La palabra muda. Jacques Ranciere
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12 Tres autores franceses, entonces: este libro carece de toda vocación enciclopédica. Tampoco aspira a analizar la especificidad francesa en la elaboración de las normas de las Bellas Letras o de los ideales de la literatura. Pone simplemente una serie de hipótesis a prueba de un universo de referencia y una secuencia histórica lo suficientemente homogéneos.
1. DE LA REPRESENTACIÓN A LA EXPRESIÓN
Retomemos entonces la muralla de piedra y el refugio de silencio para constatar en primer lugar lo siguiente: Blanchot no inventó las metáforas que utiliza para elogiar la pureza de la experiencia literaria, ni estas se limitan únicamente a valorarla. Las mismas metáforas sirven para denunciar su perversión inherente. Estructuran así la argumentación de Sartre, que desdeña fascinado a Flaubert y a Mallarmé. Sartre denuncia interminablemente la pasión de Flaubert por los poemas en lenguas muertas, “palabras de piedra que caen de los labios de las estatuas”, o la “columna de silencio” del poema mallarmeano “que florece solitario en un jardín oculto”. A una literatura de la palabra expositiva, en la que el verbo es un intermediario entre autor y lector, opone una literatura en la que el medio se vuelve fin, en la que la palabra deja de ser el acto de un sujeto para transformarse en soliloquio mudo: “El lenguaje está presente cuando se lo habla; si no, está muerto y las palabras, prendidas con alfileres en los diccionarios. Estos poemas que nadie habla y que pueden pasar por un ramo de flores elegidas por la manera en que combinan sus colores o para acompañar una colección de piedras preciosas, son silencio sin lugar a duda”13. Puede pensarse que Sartre le está respondiendo a Blanchot y que lógicamente entonces utiliza su vocabulario. Pero la crítica de la “petrificación” literaria tiene a su vez una historia mucho más antigua. Al denunciar, en nombre de una perspectiva política revolucionaria, el sacrificio de la palabra y la acción humanas al prestigio de un lenguaje petrificado, Sartre retoma paradójicamente la acusación que los tradicionalistas literarios o políticos del siglo XIX habían hecho incansablemente a cada generación de innovadores literarios. Habían opuesto, en efecto, el primado de la palabra viva, de la palabra en acción, tanto a las imágenes del “romanticismo” de Hugo como a las descripciones del “realismo” de Flaubert o a los arabescos del “simbolismo” de Mallarmé. En ¿Qué es la literatura?, Sartre opone la poesía que se sirve de las palabras de manera intransitiva, como el pintor de los colores, a la literatura que se sirve de ellas para mostrar y demostrar. Pero esta oposición de un arte que pinta y un arte que demuestra ya era un leitmotiv de los críticos del siglo XIX . Fue el argumento de Charles de Rémusat contra Hugo, argumento que denunciaba esa literatura “que, aislándose de las causas que debe defender, deja de ser el instrumento de una idea fecunda, […] para convertirse en un arte independiente de todo lo que tendría para expresar, una potencia particular, sui generis, que ya no busca su vida, su fin y su gloria más que en ella misma”. Fue el argumento de Barbey d’Aurevilly contra Flaubert: el realista “no quiere más que libros pintados” y rechaza “todo libro que se proponga probar algo”. Fue, por último, la gran denuncia de Léon Bloy contra la “idolatría literaria” que sacrifica el Verbo al culto de la frase14. Para entender esta denuncia recurrente de la “petrificación” literaria y sus metamorfosis, hay que cruzar la cómoda barrera que Sartre estableció entre la ingenuidad panteísta de los tiempos románticos en que “las bestias hablaban” y “los libros escribían siguiendo el dictado de Dios”, y el desencanto de los estetas desengañados propio del post cuarenta y ocho. Hay que tomar este tema en su origen, en el momento mismo en que se afirma la potencia de palabra inmanente a todo ser vivo, y la potencia de vida inmanente a toda piedra.
Empecemos entonces por el principio, es decir por la batalla del “romanticismo”. Lo que hace que los partidarios de Voltaire o de La Harpe se alcen contra Hugo no son fundamentalmente encabalgamientos como “la escalera/secreta” de Hernani ni el “bonete rojo” que le puso al viejo diccionario. Es la identificación de la potencia del poema con la de un lenguaje de piedra. Una prueba de ello es el análisis penetrante que Gustave Planche hace de una obra que emblematiza mucho mejor que Hernani el escándalo de la nueva escuela: Notre-Dame de Paris: “En esta obra tan singular, tan monstruosa, el hombre y la piedra se confunden y no forman más que un solo y mismo cuerpo. El hombre que está bajo la ojiva no es más que el musgo en la pared o el liquen en el roble. En la pluma de Hugo la piedra se anima y parece obedecer a todas las pasiones humanas. La imaginación, deslumbrada por unos instantes, cree asistir a una ampliación del campo del pensamiento, a una invasión de la materia por parte de la vida inteligente. Pero, rápidamente desengañada, se da cuenta de que la materia sigue siendo lo que era y el hombre se ha petrificado. Las sierpes y las salamandras esculpidas en el flanco de las catedrales se han quedado inmóviles y la sangre que corría en las venas del hombre se ha helado de golpe; la respiración se ha detenido, el ojo ya no ve, el actor ha bajado hasta la piedra sin elevarla hasta él”15.
La “petrificación” de la que nos habla aquí el crítico de Hugo no remite a una postura del escritor que instauraría el silencio de su palabra. Representa exactamente la oposición entre una poética y otra, oposición por la cual la novedad romántica no solo rompe claramente con las reglas formales de las Bellas Letras sino con su espíritu mismo. Lo que opone a estas dos poéticas no es solo una concepción diferente de la relación entre pensamiento y materia que constituye al poema sino también del lenguaje que es el lugar de esa relación. Si nos remitimos a los términos clásicos de la poética –la inventio que hace a la elección del tema, la dispositio que organiza sus partes y la elocutio que ornamenta convenientemente el discurso–, la nueva poética, que triunfa con la novela de Hugo, puede caracterizarse como el cambio profundo del sistema que las ordenaba y las jerarquizaba. La inventio clásica definía el poema, en términos de Aristóteles, como un ordenamiento de acciones, una representación de hombres que actúan. Y hay que ver efectivamente lo que implica el extraño procedimiento de poner la catedral en lugar de este ordenamiento de acciones humanas. Evidentemente, Notre-Dame de Paris cuenta también una historia, anuda y desanuda el destino de sus personajes. Pero el título del libro no se convierte por ello en una mera indicación del lugar y el tiempo en que transcurre la historia. Define estas aventuras como una encarnación más de lo que la catedral misma expresa, en la repartición de sus volúmenes, en la iconografía o el modelo de sus esculturas. Pone en escena a sus personajes como figuras salidas de la piedra y del sentido que ella encarna. Y para eso su frase anima la piedra, la hace hablar y actuar. Es decir que la elocutio, que antes obedecía a la inventio, atribuyendo a los personajes de la acción la expresión que convenía a su carácter y circunstancias, se emancipa de su tutela gracias al poder de palabra que se le otorga al nuevo objeto del poema. La elocutio ocupa el lugar de la inventio, que hasta el momento la gobernaba. Ahora bien, esta omnipotencia del lenguaje también es, nos dice Planche, una inversión de su jerarquía interna: ahora es la “parte material” del lenguaje –las palabras con su poder sonoro y gráfico– la que ocupa el lugar de la “parte intelectual”: la sintaxis que las subordina a la expresión del pensamiento y al orden lógico de una acción.
El análisis de Planche nos permite entender lo que está en juego en esta “petrificación” de Hugo, es decir, el derrumbe de un sistema poético. Y nos permite reconstituir el sistema así derrumbado, el sistema de la representación, tal como lo habían instituido los tratados de Batteux, Marmontel o La Harpe un siglo antes, o tal como inspiraban los comentarios de Voltaire sobre Corneille. Este sistema de representación se basaba menos, en efecto, en reglas formales que en cierto espíritu, cierta idea de las relaciones entre la palabra y la acción. Cuatro grandes principios animaban la poética de la