Colección de Julio Verne. Julio Verne

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Colección de Julio Verne - Julio Verne

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señor Land! -le dije al arponero-, saque de sí el mejor inglés que haya hablado nunca un anglosajón, a ver si es más afortunado que yo.

      Ned no se hizo rogar y recomenzó mi relato, que pude comprender casi totalmente. Fue el mismo relato en el fondo, pero diferente en la forma. El canadiense, llevado de su carácter, le dio una gran animación. Se quejó con acritud de haber sido aprisionado con desprecio del derecho de gentes, pidió que se le dijera en virtud de qué ley se le retenía así, invocó el habeas corpus, amenazó con querellarse contra los que le habían secuestrado indebidamente, se agitó, gesticuló, gritó, y, finalmente, dio a entender con expresivos gestos que nos moríamos de hambre.

      Lo que era totalmente cierto, aunque casi lo hubiéramos olvidado.

      Con gran asombro por su parte, el arponero pudo darse cuenta de que no había sido más inteligible que yo. Nuestros visitantes permanecían totalmente impasibles. Era evidente que no comprendían ni la lengua de Arago ni la de Faraday.

      Tras haber agotado en vano nuestros recursos filológicos, me hallaba yo muy turbado y sin saber qué partido tomar, cuando me dijo Conseil:

      -Puedo contárselo en alemán, si el señor me lo permite.

      -¡Cómo! ¿Tú hablas alemán?

      -Como un flamenco, mal que le pese al señor.

      -Al contrario, eso me agrada. Adelante, muchacho.

      Y Conseil, con su voz pausada, contó por tercera vez las diversas peripecias de nuestra historia. Pero, pese a los elegantes giros y la buena prosodia del narrador, la lengua alemana no conoció mayor éxito que las anteriores.

      Exasperado ya, decidí por último reunir los restos de mis primeros estudios y narrar nuestras aventuras en latín. Cicerón se habría tapado los oídos y me hubiera enviado a la cocina, pero a trancas y barrancas seguí mi propósito. Con el mismo resultado negativo.

      Abortada definitivamente esta última tentativa, los dos desconocidos cambiaron entre sí algunas palabras en su lengua incomprensible y se retiraron sin tan siquiera habernos dirigido uno de esos gestos tranquilizadores que tienen curso en todos los países del mundo. La puerta se cerró tras ellos.

      -¡Esto es una infamia! -exclamó Ned Land, estallando de indignación por vigésima vez-. ¡Cómo! ¡Se les habla a estos bandidos en francés, en inglés, en alemán y en latín, y no tienen la cortesía de responder!

      -Cálmese, Ned -dije al fogoso arponero-, la cólera no conduce a nada.

      -Pero ¿se da usted cuenta, señor profesor replicó nuestro irascible compañero , de que podemos morir de hambre en esta jaula de hierro?

      -¡Bah! Con un poco de filosofía, podemos resistir aún bastante tiempo dijo Conseil.

      -Amigos míos dije-, no hay que desesperar. Nos hemos hallado en peores situaciones. Hacedme el favor de esperar para formarnos una opinión sobre el comandante y la tripulación de este barco.

      -Mi opinión ya está hecha -replicó Ned Land-. Son unos bandidos.

      -Bien, pero… ¿de qué país?

      -Del país de los bandidos.

      -Mi buen Ned, ese país no está aún indicado en el mapamundi. Confieso que la nacionalidad de estos dos desconocidos es difícil de identificar. Ni ingleses, ni franceses, ni alemanes, es todo lo que podemos afirmar. Sin embargo, yo diría que el comandante y su segundo han nacido en bajas latitudes. Hay algo en ellos de meridional. Pero ¿son españoles, turcos, árabes o hindúes? Eso es algo que sus tipos físicos no me permiten decidir. En cuanto a su lengua, es absolutamente incomprensible.

      -Éste es el inconveniente de no conocer todas las lenguas, o la desventaja de que no exista una sola -respondió Conseil.

      -Lo que no serviría de nada -replicó Ned Land . ¿No ven ustedes que esta gente tiene un lenguaje para ellos, un lenguaje inventado para desesperar a la buena gente que pide de comer? Abrir la boca, mover la mandíbula, los dientes y los labios ¿no es algo que se comprende en todos los países del mundo? ¿Es que eso no quiere decir tanto en Quebec como en Pomotu, tanto en París como en los antípodas, que tengo hambre, que me den de comer?

      -¡Oh!, usted sabe, hay naturalezas tan poco inteligentes.

      No había acabado Conseil de decir esto, cuando se abrió la puerta y entró un steward. Nos traía ropas, chaquetas y pantalones, hechas con un tejido cuya naturaleza no pude reconocer. Me apresuré a ponerme esas prendas y mis compañeros me imitaron.

      Mientras tanto, el steward mudo, sordo quizá había dispuesto la mesa, sobre la que había colocado tres cubiertos.

      -¡Vaya! Esto parece serio y se anuncia bien -dijo Conseil.

      -¡Bah! -respondió el rencoroso arponero-, ¿qué diablos quiere usted que se coma aquí? Hígado de tortuga, fidete de tiburón o carne de perro marino…

      -Ya veremos -dijo Conseil.

      Los platos, cubiertos por una tapa de plata, habían sido colocados simétricamente sobre el mantel. Nos sentamos a la mesa. Decididamente, teníamos que vérnoslas con gente civilizada, y de no ser por la luz eléctrica que nos inundaba, hubiera podido creerme en el comedor del hotel Adelhi, en Liverpool, o del Gran Hotel, en París. Sin embargo, debo decir que faltaban por completo al pan y el vino. El agua era fresca y límpida, pero era agua, lo que no fue del gusto de Ned Land. Entre los platos que nos sirvieron reconocí diversos pescados delicadamente cocinados, pero hubo otros sobre los que no pude pronunciarme, aunque eran excelentes, hasta el punto de que hubiera sido incapaz de afirmar si su contenido pertenecía al reino vegetal o al animal. En cuanto al servicio de mesa, era elegante y de un gusto perfecto. Cada utensilio, cuchara, tenedor, cuchillo y plato, llevaba una letra rodeada de una divisa, cuyo facsímil exacto helo aquí:

      MOBILIS N IN MOBILE

       ¡Móvil en el elemento móvil! Esta divisa se aplicaba con exactitud a este aparato submarino, a condición de traducir la preposición in por en y no por sobre. La letra N era sin duda la inicial del nombre del enigmático personaje al mando del submarino.

      Ned y Conseil no hacían tantas reflexiones, devoraban, y yo no tardé en imitarles. Estaba ya tranquilizado sobre nuestra suerte, y me parecía evidente que nuestros huéspedes no querían dejarnos morir de inanición.

      Todo tiene un fin en este bajo mundo, hasta el hambre de quienes han permanecido sin comer durante quince horas. Satisfecho nuestro apetito, se dejó sentir imperiosamente la necesidad de dormir. Reacción muy natural tras la interminable noche que habíamos pasado luchando contra la muerte. -Me parece que no me vendría mal un sueñecito -dijo Conseil.

      -Yo ya estoy durmiendo -respondió Ned.

      Mis compañeros se tumbaron en el suelo y no tardaron en sumirse en un profundo sueño. Por mi parte, cedí con menos facilidad a la imperiosa necesidad de dormir. Demasiados pensamientos se acumulaban en mi Cerebro, acosado por numerosas cuestiones insolubles, y un tropel de imágenes mantenía mis párpados entreabiertos. ¿Dónde estábamos? ¿Qué extraño poder nos gobernaba? Sentía, o más bien creía sentir, que el aparato se hundía en las capas más profundas del mar, y me asaltaban violentas pesadillas. Entreveía en esos misteriosos asilos todo un mundo de desconocidos animales, de los que el barco submarino era un congénere, como ellos vivo, moviente y formidable… Mi cerebro

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