Summa Cosmologiae - Breve tratado (político) de inmortalidad. Fabián Ludueña Romandini
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De la antigua prosapia de la Gran Duda los testimonios son elocuentes. Baste considerar la civilización hierática por excelencia que ha hecho de la inmortalidad y de los dioses la quintaesencia del Nudo del Mundo: la rama egipcia de las figuras históricas de Homo. Llevemos nuestra atención sobre un texto extraño, perturbador y osado para su propio tiempo del cual existen dos versiones. Por un lado, una incompleta, inscripta en una tumba de Paatenemheb en Saqqara y que ahora se encuentra en el Museo de Antigüedades de Leiden. Su datación remonta al reino de Amenhotep IV, más tarde conocido como Akhenatón (1353-1336 a.C.). Se la presume, con toda verosimilitud, la canción de un arpista ciego egipcio, probablemente tañida durante un banquete funerario.
Por otro lado, una versión completa resulta de una copia preservada en el papiro Harris 500 (datable hacia el 1292-1075 a.C.) resguardado en el Museo Británico. Los especialistas han concluido que la lengua corresponde al egipcio clásico medio y que la explícita atribución, dada por la canción, a la tumba del rey Intef permite, con toda justicia, situar su origen histórico un milenio antes.
La canción, de inusitada belleza, transmite con crudeza su propósito cuando recuerda que, ante los incrédulos mortales, “transcurre una generación mientras que otra toma su puesto” y que “los dioses del pasado descansan en sus tumbas”. Se nos hace saber que, para entonces, sólo quedan ruinas de las remotas y otrora venerables palabras de Imhotep y Hordedef. Ante el panorama, el arpista recomienda a quien lo escucha: “ve detrás de tu corazón y tu felicidad” y “mientras estés en este mundo sigue los dictados de tu corazón”. Finalmente, con resignación constata el arpista en relación con Osiris, “Aquel de corazón cansino no escucha los lamentos y los lamentos a nadie hacen volver del inframundo” (Lichtheim, 1973: 196-197). La civilización que había hecho, precisamente, de la inmortalidad la piedra basal de su teología política dejó inscripta, en la piedra y en el papiro pero, sobre todo, en la memoria futura de los hombres, la Gran Duda, la posibilidad de que la muerte no fuera otra cosa que el acceso al nihil y la evacuación definitiva de cualquier territorio de lo Invisible.
§ VI.
Del parágrafo anterior pueden inferirse nuestros puntos de acuerdo y desacuerdo con el pensamiento del gran filósofo Germán Prósperi, quien ha polemizado con nuestra concepción acerca de los Póstumos (Prósperi, 2019: 221, n. 227). Al igual que el filósofo argentino, ciertamente creemos que la metafísica ha sido vehículo de una tendencia que llevaría a su propia aniquilación. Esto no quiere decir, sin embargo, que estimemos que el hombre haya sido originariamente Póstumo, o que su nacimiento haya coincidido con su deceso. El diagnóstico tanato-metafísico de Prósperi oblitera, a nuestro juicio, la historicidad propia de la metafísica. La filosofía no ha sido aborto, muerte y sepultura desde su alba misma. Sus figuras históricas implicaron mutaciones sin precedentes, pocas pero decisivas. La más importante de ellas, quizá, fue la que decidió la reciente extinción de Homo como figura histórica y el consecuente advenimiento de los Póstumos. En otras palabras, sopesamos de modo distinto al de Prósperi la historicidad de la metafísica pues, para nosotros, el heteromorfismo histórico es un dato insoslayable. No existe sinonimia alguna entre Homo y los Póstumos; por esa razón, estos últimos son una auténtica novedad en la historia del Ser y los encarnizados sepultureros metafísicos, civilizacionales y políticos de Homo. Tanto los acuerdos como las divergencias ponen de manifiesto las diferencias de métodos y propósitos, en este caso puntual lo que cabría denominar una teoría del corte, entre la sub-ontología de Prósperi y la disyuntología propugnada en este escrito.
§ VII.
A principios del siglo XX, Franz Kafka propuso una elíptica definición de Homo como aquel que no puede vivir sin depositar su confianza en “lo indestructible (das Unzerstörbare)” (Kafka, 2006: 50). Los más refinados exégetas han identificado este concepto con alguna forma de lo divino que no se corresponde ni con lo teológico ni con lo agnóstico (Hoffmann, 1975). Querríamos postular que, en el lenguaje de Kafka, lo indestructible es una de las declinaciones de lo Invisible. Admitida esta posibilidad, lo propio debe hacerse con su corolario: habiéndose liquidado el acceso a lo indestructible o habiéndose destruido para los seres vivientes su tacto de lo Invisible, Homo ha fenecido junto con su más inaprehensible rasgo definitorio y, por tanto, ha cedido su lugar histórico a los Póstumos.
En cierta forma ya lo había entrevisto, con gávilos proféticos, Heinrich Heine cuando versificó su duda sobre si el mundo debía ser considerado un “hospital (Krankenhaus)” o “un manicomio (Tollhaus)” (Heine, 2009: 534). El crepúsculo de los dioses no es más que la enunciación, en forma de mitologema, de la obliteración de lo Invisible que tornó posible el epinicio de los Póstumos. Sobre las sociedades modernas, se ha podido considerar que en ellas, gracias a la primacía del individualismo económico, las relaciones entre los hombres se hallan subordinadas, por principio, a las relaciones entre los hombres y las cosas. De este modo, el homo aequalis, indistinguiendo hecho y derecho, justicia y tiranía, público y privado, coadyuva al advenimiento de una nueva barbarie (Dumont, vol. I, 1977: 23).
Con todo, el diagnóstico de Louis Dumont yerra en un punto capital: la nueva barbarie no es la albaquía última de la ideología moderna sino, al contrario, el sello distintivo de su colapso contemporáneo. El nuevo orden mundial en curso ya desconoce la figura misma del homo aequalis (aun si, en ciertas esferas, conserva vestigios de los antiguos semblantes), encarnación caduca del ya extinto Homo cuyo reino ha sido suplantado por el de los Póstumos donde, en efecto, todo ser viviente, sin excepción, es ontológicamente una cosa que puede y debe colocarse en un sistema de relaciones desprovisto de cualquier implicación subjetiva. De esta forma, no sorprende que el realismo, en sus diversas variantes metafísico-políticas, pueda ser reivindicado como la vanguardia filosófica más propia del ciclo de los Póstumos. En congruencia, si para Rudolf Otto el fenómeno de lo divino (que en su caso deja manifiesta una identificación velada con formas diversas de la teología política) se presenta bajo los aspectos del “mysterium”, lo “tremendum”, la “majestas”, lo “augustum”, lo “energicum” y lo “fascinans” (Otto, 2004: 54), cabe reconocer entonces la evidencia de que estos nombres ya no poseen ninguna pregnancia política. La completa forclusión de los Póstumos respecto del reino de lo Invisible (que bajo ninguna circunstancia debe identificarse únicamente con lo que otrora se denominaba lo divino en su más amplia acepción) señala no ya la emergencia de una nueva política sino más bien un cambio civilizacional irreversible donde lo político es sólo el último resto arqueológico, ya en franca retirada, del postrero mundo de Homo.
§ VIII.
Pasados los eones, en el tiempo del ocaso de Homo, al despuntar el alba aterida de los Póstumos, la filosofía, exangüe, declaraba que “no existe ninguna razón para suponer que ya sea la mente ya sea la materia puedan ser inmortales” (Russell, 1935: 229). La condición de posibilidad de semejante enunciado se ha tornado eficiente precisamente por el hecho de que, en el presente, el Inframundo coincide con la totalidad del orbe habitado: el reino ctónico ha ascendido a la superficie del globo y se ha erigido en la atmósfera existencial que une todo cuanto se sostiene en el Ser. Lejos de constituir un equilibrio con el mundo otrora denominado espiritual, la “era de la igualación (Weltalter des Ausgleichs)” (Scheler, 1976: 145-170) ha traído consigo la completa supresión de lo inmaterial.
Frente a la potencia devoradora del nihil a la que los Póstumos rinden incesante culto, la filosofía debe recobrar la memoria espectral de la escisión primigenia y volver a interrogarse, con el vesánico coraje que le dio nacimiento, por fuera de cualquier dogmatismo teológico o ilusión mesiánica, acerca del enigma conocido como inmortalidad.