Corruptorado. Mónica Beatriz Bornia
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Para tratar de simplificar el tema –como ya sostenía Aristóteles–, diremos que el humano contiene las tres vidas: vegetativa (propia de las plantas), sensitiva (propia de los animales) y racional (propia de las personas). Pero es justamente este último punto el que separa las opiniones respecto de la naturaleza humana.
La diferencia entre el ser humano y el animal inferior, ¿es una cuestión de grados, o existe una diferencia esencial entre ambos? Según la respuesta que demos a este interrogante, será la ubicación del género humano en el cosmos.
Para Charles Darwin y Jean-Baptiste Lamarck, al ver en la persona humana el mayor grado de evolución, no encuentran en aquella conexión alguna con lo metafísico, es decir, con el fondo del universo.
Al decir de Scheler ambos se equivocan, en sus palabras: “Y denominaremos persona al centro activo en que el espíritu se manifiesta dentro de las esferas del ser finito, a rigurosa diferencia de todos los centros funcionales «de vida», que, considerados por dentro, se llaman también centros «anímicos»”.1
La diferencia entre hombre y animal inferior estaría así en que el primero es un ser “espiritual”, y se entiende por tal un ser independiente, libre y autónomo frente a la presión de lo orgánico, de la vida. Es decir, puede luchar contra la inteligencia impulsiva, pues él es capaz de construir su “mundo” y así, al decir del autor, el hombre es un ser “abierto al mundo” y, en esta apertura, la expansión será ilimitada. Según Ortega y Gasset: “el hombre es un constructor nato de universos posibles”.
1. Max Scheler, El puesto del hombre en el cosmos, Buenos Aires, Losada, 2003, p. 61.
Nacimos para ser buenos
Para Kant la vida moral está signada por tres interrogantes: ¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué puedo esperar?
Nos interesa aquí la segunda pregunta: ¿qué debo hacer?, el filósofo nos dice la respuesta: “aspirar a poner en práctica la idea del mundo moral que solo existe en nuestra conciencia. Ocuparnos de esta tarea además nos conducirá a la felicidad, o más bien nos hace dignos de ella, pues mereceremos ser felices”.
Claro está, no encontraremos la felicidad en la vida sensible, pues en esta existe la antinomia entre felicidad y moral, una contradicción de apariencias. Hallaremos la felicidad cuando concretemos nuestra nueva naturaleza: la racional, la que nos corresponde por ser humanos. Solo en el mundo inteligible lo contradictorio se resuelve precisa y rigurosamente.
Bertrand Russell considera que el enfoque relativo a las cuestiones que debe tratar la moral no es correcto. Estima el autor que la generalidad de los filósofos aborda el tema como concerniente a la “conducta humana”, y se pregunta: ¿qué tipo de acciones deben realizar los humanos? Y ¿qué tipo de acciones deben evitar? Cuando en realidad el fin de la ética es descubrir las proposiciones verdaderas respecto de las cuales juzgaremos las prácticas (la conducta).
La postura del autor es fácil de ejemplificar: si se nos dice que debemos decir la verdad (acción/conducta), siempre podemos exigir una razón para tal exigencia, se nos dirá que el “no mentir” genera confianza y afianza la amistad. Si preguntamos por qué debemos procurar generar confianza o amistad, se nos dirá que son cosas buenas, que nos conducirán a la felicidad, la cual es buena.
Aquí comienza la tarea del filósofo en cuanto a arrojar luz a cuestiones, a primera vista, circulares. El hombre suele preguntar por qué cuando no está convencido, y las proposiciones que le demos por respuesta harán que la creencia sea más o menos razonable. Las proposiciones pueden ser probadas por otras, pero llegados al inicio del razonamiento no nos quedará más que empezar por algo que solo sea supuesto.
Así las cosas, ante la imposibilidad de la prueba de la bondad de algo, solo nos queda deducirla a fuerza de su obviedad fundamental, aquella que postula que llamemos buenas a las conductas que son un medio para otras cosas que son buenas “en sí mismas” (in se) y aquí terminaría el razonamiento, lo cual poco consuelo es.
Antes de ocuparse de la conducta humana, la ética debe así dejar muy claro qué entenderemos por bueno y qué, por malo. Las ideas de bien y mal son de las más simples, en cuanto a que casi todo ser humano maneja, aunque sea, una mínima idea respecto a cada una de ellas. Claro que lo complejo aparece cuando queremos indagar qué entiende cada uno cuando se refiere a bien y a mal, y cuándo en ese derrotero queremos definir ambas palabras.
Un prejuicio que debemos disolver si queremos avanzar en algo es aquel que sostiene que toda idea debe poder definirse para poder ser inteligible. Esto es un error, pues si lo reflexionamos en profundidad podremos dar cuenta, en nuestra experiencia personal, de infinidad de ideas que dominamos, pensamos, sentimos, de las que nos damos perfecta cuenta de su existencia y que, sin embargo, nos es imposible definirlas; lo que no quiere decir que no las tengamos en nuestro entendimiento.
Podrán argumentar los utilitaristas que nada es bueno o malo en sí mismo, sino que lo que es bueno para mí puede ser malo para ti, por ejemplo el sufrimiento que una persona puede desear para otra. Pero justamente consideramos errónea esta visión, pues no nos interesa una visión “personal” de lo bueno y de lo malo, ya que la ética debe tener un sentido impersonal. Lo bueno y lo malo filosóficamente no pueden salir del campo de la lógica: si estamos diciendo que lo bueno postula que una cosa deba existir, sería ilógico que fuese bueno que exista para mí y malo para otro, pues lógicamente, uno de los dos estaría en un error.
Pienso, luego soy moral
Para Kant el estudio de la filosofía se divide en dos partes: la teórica, como filosofía de la naturaleza, y la práctica, como filosofía moral. La práctica recibe su nombre de la razón práctica, aquella que contiene el concepto de libertad.
Él postula que somos seres morales llamados a realizar “juicios”, esto es, la facultad de pensar lo particular como contenido en lo universal, capacidad de relacionar y de subsumir. El ser humano puede hacer así juicios morales, pues posee entendimiento. Este posibilita al hombre conectarse con lo que en él hay de suprasensible, es decir, con el concepto de libertad.
Como diría el filósofo, hay una realidad evidente que la naturaleza no da nada en vano.2 Si el ser humano puede realizar juicios, es porque es un ser llamado a la moral, de allí que su conducta siempre está sujeta a su escrutinio y al de sus pares. Si bien el ser humano integra la naturaleza, el fin de esta debe ser buscado fuera de ella, es decir, en el mundo suprasensible; y el único capaz de realizar estos juicios es el ser humano, único con conciencia de su libertad y, por ende, con conciencia del deber.
En el mundo solo hay una especie única de seres capaces de representarse y de anhelar fines, apartándose de la naturaleza como instinto: esa es la especie humana, el hombre es el único que accede a lo suprasensible (libertad).
Del hombre, pues (e igualmente de todo ser racional en el mundo), considerado como ser moral, no se puede ya preguntar más por qué (quem in finem) existe. Su existencia tiene en sí el más alto fin; a este fin puede el hombre, hasta donde alcancen sus fuerzas, someter la naturaleza entera, o, al menos, puede mantenerse sin recibir de la naturaleza influjo alguno que vaya contra ese fin.3
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