Colección de Julio Verne. Julio Verne

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Colección de Julio Verne - Julio Verne

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solos. ¿Dónde? No podía decirlo, ni apenas imaginarlo. Todo estaba oscuro. Era tan absoluta la oscuridad que, tras algunos minutos, mis ojos no habían podido percibir ni una de esas mínimas e indeterminadas claridades que dejan filtrarse las noches más cerradas.

      Furioso ante tal forma de proceder, Ned Land daba rienda suelta a su indignación.

      -¡Por mil diablos! –exclamaba-. He aquí una gente que podría dar lecciones de hospitalidad a los caledonianos. No les falta más que ser antropófagos, y no me sorprendería que lo fueran. Pero declaro que no dejaré sin protestar que me coman.

      -Tranqulícese, amigo Ned, cálmese -dijo plácidamente Conseil-. No se sulfure antes de tiempo. Todavía no estamos en la parrilla.

      -En la parrilla, no replicó el canadiense-, pero sí en el horno, eso es seguro. Esto está bastante negro. Afortunadamente, conservo mi cuchillo y veo lo suficiente como para servirme de él. Al primero de estos bandidos que me ponga la mano encima…

      -No se irrite usted, Ned -le dije-, y no nos comprometa con violencias inútiles. ¡Quién sabe si nos estarán escuchando! Tratemos más bien de saber dónde estamos.

      Caminé a tientas y a los cinco pasos me topé con un muro de hierro, hecho con planchas atornilladas. Al volverme, choqué con una mesa de madera, cerca de la cual había unas cuantas banquetas. El piso de aquel calabozo estaba tapizado con una espesa estera de cáñamo que amortiguaba el ruido de los pasos. Los muros desnudos no ofrecían indicios de puertas o ventanas. Conseil, que había dado la vuelta en sentido opuesto, se unió a mí y volvimos al centro de la cabina, que debía tener unos veinte pies de largo por diez de ancho. En cuanto a su altura, Ned Land no pudo medirla pese a su elevada estatura.

      Había transcurrido ya casi media hora sin modificación alguna de la situación cuando nuestros ojos pasaron súbitamente de la más extremada oscuridad a la luz más violenta. Nuestro calabozo se iluminó repentinamente, es decir, se llenó de una materia luminosa tan viva que no pude resistir al pronto su resplandor. En su blancura y en su intensidad reconocí la iluminación eléctrica que producía en torno del barco submarino un magnífico fenómeno de fosforescencia. Reabrí los ojos que había cerrado involuntariamente y vi que el agente luminoso emanaba de un globo deslustrado, encajado en el techo de la cabina.

      -¡Por fin se ve! -exclamó Ned Land, quien, cuchillo en mano, mostraba una actitud defensiva.

      -Sí -respondí, arriesgando una antítesis-, pero la situación no es por ello menos oscura.

      -Tenga paciencia el señor dijo el impasible Conseil.

      La súbita iluminación de la cabina me permitió examinar sus menores detalles. No había más mobiliario que la mesa y cinco banquetas. La puerta invisible debía estar herméticamente cerrada. No llegaba a nosotros el menor ruido. Todo parecía muerto en el interior del barco. ¿Se movía, se mantenía en la superficie o estaba sumergido en las profundidades del océano? No podía saberlo. Pero la iluminación de la cabina debía tener alguna razón, y ello me hizo esperar que no tardarían en manifestarse los hombres de la tripulación. Cuando se olvida a los cautivos no se ilumina su calabozo.

      No me equivocaba. Pronto se oyó un ruido de cerrojos, la puerta se abrió y aparecieron dos hombres. Uno de ellos era de pequeña estatura y de músculos vigorosos, ancho de hombros y robusto de complexión, con una gruesa cabeza con cabellos negros y abundantes; tenía un frondoso bigote y una mirada viva y penetrante, y toda su persona mostraba ese sello de vivacidad meridional que caracteriza en Francia a los provenzales. Diderot pretendía, con razón, que los gestos humanos son metafóricos, y aquel hombre constituía ciertamente la viva demostración de tal aserto. Al verlo se intuía que en su lenguaje habitual debía prodigar las prosopopeyas, las metonimias y las hipálages, pero nunca pude comprobarlo, pues siempre empleó ante mí un singular idioma, absolutamente incomprensible.

      El otro desconocido merece una descripción más detallada. Un discípulo de Gratiolet o de Engel hubiera podido leer en su fisonomía como en un libro abierto. Reconocí sin vacilación sus cualidades dominantes: la confianza en sí mismo, manifestada en la noble elevación de su cabeza sobre el arco formado por la línea de sus hombros y en la mirada llena de fría seguridad que emitían sus ojos negros; la serenidad, pues la palidez de su piel denunciaba la tranquilidad de su sangre; la energía, demostrada por la rápida contracción de sus músculos superciliares, y, por último, el valor, que cabía deducir de su poderosa respiración como signo de una gran expansión vital. Debo añadir que era un hombre orgulloso, que su mirada firme y tranquila parecía reflejar una gran elevación de pensamientos, y que de todo ese conjunto de rasgos y de la homogeneidad expresiva de sus gestos corporales y faciales cabía diagnosticar, según la observación de los fisonomistas, una indiscutible franqueza.

      Me sentí «involuntariamente» tranquilizado en su presencia y optimista en cuanto al resultado de la conversación.

      Imposible me hubiera sido precisar si el personaje tenía treinta y cinco o cincuenta años. Era de elevada estatura; su frente era ancha; recta la nariz; la boca, netamente dibujada; la dentadura, magnífica, y sus manos eran finas y alargadas, eminentemente «psíquicas», por emplear la expresión de la quirognomonía con que se caracteriza unas manos dignas de servir a un alma elevada y apasionada. Aquel hombre constituía ciertamente el tipo más admirable que me había encontrado en toda mi vida. Detalle particular: sus ojos, un tanto excesivamente separados entre sí, podían abarcar simultáneamente casi la cuarta parte del horizonte. Esa facultad que pude verificar más tarde-se acompañaba de la de un poder visual superior incluso al de Ned Land. Cuando aquel desconocido fijaba sus ojos en un objeto, la línea de sus cejas se fruncía, sus anchos párpados se plegaban circunscribiendo las pupilas y, estrechando así la extensión del campo visual, miraba. ¡Qué mirada la suya! ¡Cómo aumentaba el tamaño de los objetos disminuidos por la distancia! ¡Cómo le penetraba a uno hasta el alma, al igual que lo hacía con las capas líquidas, tan opacas para nuestros ojos, y como leía en lo más profundo de la mar!

      Los dos desconocidos, tocados con boinas de piel de nutria marina y calzados con botas de piel de foca, vestían unos trajes de un tejido muy particular que dejaban al cuerpo una gran libertad de movimientos.

      El más alto de los dos evidentemente el jefe a bordo nos examinaba con una extremada atención, sin pronunciar palabra. Luego se volvió hacia su compañero y habló con él en un lenguaje que no pude reconocer. Era un idioma sonoro, armonioso, flexible, cuyas vocales parecían sometidas a una muy variada acentuación.

      El otro respondió con un movimiento de cabeza y añadió dos o tres palabras absolutamente incomprensibles para nosotros. De nuevo los ojos del jefe se posaron en mí y su mirada parecía interrogarme directamente.

      Respondí, en buen francés, que no entendía su idioma, pero él pareció no comprenderme a su vez y pronto la situación se tornó bastante embarazosa.

      -Cuéntele el señor nuestra historia, de todos modos -me dijo Conseil-. Es probable que estos señores puedan comprender algunas palabras.

      Comencé el relato de nuestras aventuras, cuidando de articular claramente las silabas y sin omitir un solo detalle. Decliné nuestros nombres y profesiones, haciéndoles una presentación en regla del profesor Aronnax, de su doméstico Conseil y de Ned Land, el arponero.

      El hombre de ojos dulces y serenos me escuchó tranquilamente, cortésmente incluso, y con una notable atención. Pero nada en su rostro indicaba que hubiera comprendido mi historia. Cuando la hube terminado, no pronunció una sola palabra.

      Quedaba el recurso de hablar inglés. Tal vez pudiéramos hacernos comprender en esa lengua que es prácticamente universal. Yo la conocía, así como la lengua alemana, de forma

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