El fin del armario. Bruno Bimbi

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El fin del armario - Bruno Bimbi Historia Urgente

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es clara: no sólo está prohibido diagnosticar o tratar una determinada orientación sexual como si fuese una patología, sino que tampoco puede diagnosticarse como patológico cualquier tipo de identidad sexual. Eso también sirvió para prohibir los diagnósticos de “disforia de género”, con los que las personas trans eran clasificadas como enfermas mentales. La nueva ley de identidad de género argentina siguió el mismo camino, terminando para siempre con la patologización de la transexualidad. Todo ello fue resultado del trabajo silencioso del exdiputado Gorbacz, quien también tuvo un gran protagonismo en la lucha por el matrimonio igualitario, aunque muchos no lo sepan, y ayudó durante su paso por el Congreso a cambiar el paradigma de la salud mental en el país.

      –¿La nueva ley de salud mental, de la que usted es autor, prohíbe las terapias para dejar de ser gay? –le pregunté a Gorbacz.

      –Absolutamente. En su artículo 3, la ley impide considerar una enfermedad la orientación o identidad sexual de una persona. Toda la ley sostiene un concepto de salud que no tiene nada que ver con lo que se puede considerar normalidad o adaptación a determinados valores. Por el contrario, se subraya el respeto a la singularidad de las personas. En todo caso, la enfermedad mental está relacionada con el “padecimiento subjetivo” que siente la persona y no con pautas objetivas de normalidad impuestas desde afuera. Por eso, más allá de que hay un artículo específico que dice que no se puede hacer un diagnóstico en base a preferencias sexuales, ese tipo de enfoques o tratamientos son contrarios al espíritu de la ley en su conjunto. La salud mental es un campo vulnerable a que se lo utilice para imponer determinados valores morales, encuadrando como enfermedad conductas que son desaprobadas por los sectores dominantes de una sociedad en un momento determinado. Todas las personas somos distintas, por lo tanto, la idea de salud no puede estar asociada a una única forma de comportarse sino, en todo caso, a la capacidad de disfrutar de la vida y de relacionarse con los otros desde las propias particularidades.

      –Entonces, si un psicólogo o psiquiatra realiza tratamientos que tengan por objeto cambiar la orientación sexual de un paciente, ¿sería ejercicio ilegal de la medicina?

      –Sin duda, y, por varias razones, estaría cometiendo una infracción severa. En primer lugar, porque incumpliría la ley de Salud Mental que, además de lo que mencioné antes, establece el derecho de las personas a una atención basada en principios éticos y fundamentos científicos. Pero, además, tanto la regulación del ejercicio de la medicina como el de la psicología prohíben prometer resultados de curación engañosos y, en este caso, está claro que es un engaño. Los médicos tienen prohibido utilizar procedimientos o terapias que no hayan sido enseñadas en la universidad o discutidos en ámbitos científicos reconocidos.

      –¿Qué sanciones podría recibir el psicólogo o psiquiatra que realice este tipo de terapias en Argentina?

      –De acuerdo a quién tenga el gobierno de la matrícula en cada provincia (los colegios o la propia Salud Pública), pueden suspenderle la matrícula o cancelarla. Pero, además, podría enfrentar demandas económicas por daños y perjuicios, porque este tipo de tratamientos no es inocuo, sino que genera daños y sufrimiento psíquico. Ni un médico ni un psicólogo pueden hacer cualquier cosa. Tienen que trabajar dentro del marco de la ley y aplicar técnicas y procedimientos que tengan aval científico en cada una de sus disciplinas.

      –¿Cómo funcionan, en la práctica, estas terapias?

      –Por lo que conozco, tienen un enfoque conductista: tratan de condicionar la conducta, asociando los deseos homosexuales a estímulos desagradables. También se las conoce como terapias de aversión.

      –¿Existe algún caso comprobado científicamente de una persona que haya cambiado de gay a hétero o de hétero a gay haciendo terapia?

      –Desconozco si alguno se asume “curado” a partir de estas terapias, pero lo que está claro es que la constitución de la sexualidad es un proceso que se define entre la infancia y la pubertad y no es modificable por terapias de ningún tipo.

      –Entonces, ¿cuáles son los verdaderos efectos en la salud mental de los pacientes?

      –Los deseos no van a cambiar, pero este tipo de tratamientos puede lograr que la persona experimente culpa o vergüenza por sentir como siente. La sexualidad no es un elemento secundario, sino constitutivo de la personalidad. Profundizar, en lugar de resolver, las contradicciones que una persona pueda tener entre lo que siente y las demandas de normalidad ajenas genera graves obstáculos en todos los planos de la vida de relación, y no sólo en lo sexual. Es probable que una persona en esa situación, además, se embarque en relaciones heterosexuales que terminan siendo insatisfactorias para él y para las otras personas, con lo cual el sufrimiento se extiende a otros. Todo ello además del efecto más inmediato, que es el empobrecimiento que se produce en la vida de cualquier persona cuando no puede disfrutar de una parte tan importante de la vida como es la sexualidad.

      –¿Qué debería hacer un psicólogo que recibe a un paciente que es homosexual y se siente mal por ello, con conflicto, porque su familia o su entorno no lo aceptan o porque él mismo cree por alguna razón que lo que siente está mal?

      –Un profesional puede y debe atender a personas que le consultan por conflictos con su sexualidad y sufren por ello. Pero su posición no debe ser tratar de imponerles una sexualidad que no es la propia, sino ayudarlos a aceptar sus sentimientos y separarse de exigencias externas que pueden haber sido internalizadas como fuertes mandatos.

      “La homofobia es una enfermedad”, me dijo hace años la sexóloga y psicopedagoga Mariela Castro, sobrina de Fidel Castro y directora del Centro Nacional de Educación Sexual de Cuba. Usé esa frase como título de la entrevista que le hice para la revista Veintitrés y, desde entonces, me dejó pensando. Algo me sonaba mal, pero los periodistas solemos elegir frases fuertes del entrevistado para titular, estemos o no de acuerdo, y yo no sabía si lo estaba. Ahora sé que no lo estoy, aunque entienda la intención y el valor pragmático de la frase.

      Desde entonces, lo dicho por Mariela lo vi repetido mil veces en los comentarios de los lectores de mis artículos en las redes sociales, y se lo escuché hasta el cansancio a muchos gays y lesbianas, así como a héteros que se indignan tanto como nosotros ante la violencia, el prejuicio y la discriminación. La idea de que quienes nos discriminan son enfermos –la palabra homofobia incorpora en su composición un término usado por la psicología y la psiquiatría para designar un trastorno, un tipo desproporcionado y patológico de miedo– parece cerrar el círculo que comenzó cuando ellos nos colgaron el mismo sambenito. Tomá, el enfermo sos vos, no yo. Es que, hasta 1990, cuando la OMS retiró la homosexualidad de su lista de patologías (la Asociación Americana de Psiquiatría ya la había retirado del Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales II en 1973), los gays éramos tratados por la ciencia como enfermos. No lo éramos ni lo fuimos nunca, y tampoco nos “curamos” mágicamente en 1990 o 1973. Me irrita cuando la decisión de la OMS de reconocer su error –¡recién a fines del siglo xx!– es citada como argumento a nuestro favor y recordada con un día de homenaje.

      Es como si recién en 1990 hubieran reconocido que los negros nunca fueron una raza inferior. Deberían pedir perdón como lo hicieron los delincuentes de Exodus. ¡Curar la homosexualidad siempre fue tan absurdo como lo sería curar la heterosexualidad!

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