Doce horas. Mayte Esteban

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Doce horas - Mayte Esteban Especial Confinamiento

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es para tanto».

      «Hay que ver cómo son algunos de alarmistas».

      No ha hecho falta mucho tiempo para que hayamos descubierto que sí había que preocuparse, que no eran tan exagerados y que esto era una pandemia.

      En España no se ha cerrado una ciudad, sino que todo el país está confinado en sus casas, a excepción de quienes no han tenido más remedio que salir: el personal sanitario, el de limpieza, quienes atienden y coordinan la seguridad y quienes abastecen de alimentos a los demás.

      A las ocho menos diez de la noche, cada día, como todos mis vecinos, salgo al diminuto balcón del quinto piso donde estoy encerrado solo. Me quedo un rato mirando la calle, las ventanas de mis vecinos que todavía están desiertas, mientras espero a la única interacción social que nos estamos permitiendo en vivo desde casi la primera noche: unos minutos de aplauso para esas personas que cada día salen de sus casas para cuidar a los enfermos.

      En mi mente aplaudo con más fuerza para hacerlo extensible también a todos los soldados de esta extraña guerra que nos ha tocado vivir:

      A quienes siguen atendiéndonos en el súper.

      A quienes limpian calles y hospitales.

      A quienes no están durmiendo nada, porque están elaborando mascarillas o buscando EPIs hasta debajo de las piedras…

      Aplaudo a esos padres y madres que, viendo aparcados a la fuerza sus otros trabajos fuera de casa, están dándolo todo dentro como limpiadores, cocineros, maestros improvisados y tranquilizadores de humores estresados. A ellos, que temen el futuro, pero que disimulan delante de los niños y los animan con mil juegos inventados a que contribuyan en las tareas cotidianas.

      Aplaudo a los niños pequeños, que no entienden por qué no se puede salir pese al buen tiempo que hace, pero que acaban cediendo, tranquilizados por los cuentos de sus padres.

      Aplaudo a los abuelos que están solos, echando de menos esos besos de sus seres queridos, esos que los mantenían más vivos que la torre de medicinas que toman.

      Aplaudo, por supuesto, a los farmacéuticos, que siguen detrás de los mostradores de sus farmacias día tras día.

      Incluso aplaudo a quienes simplemente están cumpliendo con este confinamiento sin hacer nada más que mantenerse sanos.

      A los únicos que me dejo fuera de mis aplausos es a los que se saltan la cuarentena porque están cansados de estar en casa. Joder, ni que los demás no echáramos de menos la rutina que teníamos.

      Cuando acaban las palmas —en mi barrio nadie ha salido muy juerguista, solo son aplausos, nada de canciones, bingos y demás historias que se ven en la tele—, vuelvo dentro.

      Regreso a mi trabajo un rato. Desde que todo esto empezó lo hago online y distribuyo mis horas como quiero.

      Adrián cerró el ordenador y se dispuso a cenar algo antes de terminar un informe. El blog le servía de distracción esos días, le hacía más llevadero el encierro. Mientras cenaba, echó un vistazo al teléfono: había más de cien mensajes en el grupo de la universidad. Hacía un año que nadie escribía un solo mensaje, pero el aburrimiento en esos días y las ganas de saber de los otros lo había reactivado.

      Del otro mensaje que esperaba, nada.

      Sofía

      20:30

      Sofía llevaba un rato hablando con su amiga Claudia a través de WhatsApp. Conversaciones de veinteañeras.

      CLAUDIA: Se te está yendo la pinza, pero muchísimo.

      SOFÍA: NO ME ENTIENDES.

      CLAUDIA: Relájate un poquito, guapa, y no me grites.

      SOFÍA: No me comprendes porque no estás en mi situación.

      CLAUDIA: Te entiendo perfectamente, pero esto no va a salir bien.

      Sofía se quedó mirando la pantalla mientras pensaba la respuesta. Después, tecleó a la velocidad del rayo:

      SOFÍA: Puede que salga mal, pero no me voy a quedar con la duda.

      CLAUDIA: Me agotas, de verdad. Haz lo que se te ponga, pero te vistes con el top gris y los pantalones de cuero. Ya que vas, que sea dándolo todo.

      SOFÍA: Mmm, mejor me pondré el top negro y unos vaqueros.

      CLAUDIA: Si es que no sé ni para qué te doy mis fabulosos consejos si no me haces ni puto caso NUNCA. ¡Hala, me piro!

      Sofía dejó el teléfono sobre la mesa y encendió el portátil. Faltaba bastante para la hora en la que había quedado con Manuel. Eran amigos desde que tontearon en el instituto hacía cinco años y habían seguido llamándose cada cierto tiempo, pero no había sido hasta el encierro en sus casas a causa del coronavirus cuando empezaron a hablar más seguido. A los primeros mensajes de cortesía por WhatsApp para preguntar qué tal estaban, siguieron otros muchos, a los que se fueron sumando llamadas. Los dos estaban confinados a solas en sus respectivos pisos de estudiantes y sus conversaciones amenizaban la espera de ese día en el que pudieran, al fin, retomar sus vidas.

      Sofía recordó la tarde anterior, justo después de los aplausos. Se llamaron, como cada una de las noches de ese tiempo extraño.

      —¿Tú qué es lo primero que deseas hacer en cuanto nos dejen salir? —preguntó Sofía, cuando ya llevaban más o menos media hora hablando.

      —Salir a correr. Estoy harto de la cinta. Me siento como un hámster.

      —Pues yo, en cuanto pueda, lo que quiero hacer es dar un paseo por una calle petada de gente.

      —¿No te dará miedo cruzarte con tanto potencial foco de contagio? —le preguntó Manuel, que a base de ver noticias sobre lo mismo en la tele ya hablaba con lenguaje burocrático.

      —No lo sé —contestó Sofía—, pero me has hablado de un deseo, ¿no? Pues yo deseo eso, volver a sentir que hay gente a mi alrededor. Bullicio, jaleo, abrazos, besos, risas… Este silencio me está fundiendo las cuatro neuronas que tenía vivas.

      Manuel se rio al otro lado de la línea y Sofía sintió que su risa le hacía cosquillas por debajo de la piel. Se atrevió a proponerle algo.

      —Oye, Manu, a lo mejor piensas que estoy imbécil, pero…

      Se quedó callada, buscando la mejor manera de que aquello no sonase extraño. ¿Quería pedirle una cita? Sí, quería hacerlo, pero no sabía qué le parecería lo que se le había ocurrido. A lo mejor dejaba de llamarla, pensando que era una chalada, o a lo mejor acababa espantándolo y se quedaba aún más sola esos días.

      —¿Estás aún ahí, Sofi? —preguntó Manuel, preocupado porque no la escuchaba.

      —Sí, sí, estoy aquí.

      —¿Por qué voy a pensar que eres imbécil?

      «Porque lo soy», se dijo Sofía, pero no lo puso en voz alta.

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