La rebelión de lo cotidiano. Florencia Roitstein

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La rebelión de lo cotidiano - Florencia Roitstein

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con la participación activa de 286 jefas de hogar. África Mía ofrece servicios que ponen en valor saberes culturales: restaurantes de cocina tradicional, salones de belleza afro, talleres de costura y turismo comunitario; cuenta también con una caja de ahorro y crédito creada a raíz de la dificultad de las mujeres para acceder a créditos que apoyen y expandan sus emprendimientos: “Empezamos aportando, cada una, 25 centavos quincenales; ahorrábamos de nuestra dieta cotidiana, nos obligábamos a tomar más sopa, a comer más frijoles para aportar dinero. En 2009 pudimos dar nuestro primer crédito: 2 dólares a una vecina para que comprara un tanque de gas. Fue una experiencia única, conmovedora hasta las lágrimas: nosotras estábamos dando créditos con los propios ahorros para financiar proyectos de mujeres de nuestra comunidad. Lo que nadie había hecho lo hicimos nosotras por y con todas las mujeres de la isla que quisieran sumarse”.

      Sonnia España es la coordinadora de Mujeres Progresistas, un emprendimiento exitoso que surgió con un objetivo claro y preciso: “Combatir la violencia que provoca la dependencia económica que sufrimos las mujeres con nuestras parejas. Cuando me di cuenta de que ese era el centro del problema de la violencia doméstica, se me ocurrió cómo solucionarlo, conversé con unas y otras. Primero armamos un pequeño hotel para salir de nuestros hogares y tener un lugar donde refugiarnos de la violencia conyugal. En el hotel teníamos tiempo y libertad para conversar, intercambiar ideas, con la necesidad de salir adelante a través de nuestros propios medios. O salíamos juntas o nos hundíamos todas, y salimos todas”, enfatiza Sonnia con un entusiasmo expansivo.

      Sonnia insiste: “Sin educación no hay progreso”. A media voz confiesa que cuando empezaron la mayoría de las mujeres no sabían leer ni escribir, firmaban los documentos con la huella digital. “Nosotras pedimos, como requisito obligatorio, que la mujer que recibe apoyo económico tenía que ir a la escuela. Fuimos a la Universidad para que nos capacitaran a nosotras y a nuestras familias, nos alfabetizamos. Tuvimos bastante resistencia por parte de las mujeres: «Tengo cincuenta años, no voy a empezar ahora». «Si no te educas, no hay préstamo», decíamos nosotras. La educación es básica para que nos vaya bien, para manejar un negocio, para defenderse de la violencia. Mientras trabajábamos con las mujeres, entendimos que debíamos ampliar la educación a sus familias. Así es que firmamos un convenio con el Estado para que los niños de nuestras mujeres puedan recibir, en nuestras instalaciones, clases de cómputo a bajo costo”.

      “Eso ya es historia, logramos nuestro objetivo y mucho más”, dice subiendo la voz y con brillo en los ojos color avellana. Dos años después, a cuatro cuadras de África Mía, inauguraron, con el apoyo de la Fundación Interamericana, el Centro Empresarial Mujeres Emprendedoras. La estructura que inicialmente fue de caña con piso de lodo cambió por una edificación de cemento de dos pisos que hoy cuenta con un área administrativa, un centro de cómputo y una sala en la cual se atiende a las socias de la caja del ahorro y de crédito. “Estamos en proceso de ampliar la caja de ahorro y crédito con 24.000 dólares para así beneficiar nuevos emprendimientos de 250 mujeres. Es un círculo virtuoso: cuantas más mujeres, más proyectos, productos y mejores servicios para los miembros de la comunidad. ¿Conté que tenemos una flota de taxis de mujeres?”.

      “Las mujeres pueden recibir préstamos desde 100 hasta 500 dólares para ejecutar proyectos microempresariales: peluquerías, restaurantes, lo que quieran. Tenemos por regla que se apoya económicamente la iniciativa soñada. Claro que, previamente, hacemos un mapeo de las necesidades de la comunidad para definir iniciativas comerciales. La primera mujer vino con la idea de vender [plátano] maduro con queso, presentó las cuentas y mostró que era posible. Después vinieron otros emprendimientos: venta de leche, dulces, quesos y otros productos elaborados. La idea era que no compitieran entre ellas, sino que generen buenos productos de consumo. En este sentido, la cuarta regla indica que se puede repetir la misma oferta, pero a más de cuatro cuadras de distancia. Diez años después, aseguro que logramos nuestros objetivos; con esfuerzo, pero lo logramos”.

      “Pensamos en el turismo comunitario para cambiar la imagen de la comunidad, totalmente estigmatizada. Somos negros, pobres y, por lo tanto, nadie quiere venir. Piensan que acá hay pura violencia. No es verdad. Creamos el hotel África Mía para mostrar que la gente puede estar unos días en la comunidad, disfrutar de nuestra identidad, cultura, comida, hospitalidad, y no va a pasarles nada malo. Es una manera de hacer que se piense diferente de nosotros a través de la experiencia vivida; que disfruten de lo que tenemos para dar, de quiénes somos, de cómo somos, de nuestra cultura ancestral y, después, se lo cuenten al mundo entero. ¿Conté que llegamos hasta Obama?”.

      Sonnia cree que se trata de entender, en profundidad, cuáles son los problemas reales. “Corresponde hacerse cargo desde la empatía y desde el trabajo en colaboración con los pares”. Vuelve al comienzo: “Sentí que algo teníamos que hacer, no estaba bien resignarse a la idea de que, porque una mujer nació en la isla y es negra, tuviera que vivir en una situación de marginalidad social y violencia doméstica. Hasta hace algunos años, en la isla no teníamos ni agua ni luz. Tenemos que interpelarnos a nosotros mismos como sociedad, ver qué podemos hacer, entre todos, para vivir mejor, tranquilos y felices”.

      Al mirar atrás, Sonnia advierte cuánto han avanzado: “Nunca más una mujer de nuestra comunidad pondrá la huella para firmar su documento de identidad. Ahora tenemos nombre y apellido. Nos educamos. Existimos”.

      Rosa Vilches Valencia

      Hinchada como un globo

      Unión Femenina Organizada (Arica, Chile)

      Se puede cambiar la situación de la mujer

      siempre y cuando sea un esfuerzo colectivo.

      Rosa Vilches está emocionada, le cuesta hablar, pide disculpas mientras se seca las gruesas lágrimas; confiesa lo importante que le resulta ser reconocida y valorada por su trabajo a favor de las mujeres en Arica, una ciudad de doscientos mil habitantes, bien al norte de Chile.

      Se crió en un pequeño pueblo, se mudó a Arica hace dieciocho años para que su hija mayor pudiera ir a la escuela. Hoy vive con sus cuatro hijos y su nieta.

      Rosa cuenta que acaba de llegar de un pequeño pueblo de la frontera entre Chile y Bolivia; fue a enseñar a las mujeres a colocar paneles fotovoltaicos. “Disfruto mucho de ir a pequeños pueblos de no más de doscientas familias, porque cuando enseñas a unas pocas mujeres a trabajar cuidando el planeta, cambias la manera de trabajar de todas. Hay que ayudar para que puedan sacar el potencial que tienen, es mucho, son mujeres asombrosas que necesitan volar”. Muestra sus manos aún rojas y algo lastimadas del trabajo, sus dedos cortos y fibrosos contrastan con su maquillaje y el vestido ajustado en la gama de los grises. “Me bajé de los techos y me vine lo más rápido que pude, quería arreglarme y pintarme, me gusta ponerme bonita”, sonríe Rosa.

      “Aprendí carpintería cuando me vine a Arica, no tenía de qué vivir; mi hermano –que trabajaba en la construcción desde hace años– me enseñó.

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