Doce horas. Mayte Esteban

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Doce horas - Mayte Esteban Especial Confinamiento

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no, no creo que seas idiota, es que no sé cómo pretendes que cenemos juntos, si no podemos salir de casa. ¿Te piensas saltar el confinamiento? Mira que están las calles vacías y seguro que como se asome alguien a una ventana no vas a pasar desapercibida. De una multa…

      —Si me dices sí, te digo cómo —le interrumpió ella, antes de perder el valor del todo.

      —Te digo sí mientras no te pongas en riesgo.

      Sofía exhaló un suspiro de alivio y le expuso su plan.

      Manuel aceptó.

      María Jesús

      21:00

      Era de noche, pero en la UCI del hospital hacía mucho que el tiempo no se medía con los mismos relojes que en el resto del mundo. En ella, los principios y finales no tenían una secuencia lógica, sino que se regían por la mejoría o el empeoramiento de los pacientes. Siempre había sido así, pero desde que el virus lo invadió todo, en aquel lugar, epicentro del combate, cada cama tenía su propio reloj. En cada una, una batalla silenciosa medía las fuerzas entre el agente patógeno y el cuerpo que había ocupado.

      María Jesús estaba tomando nota de la medicación que tenían que administrar a cada uno de los enfermos cuando uno de los médicos, un joven que se había incorporado en la crisis, le pidió que lo acompañara.

      —Deja eso y ven conmigo —le dijo.

      Ella no dudó. La UCI era así, había que correr si el médico lo requería porque la situación se había vuelto crítica y ese reloj, ese maldito reloj que no daba las horas como en el resto del mundo, había empezado a acelerar hacia el vacío de la muerte en una de las camas. Aunque llevase mil años allí, nunca dejaba de sentir ese aleteo en el pecho que disparaba su adrenalina y la ponía en marcha.

      —No corras —le dijo el médico, al verla acelerada.

      —Pero…

      Se acercaron a una de las camas. En ella estaba un paciente de unos sesenta años, con patologías previas al coronavirus. Llevaba días allí. María Jesús sabía que se llamaba Javier, ya que se había impuesto, desde el primer momento en el que empezó a ejercer como enfermera, no despersonalizar el trato jamás. Para ella, cada paciente era una persona, una vida más allá de su historial médico. Un nombre propio.

      —Vamos a quitarle el respirador.

      Al oír esas palabras, respiró aliviada, porque había estado conteniendo el aliento. Por eso el joven médico no quería que corriera, porque esta vez la batalla se había decantado hacia el lado bueno y Javier tenía ventaja sobre ese maldito invasor.

      Cuando lo liberaron del tubo, a María Jesús se le escaparon un suspiro y una lágrima, que resbaló desde sus ojos y se diluyó en el tejido de la mascarilla. El médico sonrió por debajo de la suya. No podía verle la sonrisa, pero su forma de achinar los ojos se la describió.

      Cada pequeña victoria como esa se celebraba en la UCI. Cuando Javier respiró por sí mismo, lo primero que escuchó fue un aplauso dirigido a él, por haberlo logrado, pero también era un autoreconocimiento para ellos, para todo el personal del hospital que se estaba dejando la piel allí cada día.

      O cada noche.

      Sofía

      21:15

      En la mesa, frente a la silla que ocuparía ella, había puesto el mantel más bonito que tenía, una servilleta de tela, cubiertos a juego —a diario solía coger el primero que pillaba en el cajón— una copa para el vino, otra por si le apetecía agua y una jarra. Lo completó con un ramillete de flores secas que rescató del mueble de la entrada y que le aportaba un toque sofisticado al conjunto. Todo lucía en un orden tan perfecto que podría competir con cualquier restaurante de cuatro tenedores.

      Exagerando un poco.

      Colocó el plato y situó el portátil un poco más atrás. Necesito hacer varias pruebas hasta que consiguió la ubicación exacta para que la imagen que devolviera fuera la de la mesa puesta. En cuando el reloj marcase las diez, la hora acordada, haría una videollamada y la tecnología plegaría la distancia entre ella y Manuel. Podrían verse y oírse, y podrían saborear una comida juntos, disfrutar de los aromas de los alimentos. Casi real, si eran capaces de ignorar que no podrían tocarse. Que lo que verían no serían sus caras de verdad, sino la imagen compuesta en una pantalla y que su voz no sería más que la vibración de un altavoz.

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