Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle

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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle

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      Mi compañero sonrió con gesto aprobatorio.

      —Ha resumido usted los aspectos problemáticos del caso de forma sucinta e inteligente —dijo—. Resta aún mucho por ser elucidado, aunque tengo ya pronto un veredicto sobre los puntos clave. En lo referente al descubrimiento de ese infeliz de Lestrade, se trata no más que de una añagaza para situar a la policía sobre una pista falsa, insinuándole historias de socialismo y sociedades secretas. Mas no hay alemanes por medio. La «A», fíjese bien, estaba escrita con caligrafía un poco gótica. Ahora bien, los alemanes de veras emplean siempre los caracteres latinos, de donde cabe afirmar que nos hallamos frente a un burdo imitador empeñado en exagerar un tanto su papel. Existía el propósito de conducir la investigación fuera de su curso adecuado. De momento, no más aclaraciones, doctor; como usted sabe, los adivinadores malogran su magia al desvelar el artificio que hay detrás de ella, y si continúo explicándole mi método va a llegar a la conclusión de que soy un tipo vulgar, después de todo.

      —Puede usted tener la seguridad de lo contrario —repuse—; ha traído la investigación detectivesca a un grado de exactitud científica que jamás volverá a ser visto en el mundo.

      Un puro rubor de satisfacción encendió el rostro de mi compañero ante semejantes palabras y el tono de verdad con que estaban dichas. Había ya observado que era tan sensible el halago en lo atañedero a su arte, como pueda serlo cualquier muchachita respecto de su belleza física.

      —Otra cosa voy a confiarle —dijo—. El que gastaba bota acharolada, y su acompañante, el de las botas de puntera cuadrada, llegaron en el mismo coche de alquiler e hicieron el sendero juntos y en buena amistad, probablemente cogidos del brazo. Una vez dentro, recorrieron varias veces la habitación —mejor dicho, las botas de charol permanecieron fijas en un punto mientras las otras medían sucesivamente la estancia—. Estos hechos se hallaban escritos en el polvo; pude apreciar también que el individuo en movimiento fue dejándose ganar por el nerviosismo. La longitud creciente de sus pasos lo demuestra. En ningún instante dejó de hablar, al tiempo que su furia, sin duda, iba en aumento. Entonces ocurrió la tragedia. Dispone usted ya de todos los datos ciertos, puesto que los restantes entran en el campo de la conjetura. Nuestra base de partida, sin embargo, no es mala. ¡Ahora, apresurémonos! ¡No quiero dejar de asistir esta tarde al concierto que en el Hall da Norman Neruda!

      Esta conversación tuvo lugar mientras el carruaje hilaba su camino por una infinita sucesión de sucias calles y tristes pasadizos. Llegados éramos al más sucio y triste de todos, cuando el cochero detuvo de pronto su vehículo.

      —Ahí está Audley Court —explicó, señalando una grieta o corredor abierto en el frontero muro de ladrillos—. De vuelta, me hallarán en el mismo lugar.

      Audley Court no era un paraje placentero. Calle adelante desembocamos en un patio cuadrangular, tendido de losas y con sórdidas construcciones a los lados. Allí, entre grupos de chiquillos mugrientos, y sorteando las cuerdas empavesadas de ropa puesta a secar, llegamos a nuestro paradero, la puerta del número 45, guarnecida de una pequeña placa de bronce que ostentaba el nombre de «Rance». Fuimos enterados de que el policía estaba en la cama, y hubimos de aguardarlo en una breve pieza que a la entrada hacía las veces de sala de recibir.

      Al fin apareció el hombre, un tanto enfadado, según se echaba de ver, por la súbita interrupción de su sueño.

      —Ya he presentado mi informe en la comisaría —dijo.

      Holmes enterró la mano en el bolsillo, sacó medio soberano, y se puso a juguetear con él despaciosamente.

      —Resulta que nos gustaría oírlo repetido de sus propios labios —afirmó.

      —Estoy a su completa disposición —repuso entonces el policía, súbitamente fascinado por el pequeño disco de oro.

      —Diga no más, como le venga a las mientes, lo que usted presenció.

      Rance tomó asiento en el sofá de crin y contrajo las cejas, en la actitud de quien se concentra para poner toda su alma en una empresa.

      —Ahí va la historia entera —dijo—. Mi ronda dura desde las diez de la noche a las seis de la madrugada. A las once hubo trifulca en «El Ciervo Blanco», pero, fuera de eso, no se produjo otra novedad durante el tiempo de servicio. A la una, cuando comenzaban a caer las primeras gotas, me tropecé en la esquina de Henrietta Street a Harry Murcher —el que tiene a su cargo la vigilancia de Holland Grove—, y allí estuvimos de palique un buen rato. Hacia las dos —o quizá un poco más tarde— me puse otra vez en movimiento para ver si todo seguía en orden en Brixton Road. Ni un susurro se oía en la calle enfangada... Tampoco se me echó a la cara persona viviente, aunque me rebasaron uno o dos coches. Seguí mi marcha, pensando, dicho sea entre nosotros, en lo bien que me vendría un vaso de ginebra calentita, de los de a cuatro, cuando súbitamente percibí un rayo de luz filtrándose por una de las ventanas de la casa en cuestión. Ahora bien, yo sabía que esas dos casas de Lauriston Gardens estaban deshabitadas con motivo de unos desagües que el dueño se negaba a reponer, siendo así que el último inquilino había muerto de unas tifoideas. Me dejó un tanto patitieso aquella luz, y sospeché de inmediato alguna irregularidad. Alcanzada la puerta...

      —Se detuvo usted, y retrocedió después hasta la cancela del jardín —interrumpió mi compañero—. ¿Por qué?

      Rance se sobrecogió todo, fijos los maravillados ojos en Sherlock Holmes.

      —¡Cierto, señor! —dijo—, aunque el diablo me confunda si llego a saber alguna vez cómo lo ha adivinado usted. En fin, ganada la puerta, me pareció aquello tan silencioso y solitario que consideré oportuno agenciarme antes la ayuda de otra persona. No hay bicho de carne y hueso que me asuste, pero me dio por imaginar que a lo mejor el difunto de las fiebres tifoideas andaba revolviendo en los desagües para ver qué se lo había llevado al otro mundo. Esta idea me produjo como un cosquilleo, y viré hasta la puerta del jardín, desde donde no se oteaba rastro de la linterna de Murcher ni de persona alguna.

      —¿No había nadie en la calle?

      —Nadie, señor, ni tan siquiera un perro se echaba de ver... Hice entonces de tripas corazón, volví sobre mis pasos y empujé la puerta. Adentro no encontré novedad, sólo una luz brillando en la habitación. Se trataba de una vela colocada encima de la repisa de la chimenea, una vela roja, por cuyo resplandor yo...

      —Sí, sé ya todo lo que usted vio. Dio varias vueltas por la pieza, y después se hincó de rodillas junto al cadáver, y después caminó en derechura a la puerta de la cocina, y después...

      John Race se puso en pie de un salto, pintado el susto en la cara y con una expresión de desconfianza en los ojos.

      —¿Desde dónde estuvo espiándome? —exclamó—. Me da en la nariz que sabe usted mucho más de lo que debiera.

      Soltando una carcajada, arrojó Holmes su tarjeta sobre la mesa.

      —¡No se le ocurra arrestarme por asesinato! —dijo—. Soy de la jauría, no la pieza perseguida. El señor Gregson o el señor Lestrade pueden atestiguarlo. Ahora, adelante. ¿Qué ocurrió a continuación?

      Rance volvió a sentarse, sin que desapareciera empero de su rostro la expresión de desconfianza.

      —Volví a la cancela e hice sonar mi silbato. A la llamada acudieron Murcher y otros dos compañeros.

      —¿Seguía la calle despejada de gente?

      —De

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