Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle

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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle

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no importa —repuse—. Importa más que no tengo el anillo.

      —¡Claro que lo tiene! —exclamó, entregándome uno—. Para el caso es lo mismo, casi un facsímil.

      —¿Y quién cree usted que contestará al anuncio?

      —Naturalmente el tipo de abrigo marrón, nuestro amigo de rostro congestionado y botas con puntera cuadrada. Si no se presenta él personalmente, enviará a un cómplice.

      —¿No se le antoja la maniobra demasiado peligrosa?

      —En absoluto. Si estoy en lo cierto, y todo indica que tal es el caso, el hombre que nos preocupa sacrificaría cualquier cosa por no perder el anillo. Sospecho que se le cayó al suelo cuando se inclinaba sobre el cadáver, y que al pronto no lo echó en falta. Después de abandonar la casa y descubrir su pérdida, dio presurosa marcha atrás, pero la Policía había sido atraída ya a causa de la vela, que tontamente había dejado encendida. Se fingió borracho para despejar las sospechas acaso despertadas por su presencia en la cancela. Ahora, póngase en el pellejo de nuestro personaje. Revisando el caso, le habrá dado por pensar que el extravío ha podido producirse en la calle, fuera ya de la casa. ¿Qué hacer entonces? Sin duda ha consultado afanosamente los periódicos de la tarde, en la esperanza de hallar razón del objeto perdido. Mi anuncio no ha podido escapar a su atención. Estará ahora felicitándose de su suerte. ¿Por qué recelar una trampa? Desde su punto de vista, ninguna relación puede establecerse entre el hallazgo del anillo y el asesinato. Es probable que venga..., mejor aún, es inevitable. Aquí le tendremos antes de una hora.

      —¿Y después? —dije.

      —Déjelo de mi cuenta... ¿Dispone usted de algún arma?

      —Mi viejo revólver de soldado y unos cuantos cartuchos.

      —Pues ya está usted limpiando ese revólver y poniendo los cartuchos en la recámara. Nuestro visitante es un hombre desesperado, sin nada que perder; acaso no baste el cogerlo desprevenido.

      Fui a mi alcoba e hice lo que se me había aconsejado. Cuando volví con la pistola estaba ya la mesa despejada y Holmes, como otras veces, mataba el tiempo arañando las cuerdas de su violín.

      —Cada vez es más espesa la maraña —observó al verme entrar—. Acabo de recibir desde América contestación a mi telegrama, y resulta que me hallaba en lo cierto.

      —Explíquese —pedí entonces, impaciente.

      —Este violín requiere cuerdas nuevas —dijo evasivamente Holmes—. En fin, métase la pistola en el bolsillo, y cuando se nos presente aquí ese pájaro, háblele sosegadamente. Yo me ocupo del resto. Evite las miradas insistentes, no vaya a despertar en él sospechas.

      —Son en este instante exactamente las ocho —comenté, mirando el reloj.

      —Estará probablemente aquí pasados unos minutos. Deje la puerta entreabierta. Así... Ahora, introduzca la llave por la parte de dentro. ¡Gracias! Encontré ayer esta rareza en un puesto de libros de lance... Se trata de De Jure ínter Gentes impreso en latín por una casa de Lieja, en los Países Bajos, allá por el año 1642. La cabeza del rey Carlos no había rodado aún por el cadalso cuando este pequeño volumen de tejuelos marrones vio la luz.

      —¿Quién es el impresor?

      —Philippe de Croy, o quien quiera que sea. En la guarda, con tinta casi borrada por los años, está escrita la leyenda «Ex libris Gulielmi Whyte». Me pregunto quién será el tal Willam Whyte. Probablemente un pragmático del XVII, como se echa de ver por el estilo abogadesco de su prosa. ¡Pero he aquí a nuestro hombre, según creo!

      En ese instante se oyó en la entrada un fuerte campanillazo. Sherlock Holmes se incorporó suavemente y puso su silla frontera a la puerta. Oímos los pasos de la criada a través del vestíbulo, y después el ruido seco del picaporte al ser accionado.

      —¿Vive aquí el doctor Watson? —preguntó una voz clara aunque más bien áspera.

      No pudimos escuchar la respuesta de la sirviente, pero la puerta se cerró, siguiendo a ese ruido el de unos pasos escaleras arriba. Se apoyaban los pies sobre el suelo indecisamente, como arrastrándose. A medida que estas señales llegaban a mi compañero, una expresión de sorpresa iba pintándose en su rostro. Vino a continuación la penosa travesía del pasillo, y por fin unos débiles golpe de nudillos sobre la puerta.

      —¡Adelante! —exclamé.

      A mi convocatoria, en vez de la fiera humana que esperábamos, acudió renqueando una anciana y decrépita mujer. Pareció deslumbrada por el súbito destello de luz, y tras esbozar una reverencia, permaneció inmóvil, parpadeando en dirección nuestra mientras sus dedos se agitaban nerviosos e inseguros en la faltriquera. Miró a mi amigo, cuyo semblante había adquirido tal expresión de desconsuelo que a poco más pierdo la compostura y rompo a reír.

      El vejestorio desenterró de sus ropas un periódico de la tarde y señaló nuestro anuncio.

      —Aquí me tienen en busca de lo mío, caballeros —dijo improvisando otra reverencia—; un anillo de compromiso perdido en Brixton Road. Pertenece a mi Sally, casada hace doce meses con un hombre que trabaja como camarero en un barco de la Unión. ¡No quiero ni decirles lo que pasaría si a la vuelta ve a su mujer sin el anillo! ¡Es de natural irascible, y de malísimas pulgas cuando le da a la botella! Sin ir más lejos ayer fue mi niña al circo...

      —¿Es éste el anillo? —pregunté.

      —¡El Señor sea alabado! —exclamó la mujer—. Feliz noche le aguarda hoy a Sally... Éste es el anillo.

      —¿Tendría la bondad de darme su dirección? —inquirí, tomando un lápiz.

      —Duncan Street 13, Houndsditch. Muy a desmano de aquí.

      —La calle Brixton no queda entre Houndsditch y circo alguno —terció entonces Sherlock Holmes, cortante.

      La anciana dio media vuelta, mirándole vivamente con sus ojillos enrojecidos.

      —El caballero pedía razón de mis señas —dijo—. Sally vive en el 3 de Mayfield Place, Peckham.

      —¿Su apellido es...?

      —Mi apellido es Sawyer, y el de ella Dennis, Dennis por Tom Dennis, su marido, un chico apañadito mientras está navegando —los jefes, por cierto, lo traen en palmitas—, pero no tanto en tierra, a causa de las mujeres y los bares...

      —Aquí tiene usted el anillo, señora Sawyer —interrumpí de acuerdo con una seña de mi compañero—; no dudo que pertenece a su hija, y me complace devolverlo a su legítimo dueño.

      Con mucho sahumerio de bendiciones, y haciendo protestas de gratitud, aquella ruina se embolsó el anillo, deslizándose después escaleras abajo. En ese mismo instante Sherlock Holmes saltó literalmente de su asiento y acudió veloz a su cuarto. Transcurridos apenas unos segundos apareció envuelto en un abrigo largo y amplio, de los llamados Ulster, y vestido el cuello con una bufanda.

      —Voy a seguirla —me espetó a bocajarro—; se trata sin duda de un cómplice que nos conducirá hasta nuestro hombre. ¡Aguarde aquí mi vuelta!

      Apenas si la puerta principal se había cerrado tras

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