Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle

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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle

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la calle desierta y rugiente la noche. Llevaba hecho algún camino cuando, al hundir la mano en el bolsillo en que solía guardar el anillo de Lucy, lo eché en falta. Sentí que me fallaba el suelo debajo de los pies, pues no me quedaba de ella otro recuerdo. Pensando que acaso lo había perdido al reclinarme sobre el cuerpo de Drebber, volví grupas y, tras dejar el coche en una calle lateral, retorné decidido a la casa. Cualquier peligro me parecía pequeño, comparado al de perder el anillo. Llegado allí casi me doy de bruces con el oficial, que justo entonces salía del inmueble, y sólo pude disipar sus sospechas fingiéndome mortalmente borracho.

      De la manera dicha encontró Enoch Drebber la muerte. Sólo me restaba dar idéntico destino a Stangerson y saldar así la deuda de John Ferrier. Sabiendo que se alojaba en el Halliday's Private, estuve al acecho todo el día, sin avistarlo un instante. Imagino que entró en sospechas tras la incomparecencia de Drebber. Era astuto ese Stangerson y difícil de coger desprevenido. No sé si creyó que encerrándose en el hotel me mantenía a raya, mas en tal caso se equivocaba. Pronto averigüé qué ventana daba a su habitación, y a la mañana siguiente, sirviéndome de unas escaleras que había arrumbadas en una callejuela tras el hotel, penetré en su cuarto según rayaba el día. Lo desperté y le dije que había llegado la hora de responder por la muerte cometida tanto tiempo atrás. Le describí lo acontecido con Drebber, poniéndole después en el trance de la píldora envenenada. En vez de aprovechar esa oportunidad que para salvar el pellejo le ofrecía, saltó de la cama y se arrojó a mi cuello. En propia defensa, le atravesé el corazón de una cuchillada. De todos modos, estaba sentenciado, ya que jamás hubiera sufrido la providencia que su mano culpable eligiese otra píldora que la venenosa.

      Poco más he de añadir, y por suerte, ya que me acabo por momentos. Seguí en el negocio del coche un día más o menos, con la idea de ahorrar lo bastante para volver a América. Estaba en las caballerizas cuando un rapaz harapiento vino preguntando por un tal Jefferson Hope, cuyo vehículo solicitaban en el 221 B de Baker Street. Acudí a la cita sin mayores recelos, y el resto es de ustedes conocido: el joven aquí presente me plantó sus dos esposas, con destreza asombrosa. Tal es la historia. Quizá me tengan por un asesino, pero yo estimo, señores, que soy un mero ejecutor de la justicia, en no menor medida que ustedes mismos.

      Tan emocionante había asido el relato, y con tal solemnidad dicho, que permanecimos en todo instante mudos y pendientes de lo que oíamos. Incluso los dos detectives profesionales, hechos como estaban a cuanto se relaciona con el crimen, semejaban fascinados por la historia. Cuando ésta hubo terminado se produjeron unos minutos de silencio, roto tan sólo por el lápiz de Lestrade al rasgar el papel en que iban quedando consignados los últimos detalles de su informe escrito.

      —Sobre un solo punto desearía que se extendiese usted un poco más —dijo al fin Sherlock Holmes—. ¿Qué cómplice de usted vino en busca del anillo anunciado en la prensa?

      El prisionero hizo un guiño risueño a mi amigo.

      —Soy dueño de decir mis secretos, no de comprometer a un tercero. Leí su anuncio y pensé que podía ser una trampa, o también la ocasión de recuperar el anillo que buscaba. Mi amigo se ofreció a descubrirlo. Admitirá que no lo hizo mal.

      —¡Desde luego!—repuso Holmes con vehemencia.

      —Y ahora, caballeros —observó gravemente el inspector—, ha llegado el momento de cumplir lo que la ley estipula. El jueves comparecerá el preso ante los magistrados, siendo además necesaria la presencia de ustedes. Mientras tanto, yo me hago cargo del acusado.

      Mientras esto decía hizo sonar una campanilla, a cuya llamada dos guardianes tomaron para sí al prisionero. Mi amigo y yo abandonamos la comisaría, cogiendo después un coche en dirección a Baker Street.

      7. Conclusión

      Teníamos orden de comparecer frente a los magistrados el jueves, mas llegada esa fecha fue ya inútil todo testimonio. Un juez más alto se había hecho cargo del caso, convocando a Jefferson Home a un tribunal donde, a buen seguro, le sería aplicada estricta justicia. La misma noche de la captura hizo crisis su aneurisma, y a la mañana siguiente fue encontrado el cuerpo sobre el suelo de la celda; en el rostro había impresa una sonrisa de placidez, como la de quien, volviendo la cabeza atrás, contempla en el último instante una vida útil o un trabajo bien hecho.

      —Gregson y Lestrade han de estar tirándose de los cabellos —observó Holmes cuando a la tarde siguiente discutíamos sobre el asunto.

      —Muerto su hombre, ¿quién les va a dar ahora publicidad?

      —No veo que interviniesen grandemente en su captura —repuso.

      —Poco importa que una cosa se haga —replicó mi compañero con amargura—. La cuestión está en hacer creer a la gente que la cosa se ha hecho. Mas vaya lo uno por lo otro —añadió poco después, ya de mejor humor—. No me habría perdido la investigación por nada del mundo. No alcanzo a recordar caso mejor que éste. Aun siendo simple, encerraba puntos sumamente instructivos.

      —¡Simple! —exclamé.

      —Bien, en realidad, apenas si admite ser descrito de distinto modo —dijo Sherlock Holmes, regocijado de mi sorpresa—. La prueba de su intrínseca simpleza está en que, sin otra ayuda que unas pocas deducciones en verdad nada extraordinarias, puse mano al criminal en menos de tres días.

      —Cierto —dije.

      —Ya le he explicado otras veces que en esta clase de casos lo extraordinario constituye antes que un estorbo, una fuente de indicios. La clave reside en razonar a la inversa, cosa, sea dicho de paso, tan útil como sencilla, y poquísimo practicada. Los asuntos diarios nos recomiendan proceder de atrás adelante, de donde se echa en olvido la posibilidad contraria. Por cada cincuenta individuos adiestrados en el pensamiento sintético, no encontrará usted arriba de uno con talento analítico.

      —Confieso —afirmé— que no consigo comprenderle del todo.

      —No esperaba otra cosa. Veamos si logro exponérselo más a las claras. Casi todo el mundo, ante una sucesión de hechos, acertará a colegir qué se sigue de ellos... Los distintos acontecimientos son percibidos por la inteligencia, en la que, ya organizados, apuntan a un resultado. A partir de éste, sin embargo, pocas gentes saben recorrer el camino contrario, es decir, el de los pasos cuya sucesión condujo al punto final. A semejante virtud deductiva llamo razonar hacia atrás o analíticamente.

      —Comprendo.

      —Pues bien, nuestro caso era de esos en que se nos da el resultado, restando todo lo otro por adivinar. Permítame mostrarle las distintas fases de mi razonamiento. Empecemos por el principio... Como usted sabe, me aproximé a la casa por mi propio pie, despejada la mente de todo supuesto o impresión precisa. Comencé, según era natural, por inspeccionar la carretera, donde, ya se lo he dicho, vi claramente las marcas de un coche, al que por consideraciones puramente lógicas supuse llegado allí de noche. Que era en efecto un coche de alquiler y no particular, quedaba confirmado por la angostura de las rodadas. Los caballeros en Londres usan un cabriolé, cuyas ruedas son más anchas que las del carruaje ordinario.

      Así di mi primer paso. Después atravesé el jardín siguiendo el sendero, cuyo suelo arcilloso resultó ser especialmente propicio para el examen de huellas. Sin duda no vio usted sino una simple franja de barro pisoteado; pero a mis ojos expertos cada marca transmitía un mensaje pleno de contenido. Ninguna de las ramas de la ciencia detectivesca es tan principal ni recibe tan mínima atención como ésta de seguir un rastro. Por fortuna, siempre lo he tenido muy en cuenta, y un largo adiestramiento ha concluido por convertir para mí esta

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