Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle
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JOHN FERRIER,
Vecino de Salt Lake City.
Murió el 4 de agosto de 1860.
El valeroso anciano, al que había dejado de ver apenas unas horas antes, estaba ya en el otro mundo, y éste era todo su epitafio. Desolado, Jefferson Hope miró en derredor, por si hubiera una segunda tumba, mas no vio traza de ninguna. Lucy había sido arrebatada por sus terribles perseguidores para cumplir su destino original como concubina en el harén de uno de los hijos de los Ancianos. Cuando el joven cayó en la cuenta de este hecho fatal, que no estaba en su mano remediar, deseó de cierto compartir la suerte del viejo granjero y su última y silenciosa morada bajo el suelo.
De nuevo, sin embargo, su espíritu activo le permitió sacudirse el letargo a que induce la desesperación. Cuando menos podía consagrar el resto de su vida a vengar el agravio. Además de paciencia y perseverancia enormes, Jefferson Hope poseía también una peculiar aptitud para la venganza, aprendida acaso de los indios entre los que se había criado. Mientras permanecía junto al fuego casi extinto, comprendió que la única cosa que alcanzaría a acallar su pena habría de ser el desquite absoluto, obrado por mano propia contra sus enemigos. Su fuerte voluntad e infatigable energía no tendrían, se dijo, otro fin. Pálido, ceñudo el rostro, volvió sobre sus pasos hasta donde había dejado caer la carne, y, tras reavivar las brasas, asó la suficiente para el sustento de algunos días. La envolvió luego y, cansado como estaba, emprendió la vuelta a través de las montañas, en pos de los Ángeles Vengadores.
Durante cinco días avanzó, abrumado y con los pies doloridos, por los desfiladeros que antes había atravesado a uña de caballo. En la noche se dejaba caer entre las rocas, concediendo unas pocas horas al sueño, pero primero que rayase el día estaba ya de nuevo en marcha. Al sexto día llegó al Cañón de las Águilas, punto de arranque de su desdichada fuga. Desde allí alcanzaba a contemplarse el hogar de los Santos. Maltrecho y exhausto se apoyó sobre su rifle, mientras tendía fieramente el puño curtido contra la silenciosa ciudad extendida a sus pies. Al mirarla con mayor sosiego, echó de ver banderas en las calles principales y otros signos de fiesta. Estaba aún preguntándose a qué se debería aquello, cuando atrajo su atención un batir de cascos contra el suelo, seguido por la aparición de un jinete que venía de camino. Cuando lo tuvo lo bastante cerca pudo reconocer a un mormón llamado Cowper, al que había rendido servicios en distintas ocasiones. Por tanto, al cruzarse con él, lo abordó con el fin de saber algo sobre el paradero de Lucy Ferrier.
—Soy Jefferson Hope —dijo—. ¿No me reconoce?
El mormón le dirigió una mirada de no disimulado asombro. Resultaba de hecho difícil advertir en aquel caminante harapiento y desgreñado, de cara horriblemente pálida y de ojos feroces y desorbitados, al apuesto y joven cazador de otras veces. Satisfecho, sin embargo, sobre este punto, el hombre mudó la sorpresa en consternación.
—Es locura que venga por aquí —exclamó—. Por sólo dirigirle la palabra, peligra ya mi vida. Está usted proscrito a causa de su participación en la fuga de los Ferrier.
—No temo a los Cuatro Santos ni a su mandamiento —dijo Hope vehementemente—. Algo tiene que haber llegado a sus oídos, Cowper. Le conjuro por lo que más quiera para que dé contestación a unas pocas preguntas. Siempre fuimos amigos. Por Dios, no rehúya responderme.
—¿De qué se trata? —inquirió nervioso el mormón—. Sea rápido. Hasta las rocas tienen oídos, y los árboles ojos.
—¿Qué ha sido de Lucy Ferrier?
—Fue dada ayer por esposa al joven Drebber. ¡Ánimo, hombre, ánimo! Parece usted un difunto...
—No se cuide de mí —repuso Hope con un susurro. Estaba mortalmente pálido, y se había dejado caer al pie del peñasco que antes le servía de apoyo—. ¿De modo que se ha casado?
—Justo ayer. No otra cosa conmemoran las banderas que ve ondear en la Casa Fundacional. Los jóvenes Drebber y Stangerson anduvieron disputándose la posesión del trofeo. Ambos formaban parte de la cuadrilla que había rastreado a los fugitivos, y de Stangerson es la bala que dio cuenta del padre, lo que parecía concederle alguna ventaja; mas al solventarse la cuestión en el Consejo, la facción de Drebber llevó la mejor parte, y el profeta puso en manos de éste a la chica. A nadie pertenecerá por largo tiempo, sin embargo, ya que ayer vi la muerte pintada en su cara. Más semeja un fantasma que una mujer. ¿Se marcha usted?
—Sí —dijo Jefferson Hope, abandonada por fin su posición sedente. Parecía cincelado en mármol el rostro del cazador, tan firme y dura se había tornado su expresión, en tanto los ojos brillaban con un resplandor siniestro.
—¿A dónde se dirige?
—No se preocupe —repuso, y terciando el arma sobre un hombro, siguió cañada adelante hasta lo más profundo de la montaña, allí donde tienen las alimañas su guarida. De todas ellas, era él la más peligrosa; entre aquellas fieras, la dotada de mayor fiereza.
La predicción del mormón se cumplió con macabra exactitud. Bien impresionada por la aparatosa muerte de su padre, bien a resultas del odioso matrimonio a que se había visto forzada, la pobre Lucy no volvió a levantar cabeza, falleciendo, al cabo, tras un mes de creciente languidez. Su estúpido marido, que la había desposado sobre todo porque apetecía la fortuna de John Ferrier, no mostró gran aflicción por la pérdida; pero sus otras mujeres lloraron a la difunta, y velaron su cuerpo la noche anterior al sepelio, según es costumbre entre los mormones. Estaban agrupadas al alba en derredor del ataúd cuando, para su inexpresable sorpresa y terror, la puerta se abrió violentamente y un hombre de aspecto salvaje, curtido por la intemperie y cubierto de harapos, penetró en la habitación. Sin decir palabra o dirigir una sola mirada a las mujeres encogidas de espanto, se dirigió a la silenciosa y pálida figura que antes había contenido el alma pura de Lucy Ferrier. Inclinándose sobre ella, apretó reverentemente los labios contra la fría frente, tras de lo cual, levantando la mano inerte, tomó de uno de sus dedos el anillo de desposada.
—No la enterrarán con esto —gritó con fiereza; y antes de que nadie pudiera dar la señal de alarma, desapareció escaleras abajo. Tan peregrino y breve fue el episodio que los testigos habrían hallado difícil concederle crédito o persuadir de su veracidad a un tercero, a no ser por el hecho indudable de que el anillo que distinguía a la difunta como novia había desaparecido.
Durante algunos meses Jefferson Hope permaneció en las montañas, llevando una extraña vida salvaje y nutriendo en su corazón la violenta sed de venganza que lo poseía. En la ciudad se referían historias sobre una fantástica figura que merodeaba por los alrededores y que tenía su morada en las solitarias cañadas montañosas. En cierta ocasión, una bala atravesó silbando la ventana de Stangerson y fue a estamparse contra la pared a menos de un metro del mormón. Otra vez, cuando pasaba Drebber junto a un crestón, se precipitó sobre él una gran peña, que le hubiera causado muerte terrible a no tener la presteza de arrojarse de bruces hacia un lado. Los dos jóvenes mormones descubrieron pronto la causa de estos atentados contra sus vidas y encabezaron