Obras Completas de Platón. Plato

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Obras Completas de Platón - Plato

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de lo que es colorado;[2] un oído del oído y de lo que no es oído, el cual no oye nada de lo que es sonoro; un sentido de los sentidos y de lo que no son sentidos, el cual no siente nada de lo que es sensible; un deseo que no es el deseo del placer; una voluntad, que no quiere ningún bien, pero se quiere a sí misma y aun a lo que no es voluntad; un amor que no ama ningún género de belleza, pero se ama a sí mismo y ama a lo que no es amor; un temor, que sin temer ningún peligro, se teme a sí mismo y a lo que no es temor; una opinión, que sin ser la opinión de nada, es opinión de sí misma y de lo que no es opinión. Por otra parte, fijaros bien en lo que voy a decir. Lo propio de una ciencia de la ciencia sería referirse exclusivamente a sí misma como sujeto, y universalmente a todas las cosas como objeto; sería por lo tanto más que ella misma, y menos que ella misma, doble absurdo. En fin, esta relación de una cosa a sí, que nosotros no observamos en ninguna parte, ¿qué hombre se atrevería a afirmar que la concibe claramente?

      La ciencia de la ciencia y de la ignorancia, es decir, la ciencia de sí mismo, no parece posible; y si la suponemos posible, tampoco es útil. En efecto, esta ciencia nos enseña que nosotros sabemos o que no sabemos, que los demás saben o que no saben; pero no nos enseña lo que nosotros sabemos y lo que no sabemos; lo que los demás saben y lo que no saben. Este último conocimiento nos sería sin duda muy ventajoso, puesto que nos permitiría hacer precisamente lo que estamos en estado de hacer, confiando lo demás a los hombres entendidos; en cuanto al primero, es de hecho vana[3] y estéril y de ningún uso en el gobierno de los negocios privados, como en el de los públicos. Pero hay más. En el acto mismo en que la ciencia de la ciencia y de la ignorancia nos enseñase lo que sabemos y lo que no sabemos, lo que los demás saben y no saben, no se seguiría, como con demasiada ligereza hemos concedido, que pueda verdaderamente contribuir a nuestra felicidad. Esto es más bien un privilegio de la ciencia del bien y del mal. He aquí la ciencia útil; y como la ciencia de la ciencia y de la ignorancia no es esta ciencia, es claro que no es útil.

      En resumen, la sabiduría no es la mesura, ni el pudor, ni la atención para hacer lo que nos es propio, ni la práctica del bien, ni la ciencia de sí mismo: he aquí lo que nos dice el Cármides. Pues entonces ¿qué es?; esto es lo que no nos dice. La razón es, porque el verdadero objeto de este diálogo no es definir la sabiduría, sino convencer a Cármides (es decir a los jóvenes en general) que no es tan instruido como cree serlo, para que de este modo nazca en su alma, con una justa desconfianza, el saludable deseo de indagar y buscar la verdad. Conclusión, toda práctica, de un interés superior, y que Platón ha puesto en acción, si puede decirse así, al final de este diálogo, presentándonos a Cármides modesto y resuelto a someterse a los encantos de Sócrates.

      En nuestra opinión, si se quiere formar una idea exacta del Cármides y del objeto que Platón se propuso, es preciso tener en cuenta el método de Sócrates, y presentarlo en toda su verdad. Su método comprende la ironía, de la que se sirve Sócrates como de un arma para herir a los sofistas, y el arte de amamantar el espíritu de los jóvenes. En lo que no se han fijado bastantees que en este arte hay dos partes muy distintas; en la primera conduce a la duda por la refutación; en la segunda conduce al conocimiento por la inducción. Por lo pronto es preciso dudar; porque ¿cómo podrán tenerse nociones exactas si no se las busca? Y ¿cómo se las busca, si se cree saberlo todo? Éste es en general el error de la juventud: contentarse con semiverdades y creer conocer lo que no conoce; sobre todo, éste era el de la juventud ateniense en la época de Sócrates y de Platón, viciada como estaba por los sofistas. Cuando Sócrates se dirigía a un joven, su primer cuidado era probarle su ignorancia, interrogándole hábilmente y arrancándole esta confesión: yo no sé nada. Saber que no se sabe; he aquí la disposición intelectual, sin la que no es posible aprender verdaderamente; y el primer esfuerzo de dicho arte era crear esta convicción.

      Y ahora bien ¿No es éste el objeto del Cármides? ¿No representa muy fielmente el primer momento de este arte? ¿No es esto lo que le da sentido y seriedad, y lo que constituye su interés y su mérito?

      Pero por haberlo traducido, no es cosa de que nos alucinemos sobre su verdadero valor. Su defecto no consiste en no haber concluido, porque bastante conclusión es el despertar en el alma de los lectores jóvenes la desconfianza de sí mismos, condición de todo examen e indagación, sin los cuales no hay conocimiento sólido, ni ciencia digna de este nombre; de lo que le acusaremos es de abusar del doble sentido de las palabras; de refutar cosas que no merecen ser refutadas y otras que no deben serlo; de refutar sin refutar, superficialmente y en apariencia; en fin, de no ir al fondo de cosa alguna. Sobre todo, le echaremos en cara el haber amontonado una nube de sutilezas, haciéndolas recaer sobre la ciencia de nuestra alma, que es la ciencia por excelencia. Esto no es más que un juego, como lo ha visto y lo ha dicho muy oportunamente el señor Cousin; y ninguna necesidad había de esto, ni de correr el riesgo de comprometer sin motivos una verdad capital, querida de la escuela socrática y de todos los verdaderos filósofos, cualquiera que sea su escuela.

      ¿Quiere decir esto que el Cármides sea indigno de Platón, o no sea de Platón? De ninguna manera. El águila no se cierne siempre sobre las nubes, algunas veces descansa en las cimas de una roca, o desciende al llano. Todas las obras de un maestro no son necesariamente obras magistrales; y no vemos por qué Platón no ha podido escribir un día, como por desahogo, un diálogo de menos mérito.[4]

      Cármides[1] o de la sabiduría

      SÓCRATES — QUEREFÓN — CRITIAS — CÁRMIDES

      SÓCRATES. —Habiendo llegado la víspera de la llegada del ejército de Potidea, tuve singular placer, después de tan larga ausencia, en volver a ver los sitios que habitualmente frecuentaba. Entré en la palestra de Taureas,[2] frente por frente del templo del Pórtico real, y encontré allí una numerosa reunión, compuesta de gente conocida y desconocida. Desde que me vieron, como no me esperaban, todos me saludaron de lejos. Pero Querefón, tan loco como siempre, se lanzó en medio de sus amigos, corrió hacia mí, y tomándome por la mano dijo:

      —¡Oh Sócrates!, ¿cómo has librado en la batalla?

      Poco antes de mi partida del ejército había tenido lugar un combate bajo los muros de Potidea, y acababan de tener la noticia.

      —Como ves —le respondí.

      —Nos han contado —replicó— que el combate había sido de los más empeñados, y que habían perecido en él muchos conocidos.

      —Os han dicho la verdad.

      —¿Asististe a la acción?

      —Allí estuve.

      —Ven a sentarte —dijo—, y haznos la historia de ella, porque ignoramos completamente los detalles.

      En el acto, llevándome consigo, me hizo sentar al lado de Critias, hijo de Calescro. Me senté, saludé a Critias y a los demás, y procuré satisfacer su curiosidad sobre el ejército, teniendo que responder a mil preguntas.

      Terminada esta conversación, les pregunté a mi vez qué era de la filosofía, y si entre los jóvenes se habían distinguido algunos por su saber o su belleza, o por ambas cosas. Entonces Critias, dirigiendo sus miradas hacia la puerta y viendo entrar algunos jóvenes en tono de broma, y detrás un enjambre de ellos:

      —Respecto a la belleza —dijo—, vas a saber, Sócrates, en este mismo acto todo lo que hay. Ésos que ves que acaban de entrar son los precursores y los

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