La palabra muda. Jacques Ranciere
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El principio de decoro descansa así en una armonía entre tres personajes: el autor, el personaje representado y el espectador que asiste a la representación. El público natural del dramaturgo, como el del orador, es un público de gente que “viene a instruirse para hablar”, porque la palabra es su asunto propio, ya sea que se trate de dar órdenes o convencer, de exhortar o deliberar, de enseñar o gustar. En ese sentido, los “hombres reunidos” de La Harpe se oponen tanto como los generales, magistrados, príncipes u obispos de Voltaire a la simple reunión de “cierta cantidad de hombres y mujeres jóvenes”. Son aptos para convertir el placer experimentado en una prueba del decoro del comportamiento de Jimena y de la obra de Corneille porque son actores de la palabra. El edificio de la representación es una “especie de república en la que cada quien debe figurar según su estado”21. Es un edificio jerarquizado en el cual el lenguaje debe someterse a la ficción, el género al tema y el estilo a los personajes y situaciones representados. Una república en la que el primado de la invención del tema sobre la disposición de las partes y lo apropiado de las expresiones, mima el orden de las partes del alma o de la ciudad platónica. Pero esta jerarquía no impone su ley más que en la relación de igualdad del autor, de su personaje y del espectador. Y esta relación misma depende de un cuarto y último principio que llamaré principio de actualidad y que puede definirse así: lo que regula el edificio de la representación es la primacía de la palabra como acto, de la performatividad de palabra. Esta primacía es la que comprueba de modo ejemplar la escena ideal descripta o más bien ficcionalizada por Voltaire: los oradores del tribunal o de la cátedra, los príncipes y generales que se instruyen con el Cid en el arte de hablar, pero que también le proporcionan a Corneille el juicio de los hombres de la palabra en acto que permite verificar el acuerdo entre su potencia para representar la palabra activa y la que se relaciona con la estatura de sus personajes.
El sistema de la representación se basa en la equivalencia entre el acto de representar y la afirmación de la palabra como acto. Este cuarto principio no contradice al primero. Este afirmaba que es la ficción lo que hace el poema y no una modalidad particular del lenguaje. El último principio identifica la representación ficcional de acciones con una puesta en escena del acto de habla. No hay contradicción en esto. Pero hay una suerte de doble economía del sistema: la autonomía de la ficción, que no se ocupa más que de representar y gustar, depende de otro orden, se regula a través de otra escena de palabra: una escena “real” en la que no se trata solamente de gustar por medio de historias y discursos, sino de educar espíritus, salvar almas, defender inocentes, aconsejar reyes, exhortar pueblos, arengar soldados, o simplemente sobresalir en la conversación en la que se destacan las mentes agudas. El sistema de la ficción poética depende de un ideal de la palabra eficaz. Y el ideal de la palabra eficaz remite a un arte que es más que un arte, que es una manera de vivir, una manera de tratar los asuntos humanos y divinos: la retórica. Los valores que definen la potencia de la palabra poética son los de la escena oratoria. Esta es la escena suprema a imitación de la cual y con vistas a la cual la poesía despliega sus propias perfecciones. Es lo que nos decía Voltaire en esa evocación de la Francia de Richelieu que aún hoy puede aceptar el historiador de la retórica clásica: “Nuestro concepto de ‘literatura’, excesivamente ligado a lo impreso, al texto, deja fuera de su campo lo que el ideal abarcador del orador y de su elocuencia englobaba generosamente: el arte de la arenga, el arte de la conversación, sin contar con la tacita significatio del arte del gesto y de las artes plásticas […]; no es casual que el período 1630-1640 conozca un esplendor semejante en la corte de Francia: espejo de un arte de la vida en sociedad en el cual el arte de hablar es el centro de una retórica general que el arte de escribir y el de pintar son los primeros en reflejar”22. Pero esta dependencia de la poesía con respecto a un arte de la palabra que es arte de vivir en sociedad no es propia de un orden monárquico. Tiene sus equivalentes en la época de las asambleas revolucionarias. Y una vez más es el camaleón La Harpe quien nos lo explica: “Pasamos de la poesía a la elocuencia: objetos más serios y más importantes, estudios más severos y razonables reemplazan los juegos de la imaginación y las ilusiones variadas de la más seductora de las artes […] Al abandonar una por otra, debemos figurarnos que pasamos de las diversiones de la juventud a los trabajos de la edad madura: porque la poesía está hecha para el placer y la elocuencia para las ocupaciones […]; cuando el sacerdote anuncia desde el púlpito las grandes verdades de la moral […]; cuando el defensor de la inocencia hace oír su voz en los tribunales; cuando el hombre de Estado delibera en los consejos sobre el destino de los pueblos; cuando el ciudadano defiende en las asambleas legislativas la causa de la libertad […], la elocuencia ya no es entonces solamente un arte, es un ministerio augusto, consagrado por la veneración de todos los ciudadanos […]”23.
El estilo más elevado que la tradición distingue, el estilo sublime, encuentra su lugar esencial en esta palabra oratoria. Al releer al seudo Longino y al reinterpretar el concepto de lo sublime, nuestra época suele asociar sus metáforas de la tempestad, la lava y las olas desatadas con la crisis moderna del relato y de la representación. Pero el sistema de la representación, de los géneros y del decoro siempre reconoció a Longino y vio en lo “sublime” su garantía suprema. Y más que Homero o Platón, con quienes se lo asocia, el héroe de la palabra sublime es Demóstenes.
Primado de la ficción; genericidad de la representación, definida y jerarquizada según el tema representado; decoro de los medios de la representación; ideal de la palabra en acto. Estos cuatro principios definen el orden “republicano” del sistema de la representación. Esta república platónica en que la parte intelectual del arte (invención del tema) gobierna su parte material (el decoro de las palabras y de las imágenes) puede adaptarse igualmente bien al orden jerárquico de la monarquía como al orden igualitario de los oradores republicanos. Lo que explica la constante complicidad de los pelucones académicos y los republicanos radicales que, en el siglo XIX , protegen este sistema contra el asalto de los literatos innovadores, un acuerdo que va a simbolizar, por ejemplo, tanto para Hugo como para Mallarmé, el nombre de Ponsard, el muy republicano autor de tragedias a la antigua. También resume la percepción de este acuerdo la reacción de Gustave Planche frente al monstruoso poema Notre-Dame de Paris, ese poema en prosa dedicado a la piedra, que solo la humaniza a costa de petrificar la palabra humana. Esta invención monstruosa emblematiza la destrucción del sistema en el que el poema era una fábula bien construida que nos presentaba hombres en acción que explicitaban su conducta a través de bellos discursos, que correspondían al mismo tiempo a su estado, a los datos de la acción y al placer de los hombres de gusto. El argumento de Planche muestra el nudo del escándalo: la inversión del alma y el cuerpo ligada al desequilibrio entre las partes del alma, la potencia material de las palabras en lugar de la potencia intelectual de las ideas. Pero es toda una cosmología poética la que se invierte profundamente. La poesía representativa estaba hecha de historias que se ajustaban a principios de encadenamiento, caracteres que se ajustaban a principios de verosimilitud y discursos que se ajustaban a principios de decoro. La nueva poesía, la poesía expresiva, está hecha de frases y de imágenes, de frases-imágenes que valen por sí mismas como manifestaciones de poeticidad, que reivindican para la poesía una relación inmediata de expresión, semejante a la que se plantea entre la imagen esculpida en un capitel, la unidad arquitectural de la catedral y el principio unificador de la fe divina y colectiva.
Este cambio de cosmología puede traducirse estrictamente como la inversión de cada uno