Don Lorenzo Milani. Michele Gesualdi
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La misma religiosidad de los que giran en torno a la parroquia era más bien superficial, de tipo tradicional y folclórico, con gran atención a las fiestas y procesiones, pero lejos de los sacramentos y a menudo con estilos de vida no coherentes con los valores evangélicos.
Don Lorenzo quería ser un sacerdote con los pies firmemente apoyados en la sociedad de su tiempo, con comprensión de los verdaderos problemas del pueblo, de todo el pueblo, y con la intención de hacerse cargo de ellos. Quería que la Iglesia estuviese alineada con las razones de los últimos y ayudara a hacer emerger los valores que Dios había escondido en sus corazones y en sus mentes. Pero se dio cuenta de que, para obtener esto, era necesario derribar muros.
Examinó con mente abierta e inteligente la situación de su parroquia. Vivió y tocó de forma directa la inmensa y no deseada cruz de la ignorancia y la miseria de los pobres, y se persuadió de que el sacerdote debe ser lo más profético posible. Debe saber leer en los ojos de la gente las verdaderas necesidades para echar por tierra lo que mantiene a los débiles en condiciones de inferioridad y marginados de la sociedad. Hay que devolverles su dignidad y hacerlos iguales a los demás. Le orientaba una fuerte guía no afectada por el desgaste del tiempo: el Evangelio.
El Evangelio es revolucionario porque está inequívocamente alineado e indica en qué dirección hay que impulsar para hacer que el mundo gire de manera justa. Se equivocan los comunistas al sostener que los contenidos del Evangelio invitan a la resignación, y se equivoca la Iglesia al dirigir la mirada hacia los poderosos en lugar de alinearse con las razones de los más débiles, de apoyarlos con el ejemplo y de amarlos con la fuerza vivificante de la palabra.
Por eso el joven vicario rechaza el oratorio parroquial y la organización de toda asociación católica, porque perpetúan las divisiones entre «buenos y malos», entre nosotros y ellos. El «nosotros» y el «ellos» de Don Lorenzo son los ricos y los pobres, los primeros y los últimos, los cultos y los incultos, los insertos y los marginados, los oprimidos y los opresores, los fuertes y los débiles. Son todas diferencias que hay que superar.
Por eso el sacerdote debe estar sin medias tintas del lado del más débil, encontrar palabras nuevas capaces de abrir el corazón y los oídos de tal modo que impulse a la acción por la reconquista de la robada dignidad humana.
La misión de la Iglesia es estar cerca de ellos, formarlos, armarlos con los instrumentos que los hagan iguales y los alienten a luchar por construir un mundo más justo.
La escuela popular
Don Lorenzo retoma y desarrolla en Calenzano la intuición que ya había tenido con los chicos de Montespertoli, según la cual la verdadera pobreza de los pobres estriba en la falta de conocimientos y de dominio de la palabra: dos armas poderosas que se deben conquistar si se quiere transmitir la fuerza innovadora del Evangelio y de la Constitución italiana.
Se empeña de inmediato en organizar una escuela popular para los obreros y campesinos de su pueblo.
Con la escuela se abren las mentes, se conoce y se es conocido a fondo, se forma y se es formado, se descubren y profundizan en común los objetivos válidos por los cuales vivir y luchar. Todo esto acerca a Dios.
Se trata de un giro, de una novedad absoluta respecto de la pastoral habitual en la Iglesia, de difícil comprensión y acogida por parte de los demás sacerdotes.
El joven vicario se mueve con la fuerza rompedora del convertido, sin ajustar ni limar para sí las aristas afiladas y cortantes del Evangelio, contra las cuales se hiere a sí mismo y hiere a los demás.
La energía y la fuerza con las que actúa parecen no conocer límites.
Nuevo es también el lenguaje, sin parentesco ni siquiera lejano con el utilizado por los demás sacerdotes. Nada de lamentos ni de tonos buenistas y acomodaticios, sino palabras fuertes e incisivas que llegan, sacuden y mueven los sentimientos más elevados, escondidos en la conciencia de todo ser humano.
A su amigo Cesare Locatelli, que le hace notar que un día escuchó salir de sus labios un lenguaje no precisamente edificante, le responde:
Siempre he sido un malhablado. Haré todo lo posible por dejar de serlo. Si todavía no lo he logrado, es porque nunca le di tanta importancia. ¿Qué quieres que me importe lo que dicen los demás cuando la lucha es por estar en gracia de Dios? Si estoy en gracia no hago mal a nadie, tampoco si me expreso con palabrotas. Si no estoy en gracia, hago siempre el mal a todos, aunque hable todo de Jesús y de María.
El suyo es un lenguaje cortante que trae a la memoria el Evangelio, que no es acomodaticio, sino chocante. «No he venido a traer la paz, sino la espada». La espada es la del guerrero de Dios, que no asesta el golpe al azar, sino que corta decidido donde está el mal, sin piedad, como hace el bisturí del buen cirujano.
Quiere ser sacerdote, siervo de Dios, comprendido por todos con la palabra, pero sobre todo con el ejemplo. Por eso es esencial la limpieza interior que otorga la gracia de Dios, que refuerza la fe y que Don Lorenzo busca constantemente en la confesión.
En efecto, la fe es un gran consuelo para quien logra estar en gracia de Dios, y regala una limpieza que hace resplandecer al sacerdote con una luz nueva.
El primer día de escuela pone de inmediato las cosas en claro diciendo: «Os juro que os diré siempre la verdad, aunque no haga honor a mi empresa, la Iglesia».
Se trata de una escuela que, desde los primeros pasos, se impone con la atrayente novedad de romper los viejos esquemas y de mantener juntos en la casa parroquial, sentados a la misma mesa, a creyentes y no creyentes, militantes de partidos y sindicatos diferentes, unidos por el deseo de saber y el anhelo de rescate social; un hecho perturbador para una época en que se entregaban distintivos para poner en el ojal y así marcar las diferencias.
El mundo católico tradicional recibió la escuela popular con recelo, y esto se transformó muy pronto en motivo de conflicto: ese sacerdote está equivocando el camino, no puede poner en el mismo plano a fieles y a gente alejada de la Iglesia. Hay que detenerlo.
Un día, un muchacho de una sólida familia católica criticó a Don Lorenzo diciéndole: «Pero ¿usted enseña también al que es comunista y declarado enemigo de la Iglesia?». Él respondió: «Yo enseño el bien y a ser una persona mejor. Si después sigue siendo comunista, será un comunista mejor». A la acusación de haber dividido al pueblo replicaba: «Yo no lo he dividido, sino que lo he encontrado ya dividido. Solo he elegido de qué parte estar: me he alineado de parte de los pobres».
La suya era una escuela que formaba a los jóvenes en una conciencia crítica, indicando objetivos nobles por los cuales comprometerse. Así los jóvenes obreros y campesinos de toda proveniencia ideológica llenaron de forma creciente la casa parroquial y la iglesia con una vivacidad y un entusiasmo que no se encontraban en las parroquias vecinas, que iban cultivando a duras penas su tradicional huertecillo humano.
Don Lorenzo transmite con la escuela valores evangélicos que no necesitan mediación, sino ser aplicados sin excusas ni componendas, y que impulsan al sacerdote no a conservar, sino a asumir la función de estímulo y de guía hacia