Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle

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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle

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      —Podré acompañarle, ¿verdad? —le dije.

      —No, usted puede ser mucho más útil quedándose aquí, en representación mía. Me cuesta trabajo marcharme, porque cabe perfectamente, dentro del juego, que me llegue algún mensaje durante el día, a pesar de que Wiggins se manifestó anoche muy pesimista. Quiero que abra usted todas las cartas y telegramas y que, si llega alguna noticia, actúe según le dé a entender su propio criterio. ¿Puedo contar con usted?

      —¡Con toda seguridad!

      —Sospecho que no podrá encontrar manera de telegrafiarme, porque yo mismo me vería apurado para decirle ahora dónde andaré. Sin embargo, si la suerte me acompaña, quizá no permaneceré ausente demasiado tiempo. Antes de regresar, habré de conseguir noticias, sean las que sean.

      A la hora del desayuno no sabía aún nada de Holmes. Sin embargo, al desdoblar el Standard encontré en el periódico una alusión nueva a nuestro caso. Decía así:

      “Con referencia a la tragedia de Upper Norwood, tenemos motivos para creer que el asunto promete ser todavía más complejo y misterioso de lo que al principio se había supuesto. Pruebas posteriores han venido a demostrar que es del todo imposible que el señor Thaddeus Sholto haya podido tener intervención de ninguna clase en el mismo. Tanto el señor Thaddeus Sholto como el ama de llaves, señora Berstone, fueron puestos en libertad ayer por la noche. Se cree, sin embargo, que la policía tiene una pista acerca de los verdaderos culpables, pista que sigue el señor Athelney Jones, de Scotland Yard, con toda su bien conocida energía y sagacidad. Pueden esperarse en cualquier momento nuevas detenciones”.

      Hasta ahí, todo marcha satisfactoriamente —pensé yo—. El amigo Sholto, en todo caso, se encuentra a salvo. Me pregunto cuál será esa nueva pista, aunque tengo la impresión de que se trata de la frase estereotipada que emplea la policía siempre que ha cometido un error.

      Dejé el periódico encima de la mesa, pero en ese instante mis ojos descubrieron un anuncio en la sección de avisos personales. Estaba redactada de esta manera:

      “Desaparecido. Mordecai Smith, barquero, y su hijo Jim, que partieron del embarcadero de Smith, a eso de las tres de la madrugada del martes pasado, en la lancha de vapor Aurora, negra con dos franjas encarnadas, chimenea negra con franja blanca. Se pagará la cantidad de cinco libras a cualquier persona que pueda citar informes a la señora Smith, en el embarcadero Smith o en el 221 B, Baker Street, sobre el paradero de dicho Mordecai Smith y de la lancha Aurora”.

      Aquello era sin duda obra de Holmes. Bastaba para demostrarlo la dirección de Baker Street. A mí me pareció un recurso ingenioso, porque podían leerlo los fugitivos sin descubrir en el mismo otra cosa que la ansiedad natural de una mujer por la desaparición de su marido.

      El día resultó muy largo. Cada vez que llamaban a la puerta o que se oían en la calle pasos rápidos, yo imaginaba que o bien era Holmes que volvía, o que llegaba una contestación a su anuncio. Me esforcé por leer, pero mis pensamientos se desviaban con frecuencia hacia nuestra investigación y a los dos hombres, tan dispares y tan malvados, a quienes perseguíamos. ¿Era posible, me preguntaba, que hubiese algún fallo radical en los razonamientos de mi compañero? ¿No sería éste quizá víctima de alguna enorme alucinación? ¿No habría quizá su inteligencia, ágil y especuladora, construido su atrevida teoría sobre premisas falsas? Yo no lo había visto nunca equivocado; sin embargo, hasta el más agudo razonador puede sufrir un engaño. Holmes podía, posiblemente, equivocarse al llevar su lógica a excesos de refinamiento..., por su preferencia a buscar una explicación sutil y extraña cuando tenía a mano otra más sencilla y más vulgar. Sin embargo, y por otro lado, yo mismo había visto las pruebas y le había oído exponer las razones que le servían para sus deducciones. Al repasar en mi imaginación la larga cadena de detalles curiosos, triviales muchos de ellos en sí mismos, pero que todos tendían a la misma dirección, no podía ocultarme a mí mismo que, aun en el caso de que la explicación de Holmes fuese incorrecta, la tesis verdadera tenía por fuerza que ser igualmente outré y sorprendente.

      A las tres de la tarde resonó con fuerza la campanilla de la puerta, se oyó en el vestíbulo una voz autoritaria y, con gran sorpresa mía, fue introducido en mi habitación nada menos que Athelney Jones en persona. Sin embargo, se mostraba ahora muy distinto del profesor en sentido común, tan brusco y dominador, que tan confiadamente se había hecho cargo del caso en Upper Norwood. Su expresión era de abatimiento, y sus maneras, mansas incluso, parecían pedir disculpa.

      —Buenos días, señor; buenos días —dijo—. Me dicen que el señor Holmes ha salido.

      —Sí, y no sé de fijo cuándo regresará. Pero quizá desee usted esperarle. Tome esa silla y sírvase un cigarro de éstos.

      —Gracias; no tengo inconveniente —dijo, enjugándose la cara con un gran pañuelo rojo estampado.

      —¿Un whisky con soda?

      —Bueno, medio vaso. El tiempo es muy caluroso para la época del año en que estamos, y yo he tenido muchas preocupaciones y dificultades. ¿Conoce usted mi hipótesis sobre el caso de Norwood?

      —Recuerdo que usted expuso una teoría.

      —Pues bien: me he visto en la necesidad de reconsiderarla, Yo tenía bien sujeto en mis redes al señor Sholto, pero se me escapó por un agujero que había en su centro. Consiguió demostrar una coartada que no ha habido modo de echar abajo. Desde la hora en que se separó de su hermano ha habido en todo momento una u otra persona que no le han perdido de vista. De modo, pues, que no pudo ser él quien trepó hasta el tejado y se metió por la trampilla. Es un caso muy oscuro, y en él se juega mi crédito profesional. Me alegraría mucho recibir alguna pequeña ayuda.

      —Todos nosotros la necesitamos en ocasiones —le dije.

      —Su amigo, el señor Holmes, es una persona maravillosa —me dijo en un cuchicheo ronco y confidencial—. Es hombre al que nadie puede vencer. He visto a este joven acometer una buena cantidad de casos, y hasta ahora no he conocido ninguno en el que no haya conseguido arrojar luz. Es un hombre un tanto irregular en sus métodos y quizá demasiado rápido en aplicar teorías; pero, en conjunto, me parece que habría sido un agente con grandes perspectivas, y no me importa que se entere nadie de lo que digo. Esta mañana he recibido un telegrama suyo, del que saco la consecuencia de que él tiene alguna pista del caso de Sholto. Vea usted el mensaje.

      Extrajo el telegrama de su bolsillo y me lo entregó. Estaba fechado en Poplar, a las doce del mediodía, y decía:

      “Vaya de inmediato a Baker Street. Si no he regresado, espéreme. Estoy siguiendo la pista de la pandilla de Sholto. Si quiere venir esta noche para asistir al momento final, puede acompañarnos”.

      —Esto suena bien. Es evidente que ha vuelto a encontrar el rastro —dije.

      —Vamos... según eso él también lo había perdido —exclamó Jones con satisfacción evidente—. Hasta los mejores nos despistamos en ocasiones. Desde luego, quizá sea esta una alarma falsa; pero mi deber de funcionario de la ley es no dejar que se me escurra ninguna posibilidad. Pero hay alguien a la puerta. Tal vez sea él.

      Se oyeron fuertes pisadas escaleras arriba, acompañadas de muchos jadeos y bufidos, como de un hombre a quien le cuesta mucho recobrar el aliento. El que subía se detuvo una o dos veces, como si aquel esfuerzo le resultase excesivo, pero al fin llegó hasta nuestra puerta y entró en la habitación. Su aspecto correspondía a los ruidos que habíamos escuchado. Era un anciano, con atuendo completo de marinero y un viejo chaquetón, de lana gruesa, abrochado hasta el cuello. Era cargado de espalda,

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