Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle
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—¡Déme esas píldoras! —exclamó Holmes; y a continuación, volviéndose hacia mí, añadió: —Díganos, doctor, ¿son estás comprimidos de uso corriente?
Ciertamente no lo eran. De un gris nacarado, pequeños, redondos, se tornaban casi transparentes vistos al trasluz.
—De su transparencia y ligereza concluyo que son solubles en agua —observé.
—Exactamente —repuso Holmes—. ¿Tendría ahora la bondad de bajar al primer piso y traer a ese pobre terrier hace tiempo enfermo, el que ayer pretendía el ama de llaves que usted librase por fin de tanto sufrimiento?
Descendí al primer piso y tomé al perro en mis brazos. La respiración difícil y la mirada vidriosa anunciaban una muerte próxima. De hecho, por la nieve inmaculada de su hocico, podía colegirse que aquel animal había vivido más de lo que es costumbre en la especie canina. Lo posé sobre un cojín, encima de la alfombra.
—Partiré en dos una de estas píldoras —anunció Holmes, y sacando su cortaplumas hizo verdad lo que había dicho—. Devolveremos la primera mitad a la caja, con el propósito que después se verá. La otra mitad voy a colocarla en esta copa de vino, donde he vertido un poco de agua. Pueden ustedes apreciar que nuestro amigo el doctor llevaba razón, y que la pastilla se disuelve en el líquido.
—No dudo que todo esto es fascinante —terció Lestrade en el tono herido de quien sospecha estar siendo víctima de una broma—; ¿pero qué demonios tiene que ver con la muerte de Joseph Stangerson?
—¡Paciencia, amigo mío, paciencia! Comprobará a su tiempo hasta qué punto no es sólo importante, sino esencial. Bien, ahora añado a la mezcla unas gotas de leche que la hagan sabrosa y se la doy a beber al perro, que no desdeñará el ofrecimiento.
En efecto, el animal apuró con ansiedad el mejunje que, mientras hablaba, había vertido Holmes en un platillo y colocado después delante suyo. La actitud de mi amigo estaba revestida de tal gravedad que todos, impresionados, permanecimos sentados en silencio y con la mirada fija en el perro, a la espera de algún acontecimiento extraordinario. Ninguno se produjo, sin embargo. El terrier permaneció extendido sobre el cojín, batallando por llenar de aire sus pulmones, ni mejor ni peor que antes de la libación.
Holmes había sacado su reloj de bolsillo, y conforme pasaba el tiempo inútilmente, una grandísima desolación se iba apoderando de su semblante. Se mordió los labios, aporreó la mesa con los dedos, y dio otras mil muestras de aguda impaciencia. Tan fuerte era su agitación que sentí auténtica pena, al tiempo que los dos detectives, antes jubilosos que afligidos por el fracaso de que eran testigos, sonreían maliciosamente.
—No puede tratarse de una coincidencia —gritó al fin saltando de su asiento y midiendo la estancia a grandes y frenéticos pasos—; es imposible que sea una pura coincidencia. Las mismas píldoras que deduje en el caso de Drebber aparecen tras la muerte de Stangerson. Y sin embargo son inofensivas. ¿Qué diantre significa ello? Desde luego no cabe que toda mi cadena de inferencias apunte en una falsa dirección. ¡Imposible! Y aún así esta pobre criatura no ha empeorado! ¡Ah, ya lo tengo! ¡Ya lo tengo!
Con un alarido de perfecta felicidad acudió a la caja, partió la segunda píldora en dos, la disolvió en agua, añadió leche, y ofreció de nuevo la mezcla al terrier. No había tocado casi la lengua del desafortunado animal aquel líquido, cuando una terrible sacudida recorrió todo su cuerpo, rodando después por tierra tan rígido e inerte como si un rayo mortal se hubiera abatido sobre él desde las alturas.
Sherlock Holmes dio un largo suspiro y enjugó el sudor que perlaba su frente.
—Debiera tener más fe —dijo—; ya es tiempo de saber que cuando un hecho semeja oponerse a una apretada sucesión de deducciones, existe siempre otra interpretación que salva la aparente paradoja. De las dos píldoras que hay en este pastillero, una es inofensiva, mientras que su compañera encierra un veneno mortal. Vergüenza me causa no haberlo supuesto apenas vista la caja.
Semejante observación se me antojó gratuita, que difícilmente podía persuadirme de que Holmes la hubiera hecho en serio. Ahí estaba, sin embargo, el perro muerto como testimonio de lo cierto de sus conjeturas. Tuve la sensación de que empezaba a ver más claro, y sentí una suerte de vaga, incipiente percepción de la verdad.
—Todo esto ha de sorprenderles —prosiguió Holmes— por la sencilla razón de que no repararon al principio de la investigación en cierto dato, el único rico en consecuencias. Quiso la suerte que le concediera yo el peso que realmente tenía, y los acontecimientos posteriores no han hecho sino afirmar mi suposición original, de la que realmente se seguían como corolario lógico. Lo que a ustedes se presentaba en tinieblas o dejaba perplejos, señalaba para mí el camino auténtico, esbozado ya en mis primeras conclusiones. No debe confundirse lo insólito con lo misterioso. Cuanto más ordinario un crimen, más misterioso también, ya que estarán ausentes las características o peculiaridades que puedan servir de punto de partida a nuestro razonamiento. El asesinato hubiera resultado infinitamente más difícil de desentrañar si llega a ser descubierto el cadáver en la calle y no acompañado de esos aditamentos sensacionales y outré, los que le conferían, precisamente, un aire peculiar. Los detalles extraordinarios, lejos de estorbar esta investigación, han servido para facilitarla.
El señor Gregson, que había atendido a la alocución dando muestras de considerable impaciencia, no pudo al fin contenerse.
—Mire usted, señor Holmes —dijo—, no necesita convencernos de que es usted un tipo listo, ni de que sigue métodos de trabajo muy personales. Sin embargo, no es éste el momento de ponerse a decir sermones o ventear teorías. La cuestión es atrapar al criminal. Hice mi propia composición de lugar, al parecer equivocadamente. El joven Charpentier no ha podido estar complicado en el segundo asesinato. Lestrade ha escogido a Stangerson, enfilando también, por lo que se ve, una ruta desviada. Usted sin embargo, según lo demuestran algunas observaciones aisladas, acumula mayor conocimiento sobre el caso que nosotros, habiendo llegado el momento, creo, de que nos diga de una vez y por lo derecho lo que sabe. ¿Le consta ya el nombre del asesino?
—He de sumarme por fuerza a la petición de Gregson —observó Lestrade—. Ambos hemos hecho cuanto estaba en nuestras manos, y los dos hemos fracasado. Le he oído decir a usted desde que estoy en esta habitación que contaba ya con todos los datos precisos. Espero que no los tenga ocultos por más tiempo.
—Cualquier tardanza en el apresamiento del asesino —tercié yo—, podría darle opción a una nueva atrocidad.
Ante nuestra insistencia, Holmes dio muestras de vacilar. Continuó midiendo el aposento a grandes pasos, con la cabeza hincada en el pecho y las cejas fruncidas, señales que en él denotaban un estado de profunda reflexión.
—No habrá más asesinatos —dijo al fin, parándose en seco y mirándonos a la cara—. Tal posibilidad queda descartada. Me preguntan ustedes si conozco el nombre del asesino. La respuesta es sí. Ello, sin embargo, poco significa comparado con la tarea más complicada de ponerle las manos encima. Espero hacerlo pronto, y a mi manera: pero es asunto delicado, ya que hemos de vérnoslas con un hombre astuto y desesperado al que presta ayuda, como he podido comprobar, un cómplice de prendas no menos formidables. Mientras el asesino desconozca que alguien le sigue la pista, existe la posibilidad de atraparlo: mas en cuanto le asalte la más mínima sospecha cambiará de nombre, perdiéndose sin más entre los cuatro millones de habitantes que pueblan esta gran ciudad.