Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle
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Mientras manteníamos esta conversación habíamos ido pasando como una flecha por debajo de la larga serie de puentes que cruzan el río Támesis. Cuando pasamos por delante de la City, los últimos rayos del sol doraban la cruz que hay en lo más alto de St. Paul. Cuando llegamos a la Torre era ya el crepúsculo.
Holmes, señalando un erizamiento de mástiles y de jarcias que había en la orilla de Surrey, dijo:
—Ese es el astillero de Jacobson. Cruzad despacio río arriba y río abajo, a cubierto de esta fila de barcazas —sacó del bolsillo unos gemelos de teatro y observó la costa durante cierto tiempo—. Veo a mi centinela en su sitio, pero no hay indicio alguno de su pañuelo —comentó.
—¿Y si fuéramos un corto trecho río abajo y permaneciésemos allí al acecho? —exclamó Jones con gran ansiedad.
Ya la ansiedad nos había ganado a todos, hasta a los policías y a los tripulantes, que sólo tenían una confusa idea de lo que traíamos entre manos. Holmes le contestó:
—No tenemos derecho a dar nada por supuesto. Existen, desde luego, diez probabilidades contra una a que vayan río abajo, pero no podemos tener la seguridad absoluta. Desde aquí podemos distinguir la entrada del astillero, mientras que ellos difícilmente pueden vernos. La noche va a ser despejada y dispondremos de luz abundante. Debemos permanecer donde estamos. Fíjense en cómo hormiguea la gente allí, al resplandor de las luces de gas.
—Salen del trabajo en el astillero.
—Dan la impresión de unos bergantes de mal aspecto, y, sin embargo, yo supongo que todos ellos ocultan dentro su pequeña chispa inmortal. Nadie lo diría viéndolos. No existe, a priori ninguna probabilidad en su favor. ¡Qué extraño enigma es el hombre!
—Alguien lo llamó un alma encerrada dentro de una bestia —apunté yo.
—Winwood Reade escribe muy bien acerca del tema —dijo Holmes—. Hace observar que mientras el hombre, tomado individualmente, es un acertijo irresoluble, el conjunto de los hombres se convierte en una certidumbre matemática. No puede usted, por ejemplo, anunciar de antemano qué es lo que hará un hombre determinado, pero se puede prever con precisión lo que hará la mayoría de ellos. Eso es lo que dice la estadística. Pero... ¿no es un pañuelo lo que estoy viendo? Con seguridad que allí se mueve una cosa blanca.
—Sí; es nuestro muchacho —exclamé—. Lo veo con toda claridad.
—Y allí está la Aurora —exclamó Holmes—. ¡Y que navega que la llevan los diablos! Adelante y a toda velocidad, maquinista! Siga esa lancha de luz amarilla hasta alcanzarla. ¡Por vida mía que no me lo perdonaré nunca si resulta que puede más que nosotros!
La Aurora se había deslizado disimuladamente por la entrada del astillero y había avanzado por detrás de dos o tres pequeñas embarcaciones, de manera que cuando nosotros la vimos, ya ella había alcanzado toda su velocidad. Y ahora volaba río abajo, cerca de la orilla, a una marcha tremenda. Jones miró muy serio hacia ella y movió en son de duda la cabeza, diciendo:
—Es muy rápida. Dudo de que podamos alcanzarla.
—¡Es preciso que la alcancemos! —exclamó Holmes entre dientes—. ¡Echadle combustible, fogoneros! ¡Exigidle todo lo que puede dar de sí! ¡Tenemos que echarles el guante aunque se queme la lancha!
Íbamos ahora bastante bien tras ella. Los hornos bramaban, los potentes motores zumbaban y traqueteaban, lo mismo que un inmenso corazón metálico. La afilada proa, casi perpendicular, cortaba las tranquilas aguas del río y despedía a derecha e izquierda de nosotros dos olas ondulantes. A cada palpitación de las máquinas saltábamos y nos estremecíamos lo mismo que si fuéramos una sola cosa viva. Una gran linterna amarilla, colocada a proa, proyectaba delante de nosotros un haz de luz largo y fluctuante. Más allá, en línea recta, un manchón sobre el agua nos indicaba el lugar en que estaba la Aurora, y el remolino de blanca espuma que dejaba detrás pregonaba la marcha que llevaba. Avanzamos como una flecha, dejando atrás barcazas, vapores y navíos mercantes, surgiendo por detrás de unos y dando un quiebro a otros; pero la Aurora seguía rugiendo, y nosotros detrás, pegados a su estela.
—¡Echad más carbón; echadlo, hombres! —gritó Holmes asomándose a mirar hacia abajo, a la sala de máquinas, y recibiendo en su cara anhelante y aguileña el fiero resplandor que de allí ascendía—. Subid la presión hasta la última libra.
—Creo que vamos acortando un poco la distancia —dijo Jones, con sus ojos fijos en la Aurora.
—Estoy seguro de que sí —le dije—. Antes de pocos minutos estaremos a la par suya.
Sin embargo, en ese instante, y como si una fatalidad desgraciada lo hubiese hecho a propósito, se interpuso entre la Aurora y nosotros un remolcador que arrastraba tres barcazas. Sólo un giro total de la rueda de nuestro timón nos libró de un choque, aunque, para cuando pudimos contornear el obstáculo y volver a ponernos en nuestro rumbo, la Aurora nos había sacado una ventaja de otros buenos doscientos metros. Sin embargo, seguía estando bien a la vista, y la luz incierta y borrosa del crepúsculo cedía el paso a una noche clara y estrellada. Nuestras calderas habían alcanzado su presión máxima, y el débil cascarón vibraba y crujía por efecto del empuje furioso que nos arrastraba. Habíamos pasado en trompa por el Pool, habíamos dejado atrás los muelles de la West India, cruzando Deptford Reach después de contornear la isla de los Perros.
La mancha borrosa que llevábamos por delante de nosotros se fue transformando hasta dibujarse con bastante claridad la elegante silueta de la Aurora. Jones la enfocó con nuestro proyector móvil y pudimos distinguir con claridad las figuras de los hombres que iban a bordo. Un hombre iba sentado a popa con un objeto negro entre las rodillas, sobre las que se apoyaba. A su lado se veía una masa oscura, que producía la impresión de un perro de Terranova tumbado. El muchacho empuñaba la caña del timón, y pude yo, al rojo resplandor del horno, distinguir a Smith padre, desnudo hasta la cintura y echando carbón como si en ello se jugara la vida. Quizás al principio tuvieran alguna duda sobre si eran ellos a quienes perseguíamos, pero ya no podían dudar, viéndonos tomar todos sus cambios de rumbo. A la altura de Greenwich estábamos a unos trescientos pasos detrás suyo. En Blackwell no llevábamos más de doscientos cincuenta. Durante la accidentada carrera de mi vida he perseguido en muchos países a muchas clases de animales, pero jamás partida alguna me produjo una emoción tan arrebatada como esta caza, llevada a una velocidad de locura, en pos del hombre. Támesis abajo, vara tras vara, íbamos acortando siempre distancias. Podíamos oír en el silencio de la noche el jadeo y los redobles de su máquina. El hombre de popa seguía agazapado sobre cubierta, pero sus brazos se movían como si estuviesen atareados en algo: de cuando en cuando alzaba la vista y medía con la mirada la distancia que todavía nos separaba. Íbamos acercándonos cada vez más. Jones les gritó que se detuviesen. Ya sólo estábamos a cuatro largos de la lancha, y la suya y la nuestra volaban a velocidades tremendas. Corríamos por una sección despejada del río, con Barking Level a un lado y las melancólicas marismas de Plumbstead al otro. Al oír nuestros gritos, el hombre que iba a popa se puso bruscamente en pie sobre cubierta y nos amenazó con los puños crispados, lanzándonos al mismo tiempo maldiciones con voz chillona y cascada. Era un hombre fornido, de regular estatura. Al erguirse y afianzarse, abriendo el compás de las piernas, vi que tenía amputada la pierna hasta la altura del muslo y que llevaba una pata de palo. La masa oscura acurrucada sobre cubierta se movió cuando resonaron los gritos estridentes e irritados, y al erguirse la vimos transformada en un hombrecillo negro, el más pequeño que yo había visto nunca, de cabeza grande y deforme y una mata de cabellos rizados y enmarañados. Holmes había sacado ya su revólver, y yo saqué de un tirón el mío, al distinguir a aquel hombre salvaje y deforme.