El sentido de la vida . Claudio Rizzo
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Frente a estas dos situaciones que todos experimentamos en la vida, se suscitan comúnmente dos caminos:
1. Iniciar un proceso de depresión.
2. Cerrar capítulos de la vida definitivamente.
Advirtamos, desde el inicio de nuestra reflexión, que la palabra fracaso siempre anda dando vueltas a nuestro alrededor. Es más: podemos llegar a mirar la vida a través de ese filtro: el fracaso, lo cual ocurre si tendemos a menudo a evaluar nuestras acciones como exitosas o fallidas. Si nuestra tendencia reside en considerarlas predominantemente como “fracasos”, acumulamos pérdida sobre pérdida. De ahí que no es sorprendente que una persona con frecuencia esté deprimida. Su fórmula dialéctica es: pérdida sobre pérdida. En este sentido, saber esperar es buen consejo. Tengamos presente que el tiempo de espera es tiempo de gracia. Colaboremos bendiciendo a Dios con nuestra oración continua.
Mantengamos las pérdidas separadas si es que queremos ser emocionalmente sanos y si deseamos tener una vida emocionalmente sana para ser felices.
De ahí la necesidad de aceptar benignamente las pérdidas inevitables de la vida, o sea, aquellas impuestas por la naturaleza; me refiero a los límites biológicos, psicológicos, de servicios pastorales, cronológicos, etc.
Evitemos el pensamiento sumarizado en “antes yo… y ahora…”. En un sentido negativo, puede pauperizar el sentido de la vida. Por qué no llegar a apreciar la misericordia de Dios hacia nosotros, esto es, ver retrospectivamente nuestra vida apreciando “el amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones” (Romanos 5, 5).
Dios entiende el papel de las pérdidas en el proceso de nuestra tristeza. Hasta el mismo Jesús se entristeció. Recordemos cómo lloró ante la tumba de Lázaro; había perdido a un querido amigo. El lloró lágrimas verdaderas porque sintió tristeza por lo sucedido, aunque bien sabía que podía devolverle la vida.
Existen ocasiones en que también tendremos que llorar. Llorar puede ayudarnos en el proceso de aflicción. Esto facilita la descarga proporcional a la magnitud de la pérdida presente, por eso es aflicción. La depresión se vincula con el pasado. Entre aquellas circunstancias relacionadas con las pérdidas que producen depresión, traemos a nuestra reflexión las dificultades económicas, problemas de trabajo, problemas con la familia y los hijos, problemas con los hábitos, poca autoestima, el paso de los años, la soledad, el aburrimiento y la desesperación. También la falta de vínculos.
En nuestra cultura, donde le atribuimos tanto valor al éxito y a la actuación personal, cualquier cosa que nos haga fallar es un rudo golpe a nuestra autoestima y nos llevará a la depresión. Los fracasos representan una profunda sensación de pérdida personal, mayor aún que la pérdida de cosas materiales. Es posiblemente la causa principal de pérdidas que conducen a estados depresivos y es también la base para la forma más severa de depresión reactiva.
En el retiro previo y como acabamos de apreciar, dadas las pérdidas, iniciamos un proceso de depresión. A partir de ahora orientemos nuestra mirada hacia poder descubrir, bajo la acción del Espíritu, cómo poder cerrar capítulos de la vida definitivamente.
Toparnos con la sustancialización del sentido, es decir, con lo que sostiene (sub–debajo, stare [lat]–estar) el sentido en relación a nuestra conducta (aquello que pensamos, sentimos y ejecutamos) no es un contenido o un equivalente sustancial de la conducta. El significado o el sentido de un símbolo deriva del hecho de que dicho signo representa un objeto o se relaciona con él, y de este esquema limitado se deriva una relación similar entre las distintas áreas de la conducta. Esta relación entre signo y objeto, denominada por Blumenfeld “sentido o relación semántica”, es la que ha llevado a suponer que las manifestaciones corporales y las acciones en el mundo externo son signos de un objeto o un contenido mental. No podemos afirmar esta tesis en su totalidad. Si bien sabemos, como enseña el Señor Jesús que “por los frutos se conoce el árbol”, es cierto que esta enseñanza fue pronunciada “en términos de sensatez–coherencia–contacto directo con nuestros pensamientos y sentimientos”. No obstante, debemos reconocer que hay muchas reacciones y manifestaciones que no derivan de la voluntad guiada por la inteligencia ungida por el Espíritu. Asumimos que muchas de nuestras “manifestaciones fenoménicas” son irreflexivas o carentes de elementos formativos que pudieron o pueden haber influido notablemente en nuestras determinaciones.
La mayoría de los capítulos de la vida que no hemos podido cerrar obedecen a distintas alternativas: desconocimiento (no poseer herramientas para conciliar, unificar o desterrar situaciones); actitudes de desamor (egoísmo, desconfirmaciones afectivas, rechazo); descalificaciones muy puntuales (“sólo servís para cocinar”, “mira tu hermana a qué llegó”, “no hables, no opines…”, “haz lo que te digo, si no…”), y otras tantas cosas.
Comencemos por trazar una línea demarcatoria entre los “contenidos conscientes” y “los inconscientes”. Claro está que no resulta tan sencillo, tal vez, descubrir los “escondites de nuestro yo”. Sin embargo, si hacemos la opción de simplificar las cosas de la vida, los contenidos se elevan desde un plano psicológico–actitudinal al plano trascendental–cristiano avalado, purificado y oblacionado al Padre por la sangre de Jesucristo, el Señor. Entre el plano humano–terrenal y el divino–trascendental se traza una notable distinción, sin lugar a dudas. Por eso, “acomodemos lo humano”. No involucremos a Dios en nuestros desórdenes como si él fuese quien los haya ocasionado. Dios es orden. Por tanto, no se entrelaza con nuestros desórdenes, sino que se perpetra en ellos solo para ayudarnos; éste es el plan de la Divina Misericordia de Dios: conciliar, aliviar, liberar, sanar, paliar, alumbrar, fortalecer, esperanzar, sanar las almas… lo que hace tanto ruido interior.
Si tuviéramos más asiduamente presente a Dios, notaríamos la influencia divina del poder de su Espíritu.
Sé que, por ello, estamos aquí; y Dios ve nuestra búsqueda, la bendice y, mediante nuestros encuentros con él, nos alcanza con voz dulce, tierna, afable que solo quiere la conversión.
Lo que frecuentemente nos puede asechar del pasado no es lo consciente, dado que al madurar podemos ir encontrando un cauce a nuestros desórdenes. Sí es importante prestar atención a nuestras represiones que nos desordenan en la vida dejando, así, capítulos abiertos, muchos de los cuales “aparentan” no tener solución.
Freud consideraba que “las neurosis (aquello reprimido) son el negativo de las perversiones”. Si bien esta frase fue sostenida en relación a los impulsos sexuales, dentro de su concepción, no deja de ser un punto de atención. En este sentido acota que “sin profundizar realmente en la comprensión psicológica del individuo que se tiene en tratamiento, la traducción de los símbolos nos descubre los contenidos del ello”.
En su tópica sobre el aparato psíquico, en 1923, se refiere al “ello” (la parte más oscura de la personalidad), al “superyo” (principios morales–el deber) y al “yo” (el encargado de los intereses de una persona).
Si tuviéramos que sintetizar qué es la neurosis, podríamos convenir en que es “el estado de inadecuación del yo al no poder establecer el equilibrio entre las fuerzas en pugna y el superyo y el ello”.
Por eso llegamos a una determinación sustancial para poder esclarecer con nombres definidos cuáles son los capítulos de la vida aún no cerrados de una vez y para siempre. Todo se puede resolver. Todo es reparable para Dios en nosotros. Sólo necesitamos, primeramente, tener predisposición, para luego desarrollarla hasta poder construir una actitud de sanación interior, por la fe en Jesucristo. El es el sanador por antonomasia. Adherirse a su Evangelio es ya comenzar a sanarse.
Nos