Obras Completas de Platón. Plato
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Al fin, uno de tus amigos, Sócrates, que a mi parecer habla con maravillosa elegancia, me respondió, que la obra propia de la justicia, que nada tiene que ver con ninguna de las otras artes, es el establecer la amistad entre los Estados. Interrogado sobre la naturaleza de la amistad, declaró, que es un bien, nunca un mal. En cuanto a la amistad entre los niños y los animales, no quiso darle este nombre cuando le pregunté sobre este punto, porque convino en que estas amistades eran casi siempre más dañosas que buenas; y para evitar esta consecuencia, no quiso llamarlas amistades; reservando este nombre para la mancomunidad de pensamientos. Como se le preguntara, si esta mancomunidad de pensamientos se refería lo mismo a la opinión que a la ciencia, rechazó la opinión; porque no puede negarse, que entre los hombres hay muchas veces lamentables acuerdos de opiniones, y había afirmado que la amistad es siempre un bien y la obra de la justicia; de suerte que debió decir que la conformidad de pensamientos, en este caso, está fundada en la ciencia y de ningún modo en la opinión.
Cuando llegamos a este punto embarazoso de la discusión, todos los que estaban presentes se levantaron contra él, exclamando, que esta definición no valía más que las precedentes, y le echaron en cara que la medicina también es cierto acuerdo de pensamientos y lo mismo las demás artes; y que todas están en el caso de decir cuál es su objeto; que, por el contrario, en cuanto a esa justicia, que él llama un acuerdo de pensamientos, no se sabe ni el objeto que se propone, ni la obra que realiza.
Por último, Sócrates, te pregunté a ti mismo. Me has dicho que la justicia consiste en hacer mal a sus enemigos y bien a sus amigos. Posteriormente te ha parecido, que el hombre justo jamás podrá hacer mal a otro, cualquiera que él sea, y que debe procurar más bien ser de todas maneras útil a todo el mundo.
Por consiguiente, después de haberte preguntado, no una ni dos, sino mil veces, he renunciado a hacer vanas súplicas, persuadido de que eres el hombre del mundo más capaz para exhortar a los demás a la virtud; pero que, una de dos cosas, o bien tu poder no pasa de aquí y no se extiende más lejos (lo cual puede suceder en todas las artes; por ejemplo, sin ser piloto, puede hacerse un elogio de este arte que pruebe cuán digno es de la actividad humana, y hacerse lo mismo con las demás artes; de suerte que tú mismo podrías acusarte de no conocer la justicia, ensalzándola al mismo tiempo hasta las nubes, por más que no sea esta mi opinión). Pero una de dos cosas, digo, o no sabes lo que es la justicia, o no quieres comunicarnos el conocimiento que de ella tienes. He aquí por qué iré yo indudablemente en busca de Trasímaco o de cualquiera otro con la esperanza de que me enseñe, a menos que tú consientas poner término a todas esas exhortaciones. Por ejemplo, si me hicieses el elogio de la gimnasia y me animases a tener cuidado de mi cuerpo, después de tan preciosa exhortación, ¿no me dirías cuál es mi temperamento y cuáles los cuidados de que necesito? Pues obra ahora de la misma manera. Supón que Clitofón te concede que es ridículo ocuparse de todo lo demás y despreciar el alma, objeto verdadero de todos sus cuidados; supón, que yo te he referido todo lo que de esto se sigue y todo lo que acabamos de decir. Ahora, responde a mi pregunta, para que no me vea forzado, como acabo de hacerlo y como lo hice con Lisias, a alabarte en unas cosas y criticarte en otras; porque, lo repito, para el que no ha sido aún exhortado a la virtud eres tú el más precioso de los hombres; pero para el que lo ha sido ya, tú serías quizá un obstáculo que le impidiera llegar al verdadero objeto de la virtud, que es la felicidad.
Argumento del Teeteto[1] por Patricio de Azcárate
Platón parece presentar a Teeteto, cuyo nombre lleva el diálogo, como modelo completo de aquellos jóvenes, flor y esperanza de Atenas, que, dotados de una inteligente vivacidad, morigerados en sus costumbres y ansiosos de saber, se adhirieron desde muy temprano a la persona de Sócrates, y que formaban en las plazas públicas, en las palestras y en los pórticos su más atento y distinguido cortejo. En medio de ellos, Sócrates, dirigiéndose familiarmente tan pronto a unos como a otros, a fin de ejercitar y juzgar a todos, entablaba con cada cual, bajo apariencias de una libre confianza, conversaciones vivas y estudiadas sobre objetos determinados, que sin cesar traía a discusión a través de digresiones y rodeos; argumentación disimulada, pero sostenida, de la que se desprendía siempre alguna verdad, y que él mismo llamaba con delicadeza el arte de alumbrar los espíritus. En el Teeteto se puede estudiar este gran arte, mejor quizá que en ninguno de los diálogos precedentes, porque desde las primeras palabras de la conversación, Sócrates explica a su discípulo su secreto y ventajas con complacencia y energía, de lo cual todo este diálogo ofrece los ejemplos más interesantes, tanto por la abundancia y variedad de los detalles, como por la importancia del fondo.
Nada más grato que seguir a Platón en la indagación de este problema capital: ¿cuál es la naturaleza de la ciencia?, y saber de su boca cómo había sido resuelta por los padres de la filosofía sensualista, Heráclito y Protágoras, y seguir paso a paso la más vigorosa refutación de esta estrecha doctrina, que, desde los primeros tiempos de la filosofía griega, confundía la inteligencia con la sensibilidad, y reducía a la sola sensación toda la esfera de actividad del espíritu humano. Esta refutación forma en cierta manera la primera parte del Teeteto. En la segunda, solo separada de la primera por una transición rápida de un punto de la discusión a otro, Platón expone y desecha dos soluciones nuevas: la una, que la ciencia reside en el juicio; la otra, que está toda en el razonamiento. Ambas las lleva sucesivamente a sus consecuencias extremas, para demostrar que son igualmente insuficientes para dar una idea verdadera de la ciencia, puesto que no explican ciertas nociones fundamentales del entendimiento, es decir, las ideas primeras, que por su naturaleza son anteriores a todo juicio y a todo razonamiento. Tal es el conjunto de esta larga discusión, cuyo resultado es probar en definitiva que sentir, juzgar y razonar no son la misma cosa que saber.
Es imposible dar aquí el resumen minucioso de esta doble argumentación, que imprime a la forma de las conversaciones socráticas gran variedad de tono, una riqueza increíble de ejemplos y de comparaciones, con rasgos de ironía y algunas veces de una sutileza verdaderamente ática. Debemos limitarnos en cierta manera a sentar hitos que de trecho en trecho indiquen el camino.
A esta pregunta: ¿qué es el saber o la ciencia? Teeteto responde desde luego que la ciencia le parece ser todo aquello que se puede aprender, la geometría, por ejemplo, y toda clase de artes. Esto es confundir la enumeración de las ciencias con la definición de la ciencia misma; y mediante la observación que le hace Sócrates, Teeteto propone esta primera solución general: saber es sentir, o en otros términos, la ciencia consiste en la sensación. Ésta era la doctrina de Protágoras, cuando decía atrevidamente en su libro de la Verdad: el hombre es la medida de todas las cosas. Sócrates tiene cuidado de aclarar el sentido de esta proposición; primero, reduciéndola a esta otra: que las cosas no son más que lo que parecen; y después, ligando la opinión de Protágoras al sistema general de Heráclito sobre el origen y la constitución del universo. Hace entender a Teeteto, que en este sistema el movimiento es a la vez el principio y la condición de existencia de todas las cosas, de suerte que, hablando con toda propiedad, nada existe, nada es permanente, todo deviene, todo nace de una perpetua generación, que es la ley de este mundo. Las relaciones que tienen las cosas entre sí están sometidas necesariamente a la misma condición, porque si ninguna cosa subsiste idéntica a sí misma, con más razón las relaciones de las mismas están en incesante movimiento. El mundo no es más que una inagotable sucesión de apariencias. Arrastrado, como todo lo demás, en este torrente de fenómenos, el hombre tiene el privilegio de conocer. Pero ¿qué puede conocer?, ¿cómo puede conocer? Su ciencia, so pena de faltar a la ley de sistema, no puede participar de la inestabilidad y de la inanidad universales; se resuelve en estas impresiones fugitivas, que las apariencias de las cosas producen en nuestros sentidos, es decir, en sensaciones, cuya intensidad aprecia cada uno; y es la medida de la que habla Protágoras, conforme a la cual todos decidimos con igual derecho de lo blanco y de lo