Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle

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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle

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y, al fin, rotunda y definida. Fue aumentando el volumen de la nube, causada, evidentemente, por alguna muchedumbre o concurrencia de criaturas en movimiento. A ser aquellas tierras más fértiles, habría podido pensarse en el avance de una populosa manada de bisontes. Mas no es un suelo sin hierba sino a propósito para que en él paste el ganado... Próximo ya el torbellino de polvo a la solitaria eminencia donde reposaban los dos náufragos de la pradera, se insinuaron tras la bruma contornos de carretas guarnecidas con toldos, y perfiles de hombres armados, caballeros en sus monturas. ¡Se trataba de una expedición al Oeste, y qué expedición! Llegado uno de los extremos de ella a los pies de la montaña, aún seguía el otro perdido en el horizonte. A través de la llanura toda se extendía la caravana enorme, compuesta de galeras y carros, hombres a pie y hombres a caballo. Innumerables mujeres procedían vacilantes con su equipaje a cuestas, y los niños se afanaban detrás de los vehículos o asomaban las cabecitas bajo la envoltura blanca de los toldos. No podían ser estas gentes simples emigrantes; por fuerza habían de constituir un pueblo nómada, llevado de las circunstancias a buscar cobijo en nuevas tierras. Un estruendo confuso, una especie de fragor de ruedas chirriantes y resoplante caballería, ascendía de aquella masa humana y se perdía en el aire claro. Ni siquiera entonces, sin embargo, lograron despertarse los dos fatigados caminantes.

      Encabezaba la columna más de una veintena de graves varones, de rostros ceñudos, envueltos los cuerpos en los pliegues de un oscuro ropaje hecho a mano, y provistos de rifles. Al llegar al pie del risco suspendieron la marcha, formando entre ellos breve conciliábulo.

      —Los pozos, hermanos, se encuentran a la derecha —dijo uno al que daba carácter la boca enérgica, el rostro barbihecho y la cabellera enmarañada.

      —A la derecha de Sierra Blanco... Alcanzaremos pues, Río Grande—, añadió otro.

      —No tengáis cuidado del agua —exclamó un tercero—. El que pudo hacerla brotar de la roca, no abandonará a su pueblo elegido.

      —¡Amén! ¡Amén! —respondieron todos a coro.

      A punto se hallaban de reanudar el camino, cuando uno de los más jóvenes y perspicaces lanzó un grito de sorpresa, al tiempo que señalaba el escarpado risco frontero. En lo alto ondeaba un trocito de tela color rosa, brillante y nítidamente recortado sobre el fondo de piedra gris. A la visión de aquel objeto siguió un vasto movimiento de caballos enfrenados y de rifles que eran extraídos de sus fundas. Un destacamento de jinetes a galope sumó sus fuerzas a las del grupo de vanguardia: la palabra «Pieles Rojas» estaba en todos los labios.

      —No puede haber muchos indios por estas tierras —dijo un hombre ya mayor, el que según todas las trazas parecía detener el mando—. Atrás hemos dejado a los Pawnees, y no quedan más tribus hasta después de cruzadas las montañas.

      —Quiero echar una ojeada, hermano Stangerson —anunció entonces otro de los exploradores.

      —Yo también, yo también —clamaron una docena de voces más.

      —Dejad abajo vuestros caballos; aquí mismo os esperamos —contestó el anciano. En un abrir y cerrar de ojos pusieron pie a tierra los jóvenes voluntarios, fueron amarradas las cabalgaduras, y se dio principio al ascenso de la escarpadura, en dirección al punto que había provocado semejante revuelo. Avanzaban los hombres rauda y silenciosamente, con la seguridad y destreza del explorador consumado. Desde el llano, se les vio saltar de roca en roca, hasta aparecer sus siluetas limpiamente perfiladas sobre el horizonte. El joven que había dado la voz de alarma abría la marcha. De súbito, observaron sus compañeros que echaba los brazos a lo alto, como presa de irrefrenable asombro, asombro que pareció comunicarse al resto de la comitiva apenas se hubo ésta reunido con el de cabeza.

      En la pequeña plataforma que ponía remate al risco pelado, se elevaba un solitario y gigantesco peñasco, a cuyo pie yacía un hombre alto, barbiluengo y de duras facciones, aunque enflaquecido hasta la extenuación. Su respiración regular y plácido gesto, eran los que suelen acompañar al sueño profundo. Enlazada a su cuello moreno y fuerte había una niña de brazuelos blancos y delicados. Estaba rendida su cabecita rubia sobre la pechera de pana del hombre, y en sus labios entreabiertos —que descubrían la nieve inmaculada de los dientes— retozaba una sonrisa infantil. Los miembros del hombre eran largos y ásperos, en peregrino contraste con las rollizas piernecillas de la criatura, las cuales terminaban en unos calcetines blancos y unos pulcros zapatitos de brillantes hebillas. La extraña escena tenía lugar ante la mirada de tres solemnes busardos apostados en la visera del peñasco. A la aparición de los recién llegados, dejaron oír un rauco chillido de odio y se descolgaron con sordo batir de alas.

      El estrépito de las inmundas aves despertó a los dos yacentes, quienes echaron a su alrededor una mirada extraviada. El hombre recuperó, vacilante, la posición erecta y tendió la vista sobre la llanura, desierta cuando le había sorprendido el sueño y poblada ahora de muchedumbre enorme de bestias y seres humanos. Ganado por una incredulidad creciente, se pasó la mano por los ojos. «Debe ser esto lo que llaman delirio», murmuró para sí. La pequeña permanecía a su lado, cogida a las faldas de su casaca y sin decir nada, aunque vigilándolo todo con los ojos pasmados e inquisitivos de la niñez.

      No les fue difícil a los recién ascendidos acreditar su condición de seres de carne y hueso. Uno de ellos cogió a la niña y la atravesó sobre los hombros, mientras otros dos asistían a su desmadejado compañero en el descenso hacia la caravana.

      —Me llamo John Ferrier —explicó el caminante—; la pequeña y yo somos cuanto queda de una expedición de veintiún miembros. Allá en el sur, la sed y el hambre han dado buena cuenta del resto.

      —¿La niña es hija tuya? —preguntó uno de los exploradores.

      —Por tal la tengo —repuso desafiante el aventurero—. Mía es, porque la he salvado. Nadie va a arrebatármela. De ahora en adelante se llamará Lucy Ferrier. Pero, ¿quiénes sois vosotros? —prosiguió mirando con curiosidad a sus fornidos y atezados rescatadores—. En verdad que no se os puede contar con los dedos de una mano.

      —Sumamos cerca de diez mil —dijo uno de los jóvenes—; somos los hijos perseguidos de Dios, los elegidos del Ángel Moroni.

      —Nunca he oído hablar de él —replicó el caminante—, pero a la vista está que no le faltan amigos.

      —No uses ironía con lo sagrado —repuso el otro en tono cortante—. Somos aquellos que tienen puesta su fe en las santas escrituras, plasmadas con letra egipcia sobre planchas de oro batido y confiadas a Joseph Smith en el enclave de Palmyra. Procedemos de Nauvoo, en el Estado de Illinois, asiento de nuestra iglesia, y buscamos amparo del hombre violento y sin Dios, aunque para ello hayamos de llegar al corazón mismo del desierto.

      El hombre de Nauvoo pareció despabilar la memoria de John Ferrier.

      —Entonces —dijo—, sois mormones.

      —En efecto, somos los mormones —repusieron todos a una sola voz.

      —¿Y dónde os dirigís?

      —Lo ignoramos. La mano de Dios guía a los mormones por medio de su profeta. A él te conduciremos. Él decidirá tu suerte.

      Habían alcanzado ya la base de la colina, donde se hallaba congregada una multitud de peregrinos: mujeres pálidas y de ojos medrosos, niños fuertes y reidores, varones de expresión alucinada. A la vista de la juventud de uno de los extraños, y de la depauperación del otro, se elevaron de la turba gritos de asombro y conmiseración. No se detuvo sin embargo el pequeño cortejo, sino que se abrió camino, seguido de gran copia de mormones, hasta una carreta que sobresalía de las demás por su anchura

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