Outsiders. Sebastián Alejandro González Montero

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Outsiders - Sebastián Alejandro González Montero

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pensar que la memoria puede ser perfectamente liberadora si es vinculada a gestos de afirmación del presente y sus posibilidades. Pues bien, aquí vamos a insistir en que frente al pasado no hay más que preguntarse cómo hacer para lidiar con su relato por momentos horrible.

      Estos son los rasgos generales de nuestro argumento. Digamos que es mejor suponer que somos advenedizos, que ­somos existencias en tránsito y no monolíticas cristalizaciones del pasado. Digamos que pensar en el devenir es mejor en cuanto implica estados en los que uno puede hacerse irreconocible. Para cualquiera que esté vivo en realidad, el sentido de la existencia yace en el traslado a formas de ser que promueven hondas movilidades. ¿Cuántas maneras existen para ausentarse de todo lo que es el caso? ¿Cuán lejos llegan las personas en la preocupación por desmontar la herencia de los tiempos anteriores? Está claro que llegar al mundo es ingresar en el terreno de la experiencia y de la causalidad histórica. Ingreso cuya lección puede verse reducida al aprendizaje clave de la mera supervivencia: la contención y la resignación son muchas veces notables opciones para hacer más o menos llevadera la vida cuando atrás no han habido más que terror y dolor. Frente a factores de dominio y cerco, parece que es muy útil aprender a aceptar. Miedo, miserabilismo, desdicha son las divisas en las que se queda cualquiera que haya vivido cosas horribles. Es el signo nihilismo: las ebrias confesiones tristes y el apropiarse de asuntos pasados llenos de crudeza solo hacen más solitarias y amargas a las personas.1

      ¿Qué hacer frente a esto? Pues tener cuidado, ya que la memoria enquistada en lo infame conduce al riesgo de la melancolía y la repetición (cfr. Freud, 1976a y 1976b). Pero, ¿cuál sería la oferta? ¿Qué respuesta dar a aquellos en cuya memoria se resguarda el recuerdo del terror y el dolor? Es preciso encontrar frente a semejante dilema opciones que no sean los secretos reprimidos y patógenos de la memoria y, todavía menos, la tendencia interna a la idea que toda experiencia traumática nos enfrenta al reverso de la vida, esto es, al instinto de muerte —instinto donde no se encuentra más que la venganza, las ganas de producir zozobra si fue que se la recibió primero o después, el deseo de hacer pagar los daños, el anhelo de no vivir, etc.2

      Este es un ensayo acerca de la voluntad de afirmación de la vida sobre todo aquello que la niega. Sabemos que hay razones para enfatizar en el archivo real de los dolores. Los impactos y los daños causados en el pasado dejan huellas. Huellas que hay que realzar por medio de la voz de quienes han padecido injurias, sufrimientos, terror (cfr. Grupo de Memoria Histórica [GMH], 2013, pp. 328-387). Pero pensamos que no se debe recrear el pasado sin la posibilidad de encontrar otras metas. En realidad, la columna vertebral de vivir yace exactamente en la constante capacidad de afirmación de los sujetos. Afirmación que no sería otra cosa que una especie de vestigio de libertad que surge a contrapelo de la fatalidad y la resignación. Quisiéramos pensar que el nombre adecuado de esto podría ser el de “Devenir” o acaso “Alegría” y “Jovialidad”. Si la melancolía y la compulsión a la repetición son el resultado de la memoria que lo recuerda todo muy bien, diríamos que la alegría y la jovialidad son su efecto ético a contrapelo (acerca de la incapacidad de olvidar, cfr. ­Deleuze, 2012, pp. 163-164).

      Ver la situación de vivir con alegría implica una investigación sobre el sujeto que desea, no lo que le es preciso, sino lo que conduce al gozo, al agrado, a la duración, a la intensidad. El enriquecimiento y la ampliación de las propias posibilidades de acción se constatan en el justo momento en que se desarrolla la disposición a no encontrarse en un sitio fijo e insano. Es siempre una grata experiencia la de no encontrarse en el mismo lugar cultivando la habilidad de conectar con aquello que sirve a la prolongación de la propia potencia y a la duración del goce y el deseo. La melancolía ininterrumpida se contrarresta con el gusto de cambiarse por la alegría de buscarse nuevas perspectivas. La ilustración de ese punto de vista la encontramos privilegiada en aquellos guiados por ánimos vitales. O sea, en aquellos para quienes tiene sentido decir:

      El mundo de donde soy y mi propia manera de existir no me satisfacen en nada. No me gusta identificarme conmigo. Mi hechura por primera, lo que soy después de nacer al hacerme individuo en la historia y sociabilidad, no puede ser lo único que tenga cabida en mí. El pasado no me representa completamente. Es la aspiración de largarme de mi cuerpo, de mis cosas, de mi casa, de mi rostro fijo, de mi historia y mi memoria lo que me impulsa.

      ¿Cuáles son las posibilidades de existir alegremente? ¿Qué programas y movimientos hablan de búsquedas joviales? Digamos que acerca de las preguntas tiene sentido plantear la siguiente hipótesis de trabajo: habría existencias, posibilidades, maneras de ser, de sentir y de pensar que presentan esquemas de trabajo, prácticas y dinámicas capaces de negar abiertamente la normalidad de la vida diaria, las herencias de generaciones anteriores, el archivo de los conflictos y las violencias pasadas, los horrores del desconocimiento y el espanto. Puede suponerse, pues, que existen dramas e historias que hablan de luchas formidables por encontrar el elemento activo de la vida. Elemento que sería propio de la alegría y la jovialidad, personal o colectiva, cuyos rasgos sirven para pensar el motivo constante de cualquiera que quiera algo más que regodearse en el pasado.

      § 1. No +

      Donde la vida vulnerada nos deja suspendidos ante el terror y el dolor, debemos recoger toda afirmación de la vida misma. Lo cual bien pudiera representar una empresa cuando menos irrisoria. Y, sin embargo, ¿qué otra alternativa habría? Afirmar que la vida es una idea difícil de defender a la luz de los acontecimientos que aquí importan. Sabemos de personas envenenadas por el odio, hundidas hasta el cuello por la desesperación y la angustia sembrada por años de violencia, maltrato, violación, desaparición, tortura, muerte. Sabemos de personas víctimas de actos desgraciados para quienes el pánico y el espanto son noticia de primera mano. Aquí ha habido muertos, desterrados, desaparecidos, masacrados. Nuestra historia está atiborrada de capítulos de sangre, quebrantamiento, asesinatos, sevicia, despojos, ­extorsiones, etc., que configuran modalidades y repertorios de violencia cuyas dimensiones son, en varios sentidos, difíciles de medir (cfr. GMH, 2013, pp. 31-34).

      No existe abstracción en el asunto. El testimonio de lo vivido en estos tiempos es fundamental. Crónicas y narraciones manan por todas partes como registros lúcidos de la experiencia vivida, del tiempo experimentado de la violencia y el conflicto armado. Crónicas y narraciones que dejan ver la situación cotidiana, capilar, “micro”, si se quiere existencial de lo que a veces, en una imagen detenida, aparece en cifras, recapitulaciones históricas, itinerarios cronológicos del pasado. Se trata de voces heterogéneas, expresando acontecimientos de sentido múltiple,

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