La palabra muda. Jacques Ranciere
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Desde De doctrina cristiana de San Agustín se ha admitido, por cierto, que el texto sagrado utilice tropos formalmente comparables a los de la poesía profana, lo que Erasmo no había cesado de recordar. Se puede observar, sin embargo, el camino recorrido: este eclesiástico, cortesano y hombre de letras no solo equipara con facilidad la escritura sagrada en su conjunto con los tropos de los poetas sino también con el genio fabulador de los pueblos. La Escritura sagrada es un poema, un poema que expresa el genio humano de la fabulación pero también el genio propio de un pueblo que está lejos de nosotros. Dentro de la misma noción de fabulación se integran entonces las imágenes de los profetas, los enigmas de Salomón, las parábolas de Jesús, las consonancias rebuscadas de los Salmos o de San Agustín, los giros orientales de San Jerónimo, las exégesis de los talmudistas y las explicaciones figuradas de San Pablo. La fábula, la metáfora, la rima y la exégesis son en su conjunto formas de ese poder de fabulación, es decir de presentación figurada de la verdad. Todas ellas componen un mismo lenguaje de la imagen en el cual quedan absorbidas las categorías de la inventio, la dispositio y la elocutio y junto a ellas, la “literatura” de los eruditos. La novela se relaciona con la Escritura sagrada en nombre de una teoría de la poesía que la convierte en una tropología, un lenguaje figurado de la verdad.
La noción de fabulación hace coexistir entonces los contrarios: la vieja concepción dramática de la poesía y una nueva concepción que le otorga una naturaleza esencialmente tropológica. Fue Vico quien, en la Ciencia nueva de 1725, rompe el compromiso y proclama el derrumbe de “todo lo que ha sido dicho sobre el origen de la poesía” desde Aristóteles a Escalígero. La fórmula “aristotélica” de Huet decía que el poeta es poeta por el uso que hace de las ficciones y no por la utilización de un modo determinado de lenguaje. Pero la noción de la fabulación que empleaba destruía de hecho esa oposición: la ficción y la figura se identificaban en ella. Vico formula entonces esa caída en toda su generalidad: la ficción es figura, es manera de hablar. Pero la figura misma ha dejado de ser una invención del arte, una técnica del lenguaje al servicio de los fines de la persuasión retórica o del placer poético. Es el modo del lenguaje que corresponde a cierto estado de su desarrollo. Y ese estadio del lenguaje también es un estadio del pensamiento. El modo figurado del lenguaje es la expresión de una percepción espontánea de las cosas, la que no distingue aún lo propio y lo figurado, el concepto y la imagen, las cosas y nuestros sentimientos. La poesía no inventa, no es la tekhné de un personaje, el artista, que construye una ficción verosímil para complacer a otro personaje llamado espectador, igualmente hábil en el arte de hablar. Es un lenguaje que dice las cosas “como son” para quien se despierta al lenguaje y al pensamiento, como las ve y las dice, como no puede dejar de verlas y decirlas. Es la unión necesaria de una palabra y un pensamiento, de un saber y una ignorancia. Es esa revolución en la idea de poeticidad lo que resume la vertiginosa cascada de sinonimias que abre el capítulo de la lógica poética: “Lógica viene de lógos. Esta palabra, en su primera acepción, en su sentido propio, significa fábula (que pasó al italiano como favella, lenguaje, discurso); la fábula también se dice muthos entre los griegos, de donde los latinos sacaron el término mutus; en efecto, en los tiempos mudos, el discurso fue mental; también lógos significa idea y palabra”30.
Sigamos el orden de las implicaciones. La ficción –o lo que es equivalente, la figura– es la manera como el hombre niño, el hombre todavía mudo, concibe el mundo a su semejanza: ve el cielo y designa un Júpiter que habla, como él, un lenguaje de gestos, que dice su voluntad y la ejecuta al mismo tiempo por medio de los signos del trueno y el rayo. Las figuras originarias del arte retórico y poético son los gestos a través de los cuales el hombre designa las cosas. Son las ficciones que construye sobre las cosas, falsas si se les atribuye un valor de representación de lo que es, o verdaderas en la medida que expresan la posición del hombre en medio de lo que lo rodea. La retórica es mitología, la mitología es antropología. Los seres de ficción son los universales de la imaginación que hacen las veces de ideas generales que el hombre todavía no es capaz de abstraer. La fábula es el nacimiento común de la palabra y el pensamiento. Es el estadio primero del pensamiento, tal como puede formularse en una lengua de gestos y sonidos confusos, en una palabra aún equivalente al mutismo. Estos universales de la imaginación a los que se resume la potencia ficcional, pueden ser rigurosamente asimilados a un lenguaje de sordomudos. Estos hablan en efecto de dos maneras: por medio de gestos que dibujan la semejanza de lo que quieren decir y por medio de sonidos confusos que tienden en vano hacia el lenguaje articulado. Del primer lenguaje provienen las imágenes, similitudes y comparaciones de la poesía: los tropos que no son producto de la invención de los escritores sino “las formas necesarias de las que todas las naciones se han servido en su edad poética para expresar sus pensamientos”. Del segundo provienen el canto y el verso, que son anteriores a la prosa: los hombres “formaron sus primeras lenguas cantando”31.
Así, la potencia original de la poesía equivale a la impotencia primera de un pensamiento que no sabe abstraer y un lenguaje que no sabe articular. La poesía es la invención de esos dioses en cuya figura el hombre manifiesta, es decir conoce e ignora al mismo tiempo, su poder de pensamiento y de palabra. Pero evidentemente ese “saber” sobre los falsos dioses en que consisten la poesía y la sabiduría primera de los pueblos es también la manera en que la providencia del verdadero Dios les permite tomar consciencia de sí mismos. Y ese saber no es un saber abstracto. Es la consciencia histórica de un pueblo que se traduce en sus instituciones y monumentos. Los “poetas” también son teólogos y fundadores de pueblos. Los “jeroglíficos” a través de los cuales la providencia divina se manifiesta a los hombres y les proporciona el conocimiento de sí mismos no son signos enigmáticos, depositarios de una sabiduría escondida, sobre los cuales se han forjado tantas interpretaciones y quimeras. Son el altar del culto y la varilla de los augures; la llama del hogar y la urna funeraria; la carreta del agricultor, la tableta del escriba y el timón del navío; la espada del guerrero y la balanza de la justicia. Son los instrumentos y los emblemas, las instituciones y los monumentos de la vida común.
La poesía, ya se sabe, no era el objeto de Vico. Si se preocupó por buscar al “verdadero Homero”, no fue para fundar una poética sino para resolver una querella tan vieja como el cristianismo, para refutar de una buena vez el argumento del paganismo que veía en las fábulas de Homero o en los jeroglíficos egipcios la disimulación de una sabiduría antigua y admirable. Opone una tesis radical a la teoría de un doble fondo del lenguaje poético: la poesía no es más que