Al tercer día resucitó de entre los muertos. José Ignacio González Faus

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Al tercer día resucitó de entre los muertos - José Ignacio González Faus Cruce

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      AL TERCER DÍA RESUCITÓ

      DE ENTRE LOS MUERTOS

      José Ignacio González Faus

      A todos mis compañeros de bachillerato de 1950 («o tempora, o mores!»), en las bodas de oro de nuestra promoción.

      Mayo 2000

      PRÓLOGO

      En la ya larga historia del espíritu humano y de sus variedades y exuberantes manifestaciones, hay un pequeño dato que no puede negarse: nunca, en ningún lugar, y de nadie, se ha afirmado algo similar a lo que la fe cristiana profesa de Jesús, cuando dice que «resucitó de entre los muertos».

      A lo largo de los siglos, la palabra humana se ha atrevido a testificar algunas reviviscencias (verdaderas o no, ahora no hace al caso). Pero ciertamente no ha testificado ninguna resurrección, salvo la de Jesús.

      En este mundo del que los antiguos afirmaban que «no hay nada nuevo bajo el sol», en esta historia de la que el escéptico Eclesiastés (1,10) escribía que «nadie puede decir “aquí hay una cosa nueva”, porque ya existió», en este mundo y esta historia hay una afirmación única, que no ha vuelto a ser dicha de nadie más –ni en otras religiones ni fuera de ellas– y que, a su modo, ha marcado buena parte de la trayectoria humana sobre el planeta tierra, y pretende enmarcarla toda: que Jesús de Nazaret, crucificado por los hombres, ha sido resucitado de entre los muertos.

      Esta unicidad, esta novedad absoluta de la noticia, legitima al menos el interés por saber qué quiere decir eso de la Resurrección de Jesucristo. Aunque solo fuera por curiosidad.

      Pero lo legitima mucho más en unos momentos como los presentes, en los que el analfabetismo religioso está llegando a niveles de inundación tropical o mediterránea. Y en los que, desde esa ignorancia, todo el mundo se atreve a pontificar sobre temas religiosos, con una impavidez y una seguridad que recuerda a aquellos sofistas de Atenas a los que Sócrates escuchaba pacientemente entre la sorna y la sonrisa.

      Por ejemplo: el pasado verano1, y a propósito de unas declaraciones de Juan Pablo II sobre el cielo y el infierno como estados y no como espacios (declaraciones supuestas o reales pero, en cualquier caso, tremendamente obvias y elementales), una prensa angustiada por la sequía veraniega de noticias, se entretuvo comentando, criticando y especulando, como si el Papa hubiera declarado algo inaudito, tan rasgado y tan extraño que confirmaba el ateísmo de los no creyentes y amenazaba la fe de los fieles. Pero no había ni lo uno ni lo otro. En realidad no había nada.

      Pasada aquella tormenta veraniega, quizás pueda quedar una conclusión modesta: no está mal tener una misma información y entender un poquito de aquello de lo que vamos a hablar, o nos van a hacer hablar. Ojalá estas páginas puedan ayudar a ello, aunque solo será mínimamente.

      Ayudar a los no creyentes que, a veces, al hablar de temas religiosos hacen un ridículo impresionante del que no se dan cuenta ni ellos ni sus oyentes, porque todos están como en aquella ciudad de los ciegos novelada por Saramago. Y ayudar a los creyentes a los que la fe se les ha quedado tan pequeña como el trajecito de la primera comunión (que era además un traje de una época de penurias). Y no se dan cuenta de que, en asuntos de fe, salen muchas veces a la calle con aquel traje de marinerito, mostrando a la vez sus piernas peludas y sus cabezas entrecanas o entrecalvas.

      No hay en estas páginas otra pretensión que la de informar un poco. Por las razones dichas. Y sin afán de convertir a nadie. Que no están los tiempos para más pretensiones.

      Pero sí me quedaré contento si, al acabar, unos y otros entienden mejor el sentido pleno de aquella preciosa frase del salmista, que me gusta repetir de vez en vez: «Al despertar me saciaré de Tu semblante».

      J.I.G.F.

      Sant Cugat del Vallès

      Marzo 2000

      CARNE

      Hace unos días asistí al funeral de una excelente persona muy querida por cuantos la conocieron. La parroquia estaba más bien mohína, como es razonable, hasta que comenzó el sermón. Entonces nos pusimos todos tristísimos. El buen cura vino a decir que lo mejor que puede hacerse en esta vida es morirse, porque de inmediato nos disolvemos en la luz divina como chispas devoradas por un alegre y vertiginoso incendio. Lo cual está muy bien, pero lo presentaba como algo estrictamente espiritual. Solo nuestra parte inmaterial pasaba a formar parte de tan colosal luminosidad. Ni una palabra dijo sobre la parte carnal. Ahora bien, sin la resurrección de la carne, la Gloria eterna se queda en un cursillo de filosofía platónica, o, a todo estirar, hegeliana, dos potentes pensamientos ateos. Sin la resurrección de la carne, la promesa católica de inmortalidad se reduce a tener portal en un Internet eterno.

      Mientras escuchaba las palabras del bondadoso sacerdote, me vinieron a la memoria espeluznantes imágenes de una película de Dreyer, la sublime Ordet (La palabra): cuando el personaje chiflado que todos creen mudo se enfrenta al cadáver de su hermana pequeña y comienza a balbucear con voz cada vez más tonante hasta que, fuera de sí, aúlla las terribles palabras y ordena a la muerta que resucite. Al tiempo de caer desvanecido, la niña se incorpora. Creo recordar que las flores que cubrían su cuerpo resbalan hasta el suelo volando con la lentitud de una sumisión reticente.

      Católicos, no os dejéis arrebatar la Gloria de la carne, no os hagáis hegelianos. Que, sobre todo, el cuerpo sea eterno es la mayor esperanza que se pueda concebir y solo cabe en una religión cuyo Dios se dejó matar para que también la muerte se salvara. Quienes no tenemos la fortuna de creer, os envidiamos ese milagro, a saber, que para Dios (ya que no para los hombres) nuestra carne tenga la misma dignidad que nuestro espíritu, si no más, porque también sufre más el dolor. Rezamos para que estéis en la verdad y nosotros en la más negra de las ignorancias. Porque todos querríamos, tras la muerte, volver a ver los ojos de las buenas personas. E incluso los ojos de las malas personas. En fin, ver ojos y no únicamente luz.

      Félix de Azúa

      El País, 21 de junio de 2000

      1

      CONTEXTO: SITUACIÓN DE LA RESURRECCIÓN EN LA FE CRISTIANA

      «Si Cristo no resucitó es vana la predicación y la fe… y somos los más desgraciados de los hombres» (1 Cor 15,14.19)

      Antes de hablar de la Resurrección2 es preciso ubicarla en el contexto del mensaje cristiano para saber de qué hablamos. Esta contextualización se vuelve más necesaria si tenemos en cuenta, por un lado, las radicales palabras de Pablo que encabezan este capítulo. Y por otro, también, el que a veces se ha dicho que se puede ser cristiano y creer en el Dios cristiano, sin aceptar la Resurrección de Jesús.

      Parece evidente que, cuando se puede llegar a conclusiones tan opuestas, es porque las palabras no significan lo mismo. Convendrá, pues, que comencemos acercándonos a estas palabras: resurrección y cristianismo.

      1. Cristianismo

      Muy someramente, la fe cristiana puede reducirse a estas dos afirmaciones:

      a) En la vida, muerte y Resurrección de Jesucristo ha ocurrido algo que cambia totalmente el significado de este mundo, de la historia

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