La rebelión de lo cotidiano. Florencia Roitstein
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Ellas son las cuidadoras primarias de los niños y los ancianos, las que acompañan a las jóvenes a decidir sobre sus embarazos y abortos, las que cuidan sus hogares y organizan la economía familiar cuando sus compañeros (cuando los hay) trabajan “allá afuera” para traer un recurso al hogar, las que pacientemente conversan con los jóvenes que han infringido la ley. Son las emprendedoras cuando se trata de imaginar nuevas formas de hacer las viejas cosas; cuando organizan una red de autocuidados contra la violencia doméstica mediante el uso de los teléfonos celulares, las que crean empresas con su mirada puesta más en el bien social que en el monetario, las que usan el arte en sus distintas formas como instrumento de inclusión social. Son las educadoras cuando enseñan cómo elaborar un dulce casero, cómo detectar la violencia machista, cómo identificar las propiedades de los frutos de la tierra y preservarlos para épocas de escasez. También son educadoras cuando arman bibliotecas en su propia casa y reclutan a los niños del barrio para leer, cuando hacen cartillas sobre salud sexual y reproductiva, cuando se ocupan de que sus hijos recorran enormes distancias para asistir a la escuela, cuando transmiten sus saberes ancestrales a las nuevas generaciones, cuando construyen y refuerzan identidades comunitarias. Ellas son trabajadoras rurales, obreras de la construcción, sociólogas, periodistas, activistas, militantes, maestras, empresarias.
Ellas generosas. Nos dicen que la generosidad es recíproca, que es lo mismo que la solidaridad, que les da timidez pensarse así. Nos hablan de la falta de recursos para hacer lo que hacen, pero que igual tarde o temprano lo consiguen porque alguien en la comunidad se suma. Piensan que sin la generosidad de mucha gente no podrían hacer lo que hacen. Hablan de dar, de entregar, de escuchar, de transmitir conocimientos, de estar atentas. Nos muestran cómo ceden sus casas para que funcione una biblioteca, o un centro comunitario, o un centro de acogida para mujeres golpeadas. Ellas saben cómo movilizar recursos en, desde y hacia la comunidad: todo vale, el tiempo, el esfuerzo, las ideas, los dineros que juntan entre todas, las horas voluntarias, los aportes de especialistas de afuera, las comidas que preparan para las reuniones, las lágrimas que guardan a escondidas en sus almohadas. No saben muy bien lo que es la filantropía comunitaria, pero la ejercen cotidianamente y a toda hora. Son generosas porque entre tantas batallas se detienen a conversar y a reflexionar con nosotros, dos perfectos desconocidos.
A todas ellas, seleccionadas y no seleccionadas, un millón de gracias. Esperamos que todas se vean reflejadas en estas páginas.
Diciembre de 2019
Lucinda Mamani Choque
La maestra indígena que revoluciona las aulas rurales
Unidad Educativa de Calería (Calería, Bolivia)
Los chicos me esperan en el colegio
para que les cambie la vida.
Lucinda Mamani tiene treinta y cinco años, ojos almendrados y mirada presente. Es maestra de ochenta alumnos de la escuela secundaria de Calería a la que concurren, todos los días, ciento veinte niños. Cada mañana, desde hace siete años, ella alista sus libros, se abriga para combatir el frío del altiplano y sale de su casa en la ciudad de El Alto, lindante a La Paz, rumbo a Calería. Para hacer el trayecto de casi dos horas –por donde no pasa ningún medio de transporte público– hace dedo a los camioneros que llevan toneladas de piedra caliza hasta la ciudad y retornan al campo. “Ya me conocen todos los camioneros”, dice confiada, y sonríe.
La escuela
La escuela de Calería está en la comunidad indígena aymara a 70 kilómetros de la sede del gobierno nacional en la ciudad de La Paz. Los libros se cuentan con los dedos de una mano, la pizarra es analógica y los pupitres de madera se agolpan en aulas estrechas. Más de 120 estudiantes caminan diariamente, durante horas, con el único objetivo de aprender; poco importan los días fríos y nevadas. Lucinda recuerda un día en especial, nevaba muchísimo: “La escuela abre a las 8.30; eran las 10 y no había llegado nadie. Estábamos por suspender las clases cuando vimos que los chicos comenzaron a llegar, uno a uno. Fue emocionante; ellos sabían que los estaba esperando”. Ese día se dieron el gusto de dejar el aula para hacer bolas de nieve; para jugar, entre todos, como niños.
Su lugar en el mundo
“Vivo a las orillas del lago Titicaca, en Wiñaymarka”, dice, orgullosa, Lucinda, “un lugar maravilloso donde todavía existen grandes potencialidades productivas, recursos arqueológicos, infinidad de saberes ancestrales, costumbres, tradiciones, piezas nativas, peces, aves, batracios, totorales, algas alimenticias y la biodiversidad que es útil para mejorar el hábitat de miles de personas de los veintitrés municipios rurales de este lago, para nosotros, sagrado. Proteger estas potencialidades históricas, culturales, económicas, y patrimonio natural y oral de las comunidades aymaras, es una prioridad para mí, ya que la contaminación ambiental también afecta estos recursos. Frente a esta situación, emprendimos acciones educativas comunicacionales urgentes con el propósito de sensibilizar sobre la importancia ancestral, cultural, ambiental, turística y productiva del lago Titicaca, el lago que tiene derecho a vivir sano y limpio, lo mismo que el resto de las comunidades de la región”.
En la comunidad viven alrededor de 150 familias dedicadas a la producción de leche, papa y quinoa. Tienen electricidad –recientemente instalaron la antena que los conectó a internet– y agua potable, pero sus habitantes todavía no conocen, de primera mano, un retrete.
Su meta
“Mi meta es ser maestra en la zona rural para que los pueblos originarios, y las futuras generaciones, vivan mejor”, anuncia para que quede bien claro dónde está parada y hacia dónde va. “La formación integral de los jóvenes y sus familias es muy importante para la sobrevivencia y para transformar los problemas sociales que sufrimos: contaminación, falta de cumplimiento de los derechos humanos de las mujeres y tantas otras cosas. En el altiplano existen muchos estereotipos acerca de la mujer, no nos dejan participar en ningún espacio”.
La escuela, el lugar elegido para aprender a vivir mejor
La maestra cuenta una anécdota que la sorprendió particularmente: “En 2013 fui testigo de un hecho que cambió mi forma de entender las relaciones. En el acto de elección de representantes de alumnos de la escuela noté que las mujeres no participaban, solo se ofrecían para las secretarías de deporte y danza. Hablé con ellas, me explicaron que temían ofrecerse porque no se sentían capaces de dirigir”. Entonces, Lucinda tuvo más claro que nunca que la escuela era el mejor lugar para cambiar algunas reglas instaladas. Creó un programa que promovía la igualdad de género en la escuela que incluía estudiantes, madres y padres; luego lo extendieron a treinta colegios del Municipio de Pucarani y a otras escuelas de la región. La maestra gestionó clases de teatro donde los alumnos se ponían en la piel de sus compañeras, sentían los efectos del rechazo y la discriminación: “Creí que sería una buena manera de experimentar la discriminación”. Después, junto con otros docentes, sumaron talleres de información sobre los derechos de las mujeres; detallaron las dieciséis formas de violencia que pueden denunciarse gracias a la ley que garantiza una vida libre de violencia. Finalmente, incluyeron, de manera transversal en todas las asignaturas, la temática de mujeres, violencia y equidad de género: “Hemos logrado modificar la visión que los chicos tienen de las posibilidades de las mujeres y viceversa. Ahora las chicas se sienten seguras y se animan a tomar decisiones. Fue un largo proceso,