Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle

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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle

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cree, señor Lestrade? —exclamó Gregson con voz triunfante—. Sabía que no podría ser otra su conclusión. ¿Qué hay del secretario, el señor Stangerson?

      —El secretario, el señor Joseph Stangerson —repuso Lestrade gravemente—, ha sido asesinado hacia las seis de esta mañana, en el Private Hotel de Halliday.

      7. Luz en la oscuridad

      El calibre y carácter inesperado de la nueva noticia eran tales que quedamos todos sumidos en un gran estupor. Gregson saltó de su butaca derramando el whisky y el agua que aún no había tenido tiempo de ingerir. Yo miré en silencio a Sherlock Holmes, cuyos labios permanecían apretados y crispadas las cejas sobre entrambos ojos.

      —¡También Stangerson! —murmuró—. El asunto se complica.

      —No era antes sencillo —gruñó Lestrade allegándose una silla—. Por cierto, me da en la nariz que he interrumpido una especie de consejo de guerra.

      —¿Está usted seguro de la noticia? —balbució Gregson.

      —Vengo derecho de la habitación donde ha ocurrido el percance —repuso—. He sido precisamente yo el primero en descubrirlo.

      —Gregson acaba de explicarnos qué piensa del caso —observó Holmes—. ¿Tendría usted inconveniente en relatarnos lo que por su cuenta ha hecho o visto?

      —Ninguno —dijo Lestrade tomando asiento—. Confieso abiertamente que en todo momento creí a Stangerson complicado en la muerte de Drebber. El último suceso demuestra el alcance de mi error. Llevado de él, me puse a investigar el paradero del secretario. Ambos habían sido vistos juntos en Euston Station alrededor de las ocho y media de la tarde del día tres. A las dos de la mañana aparecía el cuerpo de Drebber en la calle Brixton. Era, por tanto, cuestión de averiguar qué había hecho Stangerson entre las ocho y media y la hora del crimen, y hacia dónde conducían sus pasos ulteriores. Despaché un telegrama a Liverpool con la descripción de mi hombre, y la advertencia de que no apartasen un instante los ojos de los barcos con destino a América. A continuación inicié una operación de rastreo por todos los hoteles y pensiones de la zona de Euston. Pensaba que si Drebber y su secretario se habían separado, era natural que el último buscara alojamiento en algún sitio a mano para descolgarse en la estación a la mañana siguiente.

      —Habiendo tenido previamente la precaución de acordar con su compañero un posterior punto de encuentro —observó Holmes.

      —En efecto. Toda la tarde de ayer se me fue en pesquisas inútiles. Esta mañana me puse a la tarea muy temprano, y a las ocho estaba ya plantado a la puerta del Halliday's Private Hotel, en la calle Little George. Inmediatamente me confirmaron la presencia del señor Stangerson en la lista de huéspedes.

      —Sin duda es usted el caballero que estaba esperando —observaron—. Dos días hace que aguarda su visita.

      —¿Cuál es su habitación —inquirí.

      —La del piso de arriba. Desea ser despertado a las nueve.

      —Subiré ahora mismo —dije.

      Confiaba que, desconcertado ante mi súbita aparición, dejara escapar quizá una frase comprometedora. El botones se ofreció a conducirme hasta la habitación. Se hallaba en el segundo piso, al cabo de un estrecho pasillo. Me señaló la puerta con un ademán de la mano, y se disponía ya a bajar las escaleras, cuando vi algo que me revolvió el estómago pese a mis veinte años largos de servicio. Por debajo de la puerta salía un pequeño hilo de sangre que, trazando caprichosos meandros a lo largo del pasillo, iba a estancarse contra el zócalo frontero. Di un grito que atrajo al botones. Casi se desmaya al llegar a mi altura. La puerta estaba cerrada por dentro, pero conseguimos quebrantar el pestillo a fuerza de hombros. Debajo de la ventana de la habitación, abierta de par en par, yacía hecho un ovillo y en camisa de dormir el cuerpo de un hombre. Estaba muerto, y desde hacía algún tiempo, según eché de ver por la frialdad y rigidez de sus miembros. Cuando lo volvimos boca arriba el botones reconoció de inmediato al individuo que había alquilado la habitación bajo el nombre de señor Stangerson. Una cuchillada en el costado izquierdo, lo bastante profunda para alcanzar el corazón, daba razón de aquella muerte. Y ahora viene lo más misterioso del asunto. ¿Qué imaginan ustedes que encontré en la pared, encima del cuerpo del asesinado?

      Sentí un estremecimiento de todo el cuerpo, y como una aprensión de horror, antes incluso de que Sherlock Holmes hablara.

      —La palabra «RACHE», escrita con sangre —dijo.

      —Así es —repuso Lestrade en tono de espanto, y permanecimos silenciosos durante un rato.

      Había un no sé qué de metódico e incomprensible en las fechorías del anónimo asesino que acrecía la sensación de horror. Mis nervios, bastante templados en el campo de batalla, chirriaban heridos al solo estremecimiento de lo acontecido.

      —Nuestro hombre ha sido avistado... —prosiguió Lestrade—. Un repartidor de leche, camino de su tienda, acertó a pasar por la callejuela que arranca de los establos contiguos a la trasera del hotel. Observó que cierta escalera de mano, generalmente tendida en tierra, estaba apoyada contra una de las ventanas del segundo piso, abierta de par en par. Al cabo de un rato volvió la cabeza y vio a un hombre descendiendo por ella. Su actitud era tan abierta y reposada que el chico lo confundió sin más con un carpintero o un operario al servicio del hotel. Nada, excepto lo temprano de la hora, le pareció digno de atención. El chico cree recordar que el hombre era alto, tenía las mejillas congestionadas, e iba envuelto en un abrigo marrón. Hubo de permanecer arriba un rato después del asesinato, ya que hallamos sangre en la jofaina, donde se lavó las manos, y huellas sangrientas también en las sábanas, con las que de propósito enjugó el cuchillo.

      Miré a Holmes, impresionado de la semejanza existente entre la descripción del criminal y la adelantada antes por él. La euforia o la vanidad estaban sin embargo ausentes del rostro de mi amigo.

      —¿Y no ha encontrado usted en la habitación nada que pudiera conducirnos hasta el asesino? —preguntó.

      —En absoluto. Stangerson tenía en el bolsillo el portamonedas de Drebber, cosa por otra parte natural, ya que hacía todos los pagos. Contamos ochenta y tantas libras, las mismas que portaba antes de ser muerto. De los posibles móviles del crimen hay que excluir desde luego el robo. No había en los bolsillos documentos ni anotaciones, fuera de un telegrama fechado en Cleveland un mes antes más o menos, con la siguiente leyenda: «J. H. se encuentra en Europa». El mensaje no traía firma.

      —¿Nada más? —insistió Holmes.

      —Nada importante. Había sobre la cama una novela que debió leer antes de dormirse, una pipa en una silla adyacente, un vaso de agua posado sobre la mesita de noche, y en el antepecho de la ventana una menuda caja de pomada con dos píldoras dentro.

      Sherlock Holmes saltó de su asiento, presa de un júbilo extraordinario.

      —¡Me han facilitado ustedes el último eslabón! —exclamó jubiloso—. El caso está cerrado.

      Los dos detectives le dirigieron una mirada llena de pasmo.

      —Tengo ahora entre las manos —añadió con aplomo mi compañero— los hilos que componen esta complicada madeja. No sabría, ciertamente, dar cuenta de todos los detalles, pero cuanto de importante ha sucedido, desde la separación de Drebber y Stangerson en la estación hasta

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