habían perdido al padre en un dramático accidente de trabajo.
Se encuentran en las plazas para impugnar las mentiras de los oradores de los distintos partidos políticos y organizar conferencias y debates públicos sobre los problemas de actualidad.
Giacomino
Se ocupan de los que viven rechazados por todos, como Giacomino, el alcohólico que le hace todo tipo de fechorías a su mujer, que al final, indignada, lo echa de casa. Él se va
a vivir solo y lleva una vida de marginado, pero siente la soledad y todas las mañanas se presenta temprano junto a la reja de la ventana de la planta baja de la casa de su mujer para implorar que lo reciba de nuevo. Ella ha terminado definitivamente con él y le echa siempre cerrándole la ventana en la cara. Tras el cristal de la ventana aparece una mañana el perfil del marido con los ojos desorbitados, inmóvil. Se había ahorcado en la reja. La pobre mujer grita desesperada: «¡Has querido hacerme también este último desprecio!».
La noticia del suicidio se difunde velozmente por el pueblo; vienen los carabineros y también el joven vicario. Juntos cubren el cuerpo con una manta en espera de los procedimientos para su levantamiento.
El magistrado acepta la propuesta del vicario de ocuparse del cadáver. En el bolsillo de su vestimenta encuentran una nota: «Soy Giacomino, hombre perverso. No recéis por mí, que es tiempo perdido».
En esa época no se permitía el funeral religioso al suicida. Pero Don Lorenzo y sus jóvenes acompañan el féretro al cementerio para la sepultura.
El pequeño cortejo fúnebre se cruza durante su camino con Alfredo, un muchacho de 18 años que va camino de regreso a casa. Cae ya la tarde, y el pequeño grupo con el féretro y el sacerdote le impresiona un poco, pero se une también él a la comitiva. Al regreso le acompaña Don Lorenzo. Alfredo frecuentaba intermitentemente la escuela popular, pero los dos no habían tenido nunca una charla verdadera y profunda. Esa tarde aprovechan la ocasión. Hablan del misterio de la vida y de la muerte, de Giacomino, que había tirado un hermoso don de Dios como es la vida. El joven se abre y confía al sacerdote su deseo de dejar su tierra por el trabajo en la fábrica y por sus aspiraciones para el futuro. Don Lorenzo le convence de que frecuente de forma regular la escuela popular, y después le pregunta: «¿Cómo van las cosas con el alma?». Y de rodillas, en medio del campo, no lejos de su casa campesina, con los perros ladrando a distancia, le oye en confesión. A partir de ese día Alfredo frecuentó de manera regular la escuela y se unió a los otros jóvenes a los que la obra de un sacerdote estaba transformando en personas socialmente comprometidas y combativas.
Los primeros contrastes
Desde luego, el motor que impulsa y arrastra, con una energía sin límites, es siempre él, el joven y dinámico vicario. En torno a él el aire no se estanca nunca. Su modo nuevo de ser sacerdote y el entusiasmo con el que llena a los jóvenes se convierte gradualmente para gran parte del pueblo en un ejemplo del modo en que debe actuar un buen cristiano.
La gente de la calle, las piadosas amas de casa y todos los que se habían alejado de la parroquia lo resumen todo con esta frase: «Este sí que es un buen sacerdote, que no le toma el pelo a la gente con bonitas frases predicadas desde el altar, sino que hace y enseña el bien. Él sí que está con los pobres».
No son de la misma opinión los biempensantes del pueblo y gran parte de los sacerdotes de la zona.
Para ellos, Don Lorenzo no es un ejemplo a seguir, sino un sembrador de discordias llevadas adelante como acto de acusación contra su modo de ser cristianos, su actuar como sacerdotes: una ofensa que había que parar. Es así como se alían y comienzan a tramar acciones insidiosas de oposición y maledicencia.
Dos Iglesias que se enfrentan
Son dos modos diferentes de ser sacerdote y de ser Iglesia que se enfrentan y chocan: por un lado está la Iglesia que considera que se está bien estando inserta y en línea con los intereses constituidos, la Iglesia que apoya a los gobiernos amigos y es apoyada por ellos, que es más fuerte e influyente en la sociedad y, consiguientemente, alcanza mejor el objetivo de servir a Dios. Por otro está el sacerdote de la Iglesia de Pedro, que está convencido de servir a Dios con la lucha contra las injusticias sociales, con el compromiso para elevar cultural y religiosamente a los más marginados, enfrentándose a los fuertes y favoreciendo a los débiles. Esto hace a la Iglesia más amada por el pueblo y, por tanto, más fuerte e influyente en la sociedad.
Para el vicario no se puede servir a dos señores: él choca contra el tradicional mundo católico de Calenzano, que, con actitudes cada vez más hostiles y malvadas, obstaculiza y combate lo nuevo que él encarna.
El que contrarresta y frena los ataques frontales es el viejo proposto, que hace de escudo al joven ayudante: le defiende y le alaba, aunque no siempre le entiende, pero lo considera un ejemplo de buen cristiano. Ve que los jóvenes le siguen y que, desde que él está allí, llenan la iglesia y la casa parroquial.
Tampoco los notables comunistas pueden ver ni pintado al incansable vicario. Los más despiertos advierten: «Ese cura es mucho más dañino para nosotros que todos los otros juntos, que desde el altar truenan contra nosotros. Él, en cambio, nos quita el terreno bajo los pies, porque da voz y fuerza al ansia de justicia de nuestros jóvenes y llega donde nosotros no sabemos llegar o no tenemos el coraje de llegar».
Día tras día crece en el pueblo la división entre los seguidores del vicario y sus adversarios, y lamentablemente aumenta también la precariedad del anciano párroco, las fuerzas le abandonan y cada vez más a menudo se ve obligado a permanecer en cama. De hecho, Don Lorenzo lo reemplaza en todas las funciones, informándole siempre e implicándole de manera entusiasta en todas sus iniciativas.
El anciano sacerdote escucha y a veces sonríe y sacude paternalmente la cabeza comentando: «Eres